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martes, 27 de febrero de 2018

Un enano negro con azogue, una anticapitalista y la clase económica.








Llego exhausta y empapada en sudor a la puerta de embarque: portátil, bolso, trolley -de las dimensiones exigidas por la Compañía para ser considerado equipaje de cabina- a punto de eclosionar, temo que, en cualquier momento, su contenido acabe desparramado sobre el pulido suelo y el abrigo puesto, carezco de brazos ya en los que portarlo. Quedan más de cuarenta minutos para embarcar, saco el portátil y me dispongo a aprovechar el tiempo. Hay más pasajeros, en tránsito, procedentes de otros puntos que también tomarán ese mismo vuelo hacia Roma donde tendré que correr, otra vez, para alcanzar la conexión que me lleve a mi destino. Cada uno está a lo suyo, respiro hondo intentando apaciguar el estrés que me invade cada vez que salgo de viaje: los nervios que genera encontrar el vuelo en las pantallas, la incertidumbre del tiempo que llevará llegar hasta el embarque, no olvidar nada en la cafetería en la que has tomado un café malísimo después de pasar el control de seguridad y recoger todas tus pertenencias de las diversas bandejas donde las has diseminado y que acabas colocando rápidamente mientras te abrasas el paladar con el contenido del vaso de plástico. Es lo que tiene volar en clase económica: cargas con tu equipaje y no disfrutas de una sala VIP en la que amenizar la espera. Reparo en un niño pequeño justo a mis pies, repta por el suelo, se levanta, salta desde un carro porta-equipajes, grita, corre entre quienes aguardan la apertura de la puerta con caras de fastidio ante las molestias que provoca, me pregunto bajo la responsabilidad de quien estará. Consulto el correo. Levanto la mirada justo cuando el niño impacta contra mí golpeando el ordenador, le clavo los ojos entornados mascullando un “nene, te estampaba contra la cristalera como si fueras una mosca”. Se aleja, vuelvo al correo. No advierto que el señor que ocupaba el asiento de al lado se ha levantado hasta que en mi campo de visión entra una manita gordezuela de dedos cortos que invade el teclado golpeando las teclas aleatoriamente, el cursor escupe una hilera indescifrable de símbolos y letras. Pienso en que si aquél enano con azogue no fuera negro – sí, negro, como yo soy blanca o el que no tiene pelo es calvo – hace tiempo que habría puesto el grito en el cielo pero, claro, nos invade cierto pudor cuando el causante de la molestia es diferente. Le sujeto la mano y busco con la mirada a la persona con la que viaja, es una chica que habla por teléfono, al principio creo que es la hermana, no aparenta más de quince o dieciséis años pero no, es la madre, la interrogo con la mirada queriendo saber si piensa o no hacer algo. No suelto la mano del niño y se la exhibo. “¡Ay!, espera, mi ‘amol’ que Alfonsito ‘parese’ que la ha vuelto a ‘lial’ – le dice al auricular con el acento dulzón del Caribe– Ande, mi negro - ¡¿mi negro?!, toma ya y yo con escrúpulos – pórtese bien o no le daré sus chocolates”. El niño rompe en llanto, se tira al suelo y la emprende a patadas conmigo. Ya está bien, hasta aquí hemos llegado, yo soy blanca y el que no tiene pelo es calvo, el nene es un salvaje y ya puede ser verde aguamarina pero yo no aguanto esta tortura más. “Oiga, haga el favor de atender a su hijo”. Es lo que tiene volar en clase económica, ya lo ven. El señor que se sentaba a mi lado ha ido en busca de alguien del personal de tierra que se dirige a la madre llamándole la atención mientras él, en un perfecto inglés pincelado de matices italianos, me explica que el niño lleva con esa actitud desde que salieron de Miami la noche anterior. Sonríe mientras con el mentón me señala el periódico que alguien ha olvidado en el que aparece la foto de una irreconocible Anna Gabriel y sentencia: “Seguro que su compatriota no ha sufrido tales molestias durante su viaje a Suiza”. “Claro –reconozco devolviéndole el guiño- ella es anticapitalista y, sin duda, ya está acostumbrada”.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 26/02/2018.-

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