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domingo, 5 de mayo de 2013

Despertar de un domingo de primavera.






Una lucidez asombrosa hace que tome consciencia de que ya llevo un rato despierta. El sol atraviesa la puerta de cristal que da acceso al patio, derramándose en rayos oblicuos que alcanzan ya, casi, la mitad del entarimado oscuro de mi habitación. Me llega el olor, intenso, a café recién hecho y a pan tostado que entra por la ventana abierta. Desconozco la hora que puede ser, una inusualmente tardía para que aún permanezca en la cama. Me desperezo lentamente. Es una agradable mañana de primavera. Miro la Carta de Navegación de la Costa más oriental de Nueva Zelanda que ocupa casi toda la pared opuesta e intento imaginarme a quienes la usaron hace ya casi dos siglos. Me pierdo en ensoñaciones sobre aborígenes, danzas tribales, mares de color turquesa y amuletos realizados en huesos de animales…
Sobre el suelo, junto a los cojines, sigue el libro cuya lectura abandoné bien entrada la madrugada, “El Tango de la Guardia Vieja”. Al otro lado de la cama, el antiguo aguamanil de mi abuelo. Sobre él, los candelabros turcos de alabastro naranja y un jarrón de cristal con azucenas blancas. Su aroma, suave y dulzón, impregna toda la estancia. Es una atmósfera agradable, serena y luminosa, que en nada invita a abandonar el apacible reposo en el que me encuentro. Oigo el cantarín gorjeo de los pájaros fuera, los imagino bajo el sol, revoloteando en círculos, bajo un cielo azul intenso. De repente ese gorjeo se ve ahogado por el tañir de campanas de la cercana Basílica Menor de San Ildefonso que cesa poco después, devolviéndome al más absoluto silencio. Un silencio blanco, me imagino, como de algodón de azúcar. Blanco, dulce y suave. Un silencio envolvente iluminado sólo por la luz solar en la que se motean unas diminutas partículas en suspensión.
El silencio de las mañanas de domingo.
Me levanto y voy a la cocina. Es agradable el tacto rugoso de la madera bajo los pies descalzos. Pongo un C.D. de Rob Steward mientras preparo un desayuno “de domingo”: zumo de naranja, café con leche y tostadas de aceite y tomate. Cuando dejo la bandeja sobre la mesa del patio, es cuando confirmo mi sospecha: una radiante mañana de primavera me saluda sonriente. Empiezo a notar los estimulantes efectos de la cafeína en mi cerebro. Huele a limpio a mi alrededor, ese característico olor a primavera que despierta el florecimiento de las plantas: la pasionaria trepadora ha crecido sin que haya sido capaz de notar esa evolución, las azaleas están flamantes de flores, igual que las begoñas, las pilistras presentan un brillante verde intenso… No cabe duda. Es primavera. El despertar de un domingo de primavera...
 
“Una pareja de jóvenes apuestos, acuciados por pasiones urgentes como la vida, se mira a los ojos al bailar un tango aún no escrito, en el salón silencioso y desierto de un transatlántico que navega en la noche.
Trazando sin saberlo, al moverse abrazados, la rúbrica de un mundo irreal cuyas luces fatigadas empiezan a apagarse para siempre”.
(“El Tango de la Guardia Vieja” de Arturo Pérez – Reverte)


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