No comenzaré, hoy, mi
reflexión mediante el ñoño y pánfilo recurso al latín con un encopetado “¡vade
retro, Satanás!” ni seré, tampoco yo, quien les espute en pleno rostro
pintarrajeado, bajo una lluvia de agua bendita, la amenaza divina de una
potencial condena al fuego eterno, a esos esperpentos sobre ingentes
plataformas que han encontrado en la blasfemia una fuente inagotable de
inspiración carnavalesca parodiando, sin ningún rubor, escenas de una cargada
simbología para los creyentes católicos. No. No lo haré y no me disculpo por
ello, ya lo ven. Mi crítica hacia todos esos irreverentes que pueblan éste,
nuestro país, históricamente aquejado por una recalcitrante mala baba tiene
argumentos menos escatológicos y más mundanos y son, entre otros, que como
católica empiezo a experimentar un profundo hastío ante la continua ridiculización
de mi fe. Aplaudo vivir en un Estado aconfesional que garantice la libertad de
credo pero agradecería que, por éste, se reconocieran, también, mis derechos.
No hay conflicto posible: una persona puede – para mí perdiendo, con ello, todo
sentido del ridículo e, incluso, la dignidad – desvestirse o vestirse como
guste, pintarse y/o tocarse con un enorme penacho de plumas para divertimento
propio o ajeno haciendo uso de su libertad pero, sin duda, lo que no se puede
amparar es que lo haga a costa de la mía, algo por lo que tampoco voy a
disculparme. Tenemos la piel muy fina cuando se trata de preservar a ciertos
colectivos, llegando incluso a proscribir términos que pudieran resultar
hirientes – cuando un imbécil, es obvio, es y será toda la vida un imbécil, no
hay más, ni tampoco mayores paliativos para expresar una realidad objetiva: la
absoluta supremacía de la imbecilidad más arraigada – pero, en cambio, la manga
se torna muy ancha cuando de lo que se trata, en pro de la modernidad, es de
denostar la fe católica. Hay quien alude a la evidente cobardía de los autores
de semejante oprobio al evitar, en cambio, hacer broma con el Islam, ya sabemos
que cualquier afrenta al Profeta se paga con la sangre del infiel; nuestro
credo predica el ofrecimiento de la otra mejilla, bien cierto es, pero nada
dice acerca de una posterior actuación tras ese doble abofeteamiento siendo esta
ausencia de instrucciones lo que me lleva a cuestionarme qué pasaría si, los
católicos, haciendo honor a esos retratos costumbristas de la época de Goya que
decoraran un día la Quinta del Sordo, recrearan una de aquellas pinturas
negras: ‘Duelo a garrotazos’ tras saltar al escenario donde se caricaturiza su
fe. Supongo que los titulares serían “brutal ataque homófobo en pleno
carnaval”, “ultracatólicos la emprenden a golpes” o “quiebra de la libertad de
expresión”. Sería noticia el hecho y lo seguiría siendo, después, las
consecuencias judiciales derivadas del mismo. En cambio que, por segundo año
consecutivo, unos espantajos afeminados – dado que el uso de otro término no
sería políticamente correcto, amén de denigrante – no encuentren mejor modo de
hacer el indio que el de desairar y escarnecer al catolicismo no deja de ser
meramente anecdótico, transgresor e incluso, pobres idiotas, hasta original.
Maravillas del progreso y de su progresía. Y aunque el ‘Drag’ autor de tan
provocador numerito blasfemo – “arte” lo llamó - se haya declarado abiertamente
homosexual, no caeré ahora en la tentación de hacer chascarrillo fácil de su
siempre respetable condición pero sí me permito la licencia, sin tener que
disculparme –en Carnaval todo se permite-, de sugerirle otro argumento, en
similares términos jocosos y festivos, con el que dar rienda suelta a su, al
parecer, monotemática creatividad para el año próximo con una fantasía que bien
pudiera titularse “De plumitas y plumones, maquillaje y tacones". Pues si se trata de arte y no puede calificarse de cristianofobia tampoco podrá apreciarse homofobia en su próximo espectáculo. Bondades de la Santa Democracia por cuya
intercesión todo se concede, ya lo ven.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 19/02/2018.
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