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miércoles, 5 de junio de 2013

Mordekai, el Judío de Toledo.





El día se extingue. Con él languidece también la última luz de un sol que poco a poco se va ocultando, dejando al Tajo huérfano de su luminosidad plateada que serpentea bordeando la ciudad en sinuosos meandros. La atmósfera dentro de la Sinagoga del Tránsito es diáfana, atemporal. Rezuma una quietud y un silencio que se me antoja blanco y almidonado.

Mis pasos resuenan sobre la bruñida solería, su eco se pierde entre la geometría insuperable que confiere al interior una sensación de limpia claridad. Me adentro en la zona de culto, tras de mí Patricia me sigue en un reverencial silencio, absorta en la contemplación de cuanto nos rodea.

Imponente, aguardando el paso de los siglos que restan por venir, el paramento vertical se alza bajo la yesería mudéjar que lo reviste, con una suntuosidad decorativa que contrasta con la austeridad del exterior. Tapizándose finamente – bajo el artesonado de madera pintada con ricas incrustraciones de marfil - se labra una amplia temática heráldica que tiene como tema predominante la epigrafía. Lo observo, a los débiles destellos de un sol decadente que le otorga una majestuosidad soberbia. Me detengo, pausadamente y con profundo deleite, en la visión de las representaciones que, siguiendo los preceptos aniconistas de la Ley Mosaica, omiten cualquier representación de todo ser humano o animal. Me pregunto, entonces, qué alabanzas a Yavhé y salmos davídicos encierra el encaje abigarrado que se presenta ante mí.

Supongo que la experta mano de Samuel Leví ejecutó proverbialmente ese “horror vacui” hebreo, sin duda, influencia directa del ataurique musulmán. Le señalo a Patricia las hojas de parra propias de ese estilo y de nuevo me pierdo en la fachada sur, alzo la vista y con un gesto le indico que aquél, precisamente aquél, era el sitio destinado a la mujer durante la celebración del culto. Escrupulosamente separado por una amplia celosía de las indiscretas miradas de los hombres que pudieran, con ello, distraerse de la liturgia. Imagino ahora como el Rabino daba inicio a  la solemne lectura de la Torá desde una pequeña elevación a la derecha.

Me alejo hacia el lugar más oscuro de la estancia: un rincón dirección este y es, sólo cuando me encuentro a un par de pasos, cuando reparo en su presencia. Un anciano, envuelto en su talit para la oración y tocado por un kipá, entorna los ojos con la mirada perdida en algún punto del infinito. Sobre su brazo izquierdo luce las filacterias. Está tan ensimismado en la oración, que no ha advertido, aún, mi compañía. Me siento sobre el suelo y lo miro hacer. Apenas si cambia de posición, parece suspendido en algún recóndito lugar de los laberintos de su memoria, repasa – aventuro - la Ley Sagrada, con un casi imperceptible movimiento de labios. Me mira de reojo inopinadamente y sonríe:

-          “¡Shalom!” – me saluda.
-          “Shalom” – le contesto tímidamente -.

Es en ese momento cuando me tiende un cilindro de piel marrón oscuro, creo que es el Pentateuco, donde se guardan las Escrituras Sagradas. No me atrevo, casi, a tocarlo por temor a estropearlo, pero él me sonríe de nuevo, su mirada es de color miel, un color miel profundo, irisado de destellos dorados enmarcados por una infinidad de arrugas y surcos que dan fe de los muchos años que ya ha recorrido.

-          “Lo siento… No sé leer hebreo” – me disculpo en un susurro  para no alterar el silencio que reina a nuestro alrededor -.
-          “Solo reza, no te hace falta leer hebreo. Descubre a Yavhé”.

El anciano vuelve a sumirse entonces en un plácido estado de recogimiento sin dejar de sonreír. Intento imitarlo. No sé si estoy rezando, no sé si hablo con Yavhé, sólo empiezo a percibir una tranquilidad interior que motiva que, en mi imaginación, empiecen a tomar forma algunos conceptos: Toledo, tres culturas, calles empedradas, Mezquita, Zoco, Yeshiva…

Abro los ojos y descubro una ciudad muy distinta a aquella que he atravesado hasta llegar a la Sinagoga. Es como haber retrocedido en el tiempo. Camino bajo un cegador sol de justicia ahora, me acompaña un anciano – el mismo que me ha aconsejado momentos antes que descubriera a Yavhé -, me ha dicho que se llama Mordekai y es rabino en la Sinagoga. Me adentro, en su compañía, en un caos de callejones estrechos conformados por casas encaladas primorosamente, sobre los dinteles, esculpidas en la piedra, una infinidad de Estrellas de David parecen darme la bienvenida. Nos detenemos junto a una pequeña puerta de madera, un rectángulo oscuro que rompe la inmaculada blancura de la fachada. Mordekai introduce una llave de grandes dimensiones que lleva colgada al cuello con una cadena, en la herrumbrosa cerradura que cede sin esfuerzo para dejar paso a un amplio patio sobre el que se distribuyen el resto de las estancias, la puerta de acceso a cada una de ellas permanece abierta. Me apoyo sobre la pequeña fuente que hay en el centro. La sensación de frescor es inmediata, el incesante sonido del agua acompasa mi pulso hasta relajarlo mientras me invade una infinita sensación de sosiego. Cierro los ojos y me dejo vencer por el sueño, mientras oigo al Judío hablar en una lengua que no puedo comprender… O quizá sí.

-          “¡Increíble! – me sobresalta Patricia sacándome de mi estado de semiinconsciencia  - ¿has sido capaz de quedarte dormida sentada en el suelo?... Pensé que estabas en la parte de arriba, me ha avisado un vigilante de que iban a cerrar y he subido a buscarte… Venga levanta – me da la mano para incorporarme -, van a cerrar ya”.

Al salir, nos dirigimos hacia el centro de la ciudad, hacia la Plaza de Zocodover. En una de las empinadas calles me cruzo con un anciano que me sonríe al pasar, tiene los ojos de un profundo color miel irisado de reflejos dorados, a su paso me ha parecido percibir, en un casi inapreciable susurro, un breve saludo. Me vuelvo:

-          “Shalom Mordecai…” - le contesto en el mismo tono inaudible –
-          “Desde luego que estás de un rarito¿Qué has dicho?, ¿quién era ese señor?” – me inquiere Patricia a punto de perder ya la paciencia.

-          “Erm… no sé, lo he debido confundir con alguien, venga vamos… Te invito a unas cañas…” - Le dirijo una última mirada al silencioso anciano que camina lentamente calle abajo, sobre su coronilla se perfila un kipá  y tengo la absoluta seguridad de que su nombre es Mordekai.



A Toledo, la ciudad que me cautivó.

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