Una lucidez
asombrosa hace que tome consciencia de que ya llevo un rato despierta. El sol
atraviesa la puerta de cristal que da acceso al patio, derramándose en rayos
oblicuos que alcanzan ya, casi, la mitad del entarimado oscuro de mi
habitación. Me llega el olor, intenso, a café recién hecho y a pan tostado que
entra por la ventana abierta. Desconozco la hora que puede ser, una
inusualmente tardía para que aún permanezca en la cama. Me desperezo
lentamente. Es una agradable mañana de primavera. Miro la Carta de Navegación de la Costa más oriental de Nueva
Zelanda que ocupa casi toda la pared opuesta e intento imaginarme a quienes la
usaron hace ya casi dos siglos. Me pierdo en ensoñaciones sobre aborígenes,
danzas tribales, mares de color turquesa y amuletos realizados en huesos de
animales…
Sobre el suelo,
junto a los cojines, sigue el libro cuya lectura abandoné bien entrada la
madrugada, “El Tango de la
Guardia Vieja”. Al otro lado de la cama, el antiguo aguamanil
de mi abuelo. Sobre él, los candelabros turcos de alabastro naranja y un jarrón
de cristal con azucenas blancas. Su aroma, suave y dulzón, impregna toda la
estancia. Es una atmósfera agradable, serena y luminosa, que en nada invita a
abandonar el apacible reposo en el que me encuentro. Oigo el cantarín gorjeo de
los pájaros fuera, los imagino bajo el sol, revoloteando en círculos, bajo un
cielo azul intenso. De repente ese gorjeo se ve ahogado por el tañir de
campanas de la cercana Basílica Menor de San Ildefonso que cesa poco después,
devolviéndome al más absoluto silencio. Un silencio blanco, me imagino, como de
algodón de azúcar. Blanco, dulce y suave. Un silencio envolvente iluminado sólo
por la luz solar en la que se motean unas diminutas partículas en suspensión.
El silencio de
las mañanas de domingo.
Me levanto y
voy a la cocina. Es agradable el tacto rugoso de la madera bajo los pies
descalzos. Pongo un C.D. de Rob Steward mientras preparo un desayuno “de
domingo”: zumo de naranja, café con leche y tostadas de aceite y tomate. Cuando
dejo la bandeja sobre la mesa del patio, es cuando confirmo mi sospecha: una
radiante mañana de primavera me saluda sonriente. Empiezo a notar los
estimulantes efectos de la cafeína en mi cerebro. Huele a limpio a mi
alrededor, ese característico olor a primavera que despierta el florecimiento
de las plantas: la pasionaria trepadora ha crecido sin que haya sido capaz de
notar esa evolución, las azaleas están flamantes de flores, igual que las
begoñas, las pilistras presentan un brillante verde intenso… No cabe duda. Es
primavera. El despertar de un domingo de primavera...
“Una pareja de jóvenes apuestos, acuciados por
pasiones urgentes como la vida, se mira a los ojos al bailar un tango aún no
escrito, en el salón silencioso y desierto de un transatlántico que navega en
la noche.
Trazando sin saberlo, al moverse abrazados, la
rúbrica de un mundo irreal cuyas luces fatigadas empiezan a apagarse para
siempre”.
(“El Tango de la Guardia Vieja” de Arturo Pérez –
Reverte)
Pues..... ¡Me gustaría comentarlo!
ResponderEliminarUn Bs.
Pues... solo tienes que hacerlo ;oP
EliminarOtro beso para tí.