“Del ridículo no se vuelve”,
fue la frase acuñada por el ex Presidente argentino Domingo F. Sarmiento en uno
de sus primeros libros – “Viajes por Europa, África y América” – y a la que
tanto gustó, luego, de recurrir Juan Domingo Perón en sus sarcásticas
advertencias a propios y extraños. En ella ando meditando últimamente y es que
razón no le falta a tan lapidario recado. Es cierto que llegados a este punto,
el hastío nos invade y ya nos reímos –será que no nos gusta la guasa a nosotros
cuando se trata de hacer escarnio del acreedor de nuestra antipatía – . Hoy
mientras, como es mi costumbre, dedico las primeras horas del día a nadar en la
piscina, pienso en ese ridículo en el que no sólo ha quedado, después de tanta
alharaca y demencial desafío en medio del inopinado ataque de gastroenteritis
aguda que ha sufrido, Puigdemont sino que puede, legítimamente, extenderse a la
totalidad de Cataluña e incluso, siendo lo más deplorable, al resto de España,
pues pese a nuestros denodados esfuerzos por conseguirlo no logramos
desprendernos de ese hálito de país de pandereta que nos viene precediendo
irremisiblemente ante la Comunidad Internacional –ya se sabe que ‘Spain is
different’-. Saltó el bravo payés de extraño flequillo al ruedo político dispuesto
a convocar unas elecciones que le hicieran salir airoso del lance, conocedor
del destino que le aguarda y en cuya senda le precediera su admirado Companys,
pero la presión de una facción de su propio partido y las protestas de los
energúmenos conjurados en la Plaza del Palacio de la Generalidad, al grito de
traidor y otras lindezas – más que merecidas y ganadas a pulso que cuando
tienen razón hay que dársela con independencia de la causa que motive el abucheo
– provocaron la virulenta colitis, natural por otro lado, cuando a alguien le
invade la sensación de vértigo ante el frustrado intento de acometer algo que
no pudiéndose hacer no se debería, jamás, ni haber intentado. Sigo braceando
mientras me vienen a la mente, cuan nítidas instantáneas inconexas cuya visión
se activa por algún extraño resorte de esa caprichosa asociación de ideas que
procesa nuestro subconsciente, la imagen de Carmen Forcadell pidiendo, a la
conclusión de una sesión parlamentaria y a modo de simbólico colofón de tan
esperpéntica mascarada, se procediera a cantar el himno de Cataluña, Los
Segadores, mientras es inevitable que, en mi cabeza, escuche los primeros
acordes de aquella sintonía tan familiar durante mi infancia: “…Había una vez,
un circo que alegraba siempre el corazón…” Y es que, aun reconociendo que lo
que está pasando, y no ha hecho sino empezar, no es para tomárselo a risa no
puedo sofocar las carcajadas que me produce el hecho de ver a unos pocos
empecinándose en vulnerar la legalidad pero recurriendo, paradójicamente en su
obcecada estupidez, a los mismos Tribunales que amparan su cumplimiento; no
puedo remediar tampoco que me hagan gracia los continuos “no declaro pero
suspendo sus efectos” o “voy a convocar elecciones pero… bueno, si eso, mejor
no”, el “sí y no” o el “no y sí” o, y esto es lo más desternillante pues me
imagino la escena entre un Puigdemont, desmadejado y tembloroso en ese callejón
sin salida al que su propia estulticia le ha conducido, y Oriol Junqueras, el
primero desesperado en plena huida hacia delante y el segundo, aunque tonto
también, ligeramente más avispado, haciéndole un grácil quiebro de cadera, ante
el ofrecimiento de dejarle expedita la Presidencia desde la que realizar la
declaración de independencia con la respuesta de “pasa, pasa tú… que a mí me da
la risa” que le dijera aquél gitano a su compinche tras recibir el inopinado bofetón
del guardia apostado tras el agujero por el que pretendían entrar... Todo dicho.
Y es que, aquí los salvapatrias, han terminado varando, tras el naufragio de su
aventura secesionista, en la desértica playa de un ridículo del que jamás podrán
ya regresar.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, Diario VIVA JAÉN, 30/10/2017.