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jueves, 28 de julio de 2016

El valor de lo que, de verdad, importa.



Son, apenas, las tres y media de la tarde cuando recibo, en mi casa, la inesperada visita de un repartidor del Club Gourmet, quien, en medio de un calor impenitente, me trae una caja primorosamente envuelta. Le firmo el albarán de entrega y tras darle las gracias, la dejo en la cocina preguntándome qué puede contener y, sobre todo, la identidad de su remitente. La abro despacio ayudándome de las tijeras y descubro en su interior unas botellas de buen vino, junto con una tarjeta de exiguo contenido que, no obstante, rebosa gratitud y afecto.

Sonrío, es inevitable no hacerlo, y pienso en la bonhomía de Clientes que, con detalles como éste, me instalan en el convencimiento y  esa serena paz de espíritu germinada al abrigo de la satisfacción por el trabajo bien hecho. Que valoren mi esfuerzo y reconozcan la labor, motiva, con gran frecuencia, una inyección de complacencia que no supone sino un nuevo aldabonazo sobre la acertada elección tomada hace ya casi veinte años, aunque siempre he dicho que yo no elegí mi profesión, más bien, fue ella quien me eligió a mí y he de reconocer que, si no me dedicara al ejercicio de la Abogacía, no podría dedicarme a ninguna otra cosa, al menos, no con la plácida sensación que me acompaña desde mis inicios, la de consagrarme, en cuerpo y alma, a lo que siempre ha sido un baluarte a lo largo de mi vida: contribuir, en la medida de mis posibilidades, a hacer Justicia, hoy, siguiendo la definición de Ulpiano, al practicar “el arte de lo bueno y de lo justo”, desde, y cada día es mayor mi certeza, una faceta quijotesca: luchando contra gigantes, que no molinos, vagando por amplias mesetas junto a mi fiel escudero, la Ley. Librando, en mi apasionante andanza, mil y una batallas.

Son múltiples las cicatrices que me recuerdan mi condición, una por cada pleito encomendado, y las inherentes consecuencias de vestir la toga, pues los atributos que la recubren deben ornar, siempre, el proceder de quien la porta: lealtad, decoro, sensatez, dignidad, trabajo, honradez, esfuerzo, mesura, justicia y verdad, términos todos que, no exentos de cierta evocación romántica, son los que han de regir la andadura del Abogado, tanto en el plano profesional como en el personal, no pudiendo desligarse sin incurrir en una malsana bipolaridad, siendo que quien se postula como buen profesional ha de ser, necesariamente, buena persona primero, al excluirse naturalmente, en esta ecuación, los signos opuestos.

Pienso ahora, mientras me dispongo a disfrutar de una copa de Ribera, en esos traviesos guiños que, en ocasiones, te regala la vida como cuando alguien te muestra su sincero agradecimiento sólo por cumplir con tu deber. ¡Salud!.

“El hombre es un auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber. El arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro y acompasarlo con el blanco para correr sin perder el equilibrio”.
(Platón)

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