Si lo que se pretendía era
homenajear, desde el patrio sentimiento de admiración y respeto, una época de
nuestra Historia reciente como fue la Transición Democrática, el fiasco no pudo
ser mayor. Esas Cortes Generales, en los 70 imbuidas de un prestigio y talento
integrador que hoy brillan por su ausencia, volvieron a convertirse,
nuevamente, en un circo. Y es que el paulatino fenecimiento de la gentileza
detentada antaño por brillantes oradores, de uno y otro signo, ha terminado hoy
materializada en la vulgaridad de los cantamañanas que, muy a pesar nuestro,
nos representan. Intentaba la Presidenta del Congreso, Ana Pastor, cumplir con
sus protocolarias funciones, como diligente maestra de ceremonias, imprimiendo a
su discurso un tan hiperbolado entusiasmo oficialista que me llevó a
cuestionarme si, en realidad, nuestra Historia no habría dado comienzo con la
campaña electoral del 77. El ambiente traslucía una nostalgia ñoña, cuasi
beatífica que obvió, no obstante, la ilustre presencia de uno de los artífices
vivos del agasajado período. El Rey emérito no asistió pese a ser uno de los forjadores
– o así nos lo han venido presentando los libros al dibujarlo como el vértice
del consenso entre las dos Españas – de nuestra Democracia. No sé si de modo
intencionado o no, desconozco si existió tal invitación o si la misma pudo ser
declinada, quien sabe si gustosísimamente, por Juan Carlos I aunque todo parece
indicar lo contrario, lo que sí me pareció es que Felipe VI pretendía arrogarse
unos méritos que en modo alguno podrían corresponderle y no es que pretenda
justificar, tal demérito, en su cada vez más evidente tendencia funcionarial en
el desempeño de un cargo institucional que bien parece escrupulosamente reducido
a un mero horario laboral, carente de todo compromiso con aquél amantísimo
pueblo que lo aclamaba tras su proclamación, una actitud, la suya, en total y
absoluta consonancia con el hierático desdén que muestra el rictus, frío y
lejano, de la Reina Consorte, cada día más estirada y encopetada. Lo cierto es
que yo sí eché de menos al padre del Rey, ese que jamás se refería al régimen
como “Dictadura” – el hombre mostraba así su agradecimiento hacia el dedo
divino por cuya obra y gracia pasó a ocupar un trono forzosamente vacante -,
ese Borbón, tan Borbón, que resulta simpático por su peculiar modulación y
forma, llana y casi gamberra, de excusarse cuando las circunstancias lo requieren
– “lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir” justificaba, de este
modo y con el único apoyo de dos muletas, la muerte de un elefante en Bostwana,
rubias aparte, mientras ponía un gesto a mitad de camino entre la sorna, la
compunción y el rubor de un párvulo sorprendido en medio de una travesura -,
una personalidad que dista mucho de la de su hijo quien se dio un inmerecido
baño de honores y gloria. No, no le correspondía. Será que Juan Carlos I ya incordia
o que no se contempla en el protocolo un superávit de coronadas testas en un
mismo acto o que, sencillamente, no se trataba de ninguna corrida de toros o alguna
‘castaña’ como cualquier inauguración de escasa proyección o la recepción de
invitados segundones pero en ese acto debió estar el Rey Emérito recogiendo la
gratitud y consideración mostradas por los asistentes hacia sus coetáneos,
aquellos que no imprecaban desde los escaños portando claveles rojos y leyendas
de un más que cuestionable gusto y pertinencia; los mismos portadores del
decoro y buen hacer, hoy inexistentes, a quienes hemos de agradecer las
libertades y derechos que un Estado Democrático nos otorga a sus ciudadanos por
el mero hecho de serlo. Felipe VI, en el 77, vestía pantalón corto pero recibió
las mieles del acto de conmemoración de las primeras elecciones democráticas como
si a él se le debiera algo; su padre, el Rey olvidado, tendrá que aguardar a
que surja algún ‘marrón’ que no demande la presencia del primer espada de la
Familia Real. Una pena. Una injusticia. Y una vergüenza.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca de diario VIVA JAÉN, 03/07/17
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