Recuerdo que me encontraba en
las postrimerías del último curso, siempre digo que mi fin de carrera estará
indeleblemente vinculado al trágico asesinato de Miguel Ángel Blanco. De hecho,
la mañana de aquél 12 de julio tras salir del Departamento de Derecho
Internacional, opté por examinarme de forma oral en lugar de esperar al ejercicio
escrito, me encaminé hacia aquella concentración silenciosa, una sórdida
vigilia apolítica integrada por gente de toda edad y condición a la ávida espera
de alguna noticia acerca de la inexorable sentencia de muerte que pesaba sobre
un concejal, apenas unos años mayor que yo, al no haber cedido el Gobierno al
chantaje etarra. Mientras cubría con pintura blanca las palmas de mis manos, en
aquél gesto que consiguió poner fin al terror experimentado, hasta entonces,
por la ciudadanía que se movilizó masivamente y que culminaría con espontáneos
y sentidos abrazos a ertzaintzas que prefirieron
desprenderse de los verdugos que les cubrían los rostros, por seguridad, para
recibir el agradecimiento de los vascos de bien a cara descubierta, libraba una
feroz lucha intestina: me embargaba la satisfacción de haber concluido mis
estudios universitarios -tenía la absoluta certeza de que aquél 12 de julio yo ya
me había convertido en licenciada en Derecho- entusiasmo que se debatía con el
sentimiento encontrado de la rabia contenida ante lo que, todo apuntaba, sería
un fatal desenlace. Revivo con nitidez la tristeza, la desolación, la angustia
atenazando miles, millares, millones de gargantas… Había elegido dedicarme a contribuir,
en la medida de mis posibilidades, a hacer justicia y paradójicamente me
topaba, a modo de estreno, con la cara más despreciable y vil de la injusticia:
la de ETA. Blanco falleció la madrugada del domingo 13 de julio, por la tarde
lo habían encontrado maniatado, descalzo, con la cara destrozada y agonizante en
un descampado de Lasarte-Oria. Su asesino le había descerrajado dos tiros en la
nuca. Aquella tarde nos habían descargado dos balazos a todos los españoles. Todos
fuimos Miguel Ángel esperando, de rodillas e inermes, los dos disparos que
pusieron fin a la vida de la que nació otra: el llamado espíritu de Ermua,
embrión del principio del fin de la banda terrorista. Ese espíritu inmortal que
nos sigue imbuyendo a la mayoría de los españoles se ha convertido, para una
minoría, en un fantasma. El fantasma de una ópera bufa en la que un siniestro
reparto de tenores, bajos, barítonos y mezzo-sopranos oriundos de la izquierda
abertzale más radical, heredera legítima de los asesinos etarras, reciben el alentador
coro sinfónico de las nuevas sabandijas cantoras, gestadas en los pútridos úteros
de regímenes totalitarios y amamantadas con dinero manchado, también, de sangre;
sus voces, cacofónicas y disonantes, son las mismas que amparan los impunes
asesinatos de víctimas inocentes. Ese fantasma poseyó, hace unos días, a la
Alcaldesa de Madrid quien no sólo declinó, inicialmente, otorgar el justo
homenaje a la memoria de aquél que posibilitó la primera gran derrota al miedo
sino que recriminó las formas a su propia hermana que sólo exigía el justo
reconocimiento hacia la dignidad del asesinado. Los muertos de ETA no son
patrimonio de ningún partido, pertenecen a todos los demócratas; los muertos de
ETA reivindican la paz cuando jamás hubo una guerra sino una tétrica y larga
pléyade de asesinatos en serie perpetrados por los cobardes que hoy se aúpan en
las instituciones públicas con el apoyo, precisamente, del partido que le dio a
Carmena la Alcaldía en Madrid de quien prefiero pensar sea la edad y el natural
deterioro cognitivo lo que le lleva a hacerse acreedora de meritorios abucheos.
El 13 de julio de 1997 no asesinaron a un concejal del Partido Popular, mataron
a un español, a un demócrata, a uno de los nuestros; veinte años después me
pregunto en qué bando se sitúan los apóstatas de la consideración a su recuerdo,
que es la de las otras 828 víctimas, pues me barrunto yo que mientras unos gritábamos
“¡ETA, aquí tienes mi nuca!” o “¡No estamos todos, falta Miguel Ángel!” otros, los
negadores, hoy, del pan y la sal, sostenían con firmeza la mano que empuñaba la
pistola.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 17/07/2017
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