Siempre me ha parecido un
síntoma de cauta prudencia no subestimar la inteligencia ajena aun cuando sea,
en la mayoría de los casos, atribuirle generosamente al de enfrente una
cualidad que no posee. Newton estableció que “toda acción conlleva una reacción igual y opuesta” lo que debería exigirnos
calibrar, previamente, los posibles efectos que una determinada acción u
omisión puede provocar, sopesando las probabilidades reales de que la misma
pueda ser neutralizada y garantizarnos una minoración de los daños que podamos
sufrir como legítima reacción a nuestra acción. Lo que parece obvio, con
frecuencia, no lo es tanto o puede –sí, quizás sea eso- que el pecado de la
soberbia lleve al incauto a creerse “el
listo de la clase” despreciando al común de los mortales que no alcanzan
ese elevado nirvana intelectual en el que se instauran los elegidos. En ello
ando pensando últimamente y habré de reconocer que por más que busque una
explicación lógica, irremisiblemente, siempre acabo varada en la solitaria playa
de la misma conclusión: es muy elevado el riesgo de ir de listo porque, donde
vayas, siempre habrá alguien que te supere. Siempre. Lo aconsejable es hacer
las cosas de manera correcta lo que eludiría muchos de los quebraderos de
cabeza que las irregularidades suelen generar pero cuando se opta por seguir la
oscura senda de los vericuetos de la ilegalidad lo mínimo que puede esperarse,
cuando te sorprenden en ese paseo furtivo, es la bonhomía de reconocerlo y
asumir las consecuencias, por nefastas que resulten, en lugar de mantener la
negación sistemática de los hechos o el burdo recurso a absurdas explicaciones
que evidencian, aún más si cabe, la torpeza del listillo que se creía impune.
En Jaén, tenemos un término que define a la perfección el espécimen al que me
refiero y no es otro que el de “sabeor”.
Un “sabeor” habla siempre desde el
convencimiento de encontrarse en posesión de la verdad absoluta, es experto en
todos los temas sobre los que diserta desde el elevado púlpito de la osadía de
su petulante ignorancia y es docto, no podría ser de otro modo, en cualquier
ámbito de opinión al sentar cátedra con sus asertos. Personalmente, amigos
lectores, no suelo dispensarle mayor atención al “sabeor” que la que le concedería a un mero bufón pero no he
soportado, jamás, esa actitud de altiva condescendencia que presentan cuando
soy yo con quien se miden y no porque me altere que me contradigan o que discrepen
de mi criterio sino porque no hay nada que me ofusque más que la infundada
creencia de que me he caído de un guindo. No. No lo tolero, en realidad, me
enerva. Que pretendan hacer lo blanco, negro, me repatea. Que dibujen una
situación que poco o nada tiene que ver con la real desde el necio
convencimiento de que tú vas a reconocerlo de igual modo tras sus explicaciones,
me crispa aunque la edad me haya domado el carácter hasta el punto de no entrar
en diatribas ni absurdas discusiones haciéndome optar, casi siempre, por un
silencio activo como reacción pareja y que se puede resumir en “tú di lo que quieras que yo haré lo que
crea” y concluido mi cometido, mirando con sorna a los estólidos ojos del “sabeor” de turno, con la satisfacción de
haber actuado tal y como me correspondía pero sin haber perdido ni un segundo
en discutir acerca de las patrañas y milongas que me haya querido vender, le
pregunto: “¿Qué más quieres, Federico, si
eres joven, alto, guapo y rico?”…
“A veces nos ciega la arrogancia y no somos conscientes de lo
elementales que son las cosas hasta que alguien nos pone delante de los ojos la
simplicidad desnuda de la realidad” (“Misión Olvido” - María Dueñas)
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 24/07/2017.
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