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lunes, 10 de julio de 2017

Mi amiga Marisa, la hermana de Carlos.




Poso mi mirada en la suya asomándome a dos insondables pozos de tristeza azul muy claro, casi transparente. El velo de un desconsuelo glauco tapiza la alegría contagiosa que irradia habitualmente. Sonríe aunque sus ojos lloran; es un llanto seco, quedo, liberador de la tensión y del sufrimiento soportado durante los últimos meses. Volvemos a ser las adolescentes que, con la cara embadurnada de protector solar de colores fluorescentes, regresan después de una agotadora jornada de esquí, portando al hombro sus equipos, entre risas que se nos atascan en la garganta hasta hacernos aflorar las lágrimas, parecemos más un par de apaches chifladas que dos aficionadas a los deportes de nieve. De eso hace casi treinta años. Treinta años… toda una vida. Ni recuerdo ya cómo nos conocimos y aunque es cierto que nuestra travesía hacia la madurez ha sido muy distinta, siempre ha corrido paralela, cercana. Durante años ambas hemos residido fuera pero a nuestras respectivas vueltas nos hemos reencontrado como si no hubiera existido el tiempo ni la distancia. Es como, si de nuevo, acabáramos de bajar de aquél ruidoso autobús preñado de bastones, botas y tablas para dirigirnos al mítico Zahira de nuestra primera juventud en busca de unas cañas clandestinas, ni siquiera éramos mayores de edad. Como si el tiempo se hubiera detenido en aquellos días felices; como si la vida, aún, no nos hubiera hecho reaccionar con alguna de esas tremendas bofetadas tras las cuales envejeces de golpe sintiendo la caída, a plomo sobre tus hombros, de todos los años transcurridos. Un WhatsApp escueto pero rebosante de cariño había puesto fin a meses de incertidumbre “A las 13.47 mi hermano Carlos coronó su último pico, el más alto”. Aunque previsible, el desenlace resultó tan inopinado que, pese a haber ido conociendo diariamente el estado y evolución, me impresionó; debe ser que una jamás se hace a la idea. Respeté con mi silencio ese instante que entendí debía ser íntimo, un primer duelo, privado y necesario, durante los momentos posteriores a un fallecimiento para que, cada quien, lo somatice o lo exteriorice como tenga por conveniente. La acompañé desde la distancia, como correspondía, aguardando una nueva señal que supusiera su expresa anuencia para invadir esa esfera de dolor y pesadumbre, invitándome a estar allí, si era donde debía encontrarme. Aquél indicio se materializó más tarde en una llamada y luego en estos momentos de desguarnecida compañía en la cocina de una casa, testigo mudo de nuestras otras muchas vivencias anteriores, que destila una paz fraguada en la fortaleza del carácter férreo, generoso y abnegado. Percibo la templanza en su aceptación, serena, de la marcha de un ser querido sin perder de vista a otro, mucho más vulnerable y dependiente de que ella, Marisa, mi amiga del alma, no se derrumbe. Ha perdido a su hermano mayor pero sostiene, con todo el amor, delicadeza y esmero, a su hermana pequeña a quien conocí, en esta cocina, cuando saltaba en pijama rosa y zapatillas de paño con sólo tres o cuatro años de edad; la misma que me invitó a escribir una Reflexión acerca de la Asociación de Síndrome de Down; la misma a quien, ahora, procuramos abstraer de la punzante realidad de la partida de Carlos unas horas antes preguntándole por la receta de la tortilla de patata que tanto le gusta y que está cenando o de la fiesta que al día siguiente va a tener lugar en su Asociación. Acaba por irse a la cama arropada por la entrañable protección de Marisa quien se asegura de que duerme profundamente antes de regresar a sentarse en la enorme mesa familiar de madera, no es necesaria ninguna palabra: levantamos al unísono los vasos, como en los viejos tiempos del Zahira, deseándole un buen viaje a quien, de forma tan prematura, se ha ido y anhelando, también, que sean muchos más los momentos, buenos o malos, que aún nos queden por compartir en esta cocina…

Ahora, mientras escribo estas líneas en soledad, brindo por la siempre cándida adolescencia y por mi amiga Marisa, la hermana de Carlos.

Publicada en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, Diario VIVA JAÉN, 10/07/17.

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