Ya los mauros, sufrieron su peor derrota en la Batalla de Simancas, en la que fuera, bajo la protección del Apóstol,
la mayor de las victorias que tuvieron lugar, engrandecida y mitificada por la
pérdida del preciado ejemplar del Corán
de Abderramán III, ante la constante amenaza
musulmana. Aquél día, los valientes caballeros cristianos, arrodillados en el
campo de batalla, encomendaban sus vidas al Altísimo antes de entablar
contienda, conocedores de su desventaja ante las huestes moras, cuando abriéndose el
cielo en dos descendió de él toda una cohorte de bravos guerreros capitaneados
por Santiago, en su imponente corcel blanco, flanqueada su derecha por el joven
mártir San Paio espada en alto, para auspiciar, en respuesta a sus plegarias, la victoria de las tropas del Rey leonés, Ramiro. Capitulación
que, no obstante, no quedaría sin venganza, pues nuevamente y en aquella
ocasión, los muyahidines, espoleados entonces por
el sangriento Almanzor el Victorioso, cargaron
y asolaron Santiago, sin atreverse, no obstante, a profanar el pequeño mausoleo
donde reposaban los restos del Santo, sustrayendo, a modo de injuriosa humillación
en aquella cruenta razzia, las
campanas que fueron obligados a portar, sobre sus hombros, los prisioneros
cristianos hasta su llegada a Córdoba, las mismas que tornarían, por idéntico
camino, a espaldas musulmanas, tras la Reconquista cristiana doscientos años
después.
No es casualidad, pues, que ya
desde la Reconquista, pasando por las guerras Imperiales y hasta nuestra
historia moderna, las tropas españolas, antes de cada carga, se encomienden al
Apóstol, invocando su protección al grito de “¡Santiago y cierra España!”. Tampoco es en vano Patrón de España:
Santiago el Mayor, el Santiño, el Apóstol Guerrero, el Protector.
Y aunque haya quien, a estas
alturas, aún no se haya enterado, nos hallamos ante otra Guerra Santa, la iniciada frente a Occidente por aquellos que han
llamado a la Yihad desde el Califato del
autodenominado Estado Islámico, hemos
sufrido ya el zarpazo de la bestia en países vecinos, mientras esperamos, resignadamente
y mirando hacia otro lado, como si esa indolencia nuestra fuera a indultarnos
de una condena ya sentenciada y a expensas de su inexorable cumplimiento, que no seamos nosotros, moradores del extinto Al Andalus, quienes reciban el mandoble
de la furia islámica, bañado en negro dolor y púrpura sangre, a la luz de una
media luna siniestra que se yergue en la oscuridad de la noche, pues pesa sobre
nosotros el lúgubre pronunciamiento: somos infieles y ocupamos el territorio que una vez
conquistaron.
Así que aunque sólo se deba a
que la intimidación propagandística de este radicalismo reviste serios tintes
de veracidad, a la silente apatía de nuestros dirigentes que no son, ni podrán
serlo jamás, como los fieros reyes astures o leoneses, o al profundo
convencimiento de mi fe en el Apóstol: hoy es la Festividad de mi Patrono,
permítanme celebrarla haciéndolo como desde hace siglos lo vienen haciendo
nuestros ancestros, honorables predecesores de los, hoy, españoles de bien, y no puede ser sino al
grito de ¡Santiago y cierra España!.
“Verás la maravilla del
Camino,
camino de soñada Compostela.
¡Oh lirio y oro! Peregrino en un llano entre
copos de candela”
(Antonio Machado).
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