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miércoles, 26 de noviembre de 2014

El grillo cantor y su insufrible necedad.

A todos, en alguna ocasión, nos ha pasado que hemos identificado a alguien con algún animal, ya sea por su comportamiento, sus rasgos físicos, sus cualidades o, simplemente, por esas extrañas asociaciones de ideas que se instauran en nuestra mente, semejando personas con animales y animales con personas. He de reconocer que a mí me ocurre con suma frecuencia.
Hoy, mientras me dirigía al Despacho, me he cruzado con alguien que, no sé por qué, ha activado ese resorte, provocándome, primero, la irreprimible sonrisa que, poco después, se ha convertido en carcajada al imaginarme la cómica imagen que, inopinadamente, me ha venido a la cabeza.
Los grillos… esos pequeños insectos, tan molestos como recurrentes, que en las noches de verano pueden llegar a convertirse en una tortura insufrible y por más remedios que intentes aplicar para extinguir su desagradable chirrido, éste se acaba instaurando en el ambiente generando un histriónico estado de nerviosismo que, termina – salvo en quienes gozan de esa envidiable virtud que poseen sólo aquellos que se abstraen en el vacío, envolviéndose en una nube de suave algodón que los aleja de la molesta realidad – en una iracunda explosión de mal humor.
Cri-cri, cri-cri, cri-cri…

Recuerdo las cálidas noches de verano en el campo, cuando por la ventana abierta llegaba, arrastrado por la suave brisa estival, el desgarrador chirrido de los grillos desde el jardín: cri-cri, cri-cri, cri-cri… Con el tiempo llegué a acostumbrarme a él hasta el punto de que ya pasaba desapercibido y sólo cuando conscientemente reparaba en ellos, los grillos, era cuando volvía a hacerse audible, aún cuando de forma ininterrumpida, esa sinfonía hubiera dado inicio al anochecer y se prolongara hasta los albores del nuevo día.
Lejos de molestarme o alterar mi sueño, pasó a convertirse en un arrullo, un sonido familiar y cotidiano. Imperceptible.

Desconozco la razón lógica, caso de existir la misma, que me ha llevado hoy a recordar mi infancia y los sonidos y aromas anclados en aquellos recuerdos, pero lo cierto es que, una vez más, he encontrado paralelismos entre el comportamiento animal y el humano, entrelazándose así, imágenes de entonces y de ahora, retazos de realidades, presentes y pasadas, que han motivado mi sonrisa interior.

El sonido, emitido por el continuo frote de las alas delanteras del grillo, que percibimos como un chirrido intermitente puede resultar molesto, es más, me atrevería a decir que odioso por cansino, pero, cuando lo ignoramos, parece desaparecer. No ocurre lo mismo, en cambio, cuando intentamos mitigarlo, pues no existe remedio alguno que pueda evitar este instintivo comportamiento animal. Bien, pues creo que algo similar tiene lugar cuando existe alguien plomo a nuestro lado, el típico “coñazo” que, prevaliéndose de tu buena educación, va lentamente adentrándose en la esfera de tu privacidad sin que tú, previamente, lo hayas invitado ni autorizado, en modo alguno. Cuando topamos con un espécimen de este tipo, ya lo he aprendido, es inútil intentar paliar su fastidiosa forma de absorber tu tiempo o tu libertad,  pues cualquier concesión que puedas realizar, en aras de las buenas maneras, es tomada por su parte como una victoria sin paliativos, la conquista de  un nuevo fragmento de ese territorio en el que jamás debería haberse adentrado, razón por la cuál, vengo observando, resulta mucho más útil y efectivo dispensar, como única respuesta, una total y absoluta indiferencia. Así, ante tediosos comportamientos recurrentes: INDOLENCIA, cri-cri, cri-cri…, la única réplica acertada a los numerosos y parece que inagotables intentos de aproximación: IGNORACIA, cri-cri, cri-cri.., es cierto que, como ocurre con esta clase de insectos, podemos llegar a pensar que el desagradable sonido será eterno, pero la clave está en esa abstracción de la que hablaba, el truco es, sin duda, envolverte en esa enorme y nívea capa de algodón que amortigua el chirrido haciéndolo inaudible y permitiendo su percepción sólo cuando, conscientemente, te propones escucharlo.  Pues sería imposible intentar razonar con un insecto, tanto como con seres humanos necios, y lo que no puede combatirse, por cuestiones obvias, es mejor omitirlo, de manera que el reparador descanso de una noche estival que, trae la liviana brisa perfumada con el característico aroma del verano, no se vea alterado por estridentes sonidos suspendidos en él, es más conveniente, según mi personal experiencia, acomodarse a su tolerancia, pues de ese modo se le estará condenando a su inevitable y forzosa desaparición.

Cri-cri…, cri-cri, CRI-CRI…, Cri-cri… cri-cri... Esa letanía pasa así a convertirse en algo que, por habitual, deja de captar nuestra atención hasta que fenece, sumida en los mares grises de la más absoluta indiferencia. Ha sido así desde el principio y así habrá de seguir siendo hasta el final.

“La estupidez insiste siempre”.

(Albert Camus).

martes, 25 de noviembre de 2014

Renè Goscinny, un joven pícaro y el país de los idiotas.



Sigo sin dar crédito al potencial mediático de una criaturilla de veinte años, con gran verborrea y un pobre expediente académico que ha motivado, no obstante, la proliferación de numerosos comunicados oficiales desmintiendo sus palabras por parte de las más altas instituciones del Estado: Vicepresidencia del Gobierno, Casa Real e, incluso, CNI. Es más, no puedo creer que la seguridad nacional se deje en manos de alguien que, con tan escasa edad, aunque vista trajes de chaqueta hechos a medida y corbatas de Hermès y se desplace en coches oficiales de alta gama, no se le conoce oficio ni beneficio, más allá del ‘postureo’ fotográfico con altas personalidades. Lo más grave, sin duda, no es que de vez en cuando salga a escena algún pillo, simpático y golfete, que ponga en más de un apuro a esta clase política, idiotizada y corrupta, para divertimento y disfrute de los españoles que empezamos ya a dispensarle cierta simpatía al caballerete, sino que el mismísimo Centro Nacional de Inteligencia, “cuna” de nuestros más avezados espías, se vea acorralado por un imberbe que, tras ser expulsado de un colegio religioso por su estrepitoso fracaso escolar, ahí anda el hombre, a trancas y barrancas con sus estudios de Derecho y nada menos que en CUNEF. Un ‘niño sabio’ dicen, aún cuando sus propios compañeros lo tachen de ‘zoquete’ que, digo yo, algún motivo deberán tener para realizar semejante afirmación…
El sábado tras esa entrevista a tan pintoresco personaje, seguí tan desconcertada como antes de que se produjera la misma, tan desconocedora de qué es lo que, en realidad, ha pasado con este mequetrefe, porque una de dos: o es una mente brillante o aquí los gobernantes son imbéciles… Y aunque dudo de lo primero y me inclino más por lo segundo, siempre me quedará la duda: ¿qué hay de verdad y qué de mentira en esta rocambolesca historia?.

Recuerdo que, durante mi infancia, eran numerosas las horas de lectura que dedicaba a las ‘aventuras del Pequeño Nicolás’, un niño travieso y simpático nacido de la imaginación de Renè Goscinny que, a pesar de sus denodados esfuerzos por portarse bien, siempre terminaba haciendo alguna trastada que, no obstante, enseñaba una sabia moraleja al joven lector. No pensé jamás que a mis más de cuarenta años iban a volver a encandilarme las andanzas del Pequeño Nicolás, si bien éste Nicolás es otro: Francisco Nicolás Gómez Iglesias, o Fran, que es como gustan de llamarle sus amigos. No habría podido imaginarme, nunca, como un pillastre con cara de bueno y cabello anillado, iba a clavar su glauca y angelical mirada en una cámara de televisión para mandar “mensajitos de aviso” a aquellas autoridades que intentan desvincularse, al parecer ahora, de quien ha venido siendo “el perejil de todas las salsas”, de manera que, según parece, si no estabas en la foto con el Pequeño Nicolás, no existías en política. Al estupor del inicio, causado por lícitos interrogantes sobre cómo alguien tan joven puede tener tanto morro para llegar, incluso, a ‘colarse’ en la recepción del flamante y nuevo Rey de España… o de cómo un mozalbete se pasea, impunemente, en coches de la flota oficial y goza de escolta, acude a la Universidad con un solícito chófer o posee esa lista de contactos de la que alardea, que promete ser aún más larga de lo que insinúa, siguió, poco después, el terror provocado por la esperpéntica situación: ¿será posible que este monigote esté poniendo en jaque al Servicio de Inteligencia del Estado?... Me vino entonces a la mente, salvando evidentemente las distancias, el gran Frank W. Abagnale Jr., que inspirara, en su día, la película de Spielberg “Atrápame si puedes”, pues las similitudes son innegables, y no me refiero – pues de momento no se ha producido en el caso patrio– a la condena que llevó a prisión a Abagnale por los delitos de suplantación de identidad, fraude, falsificación documental, ejercicio ilegal de profesiones, estafa o robo de bancos… ¿Terminará así el polluelo ibérico?...

No sabemos, y dudo que lleguemos a hacerlo algún día, qué encierra la mente de Fran y si realmente se trata de un genio, de un patriota o simplemente de un adolescente con delirios de grandeza y la cara muy dura, a mí personalmente poco me importa, aunque me preocupa ¿es tan fácil, entonces y según nos lo pinta, acceder a esas altas esferas?, en ese caso ¿debemos seguir sintiéndonos protegidos por nuestra Inteligencia?... Pero me resulta aún más inquietante en el supuesto de que, efectivamente, Francisco Nicolás hubiere sido elegido para realizar ciertas tareas, pues ¿realmente tenemos una organización institucional a la altura que los españoles nos merecemos?. A mí me parece una, sinceramente, de pacotilla, en la que los designios del espionaje y la seguridad, la Corona o el Gobierno se depositan en las inexpertas – aunque hábiles y a la vista está - manos de un adolescente que aún no ha sido capaz de aprobar el primer curso de su Licenciatura. Esto es de chiste ¿¡qué digo chiste!? de película de Almodóvar y como siempre, una vez más, España vuelve a estar a la cabeza…  del flagrante ridículo ante la Comunidad Internacional pues ya se sabe que ‘Spain is different’ que aquí ‘el que no corre, vuela…’ y quien ‘no mete la mano en la caja es porque ya la ha sacado’, que lejos de primar a científicos e investigadores, los expulsamos al vil destierro, pero eso sí, ensalzamos a personajes mediáticos que alardean, según  el caso, de su manifiesta incultura o del 'morrazo' que se gastan… Spain is different.

Veamos, si como en mi infancia, también en esta ocasión extraemos una sabia moraleja de las ‘aventuras del Pequeño Nicolás”…

Y dijo Napoleón Bonaparte:

“Siempre habrá pícaros, suficientemente pícaros como para comportarse como personas honradas”.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Caminando entre las sombras de la brisa.





Tengo el convencimiento más profundo de que, conforme van transcurriendo los años, nos vamos transformando en otra persona. Creo sinceramente que las alegrías, las penas, los fiascos y los logros personales nos van esculpiendo, a modo de impronta, tanto nuestro carácter como nuestra alma. A veces son leves rasguños o magulladuras que apenas si nos lastiman, pero nos contrarían, en ocasiones, en cambio, se trata de cicatrices que se han restañado tras un desgarro sufrido, pero cada uno de los episodios que vivimos, estoy segura, nos van transformando en un nuevo ser, distinto del que éramos antes.
Algunos lo llaman experiencia, yo he decidido llamarlo, simplemente, vivir.
Recuerdo cómo, cuando tenía apenas trece o catorce años, la vida se me antojaba un camino largo, el tiempo parecía quedar suspendido, en un lento y tedioso transcurrir que se acentuaba, aún más, durante los largos y cálidos veranos. Hoy, apenas si reparo en la rapidez de los días que se suceden, formando meses y convirtiéndose, después, en años. Mi recorrido vital, por lo general, suele ser agradable y solazado, tengo una vida que podría calificar, sin duda alguna, de plena, y con frecuencia mis jornadas se convierten en placenteros paseos, sintiendo la frescura de una brisa eternamente primaveral, si bien en ocasiones, no lo negaré, me sorprende la caída de la noche y las sombras que la abrigan que, no obstante, siempre culminan con un límpido amanecer en el que, de nuevo, doy inicio a mi caminar, reconfortada por ese liviano céfiro que se despereza a bostezos perfumados bajo la calidez del sol, en lento ascenso hacia el punto zenital de un cielo claro, límpido y azul.

Es tarde. Otro día más que, sin reparar en la hora, mi jornada laboral se ha prolongado en demasía, apago el ordenador mientras flotan en el ambiente las últimas notas de Memphis In June gravitando en la aterciopelada voz de Annie Lennox: Nostalgia. Intento componer cierto orden en mi mesa de trabajo. No suelo irme del Despacho sin dejar los expedientes apilados a un lado, siempre el izquierdo, en el orden exacto en el que, al día siguiente, deben continuar mis tareas. Hago, a continuación, un par de anotaciones en la agenda. Estoy distraída, me siento algo confundida y es cuando me digo, por enésima vez, que ni debe tenerse, jamás, a un “amigo” por Cliente ni permitir, nunca, que los Clientes sean amigos, pues se corre el riesgo de transgredir las líneas de la profesionalidad que definen la prestación de los servicios que constituyen el medio de vida. Suspiro contrariada, casi molesta, pero conmigo misma.

No es ésta la primera vez que pasa,  han sido múltiples las ocasiones anteriores y, me lamento, es evidente que no termino de aprender. Vuelvo a suspirar e intento desechar la idea que ocupa mi cabeza, lejos de producirme el menor beneficio, sólo consigue sumirme en un desalentador sentimiento de desencanto que termina instaurándome en el convencimiento, cierto y profundo, de la más ruin vileza humana.

Echo una última mirada a mi alrededor para asegurarme de que todos los aparatos eléctricos se encuentran apagados y cierro la puerta, introduzco la llave y escucho como lentamente se va deslizando la persiana metálica, el chirriante recorrido culmina con un leve “clack” que indica que el punto ciego de seguridad está en su tope, extraigo la pequeña llave y tomo el camino de regreso a casa. Hace una noche gélida pero despejada, las estrellas parpadean en la velada bóveda que se despliega, silenciosa, sobre mí, así que decido ir por el trayecto más largo. Me vendrá bien un poco de ese aire fresco para despejar la cabeza y serenar el ánimo agitado.

Las luces de neón atraviesan, en estridentes haces, el manto oscuro que hace ya algunas horas se instauró, envolviendo la ciudad. Apenas si hay tráfico e imagino que debe estar dando inicio el ritual del reparador descanso tras las ventanas encendidas jalonando los edificios que flanquean mi solitario paseo. En mi cabeza aún resuena el eco de la personal versión que la propia Lennox nos ofrece de aquella vieja canción de Ray Charles, Georgia… “Other arms reach out to me, other eyes smile tenderly still in peaceful dreams I see the road leads back to you I said Georgia, ooooh, Georgia, no peace I find just an old sweet song keeps Georgia on my mind…” Imagino que cuando alguien compone una canción dice mucho más de lo que pueda parecer, supongo que cuando un músico se expresa, lo hace a través de esas letras y melodías que siempre nos acaban hablando de algo que no será nunca lo mismo que el significado que pueda percibir otra persona, es más, estoy segura de que el autor piensa en otra cosa o tiene un sentimiento distinto al que a nosotros nos pueda suscitar… “other arms reach out to me, other eyes smile tenderly…”

Pienso ahora en aquellos seres que, en las diferentes etapas de mi vida, han aparecido un día, algunos para desaparecer poco después, por fortuna; otro,s para quedarse definitivamente; en las diferentes vivencias, algunas dolorosas, otras edificadoras, las hay nefastas y también divertidas, pero todas, absolutamente todas, enriquecedoras y esto es algo que he descubierto con el paso del tiempo. ¿Qué es el tiempo?. Creemos dominarlo, pero es sólo una falacia, pensamos controlarlo aunque carecemos de ese poder. El indómito, implacable y justiciero tiempo.

Recuerdo los inicios de mi carrera profesional, con poco más de veinte años, la inexperiencia la suplía, entonces, con mucha ilusión, pero finalmente, fue la experiencia la que, precisamente, terminó matando a esa ilusión. Hoy soy una persona mucho más curtida, en todos los aspectos, no ya sólo en el laboral sino, y puede que sea el más importante, también en el personal. Hoy soy ya, definitivamente, otra persona, ni mejor ni peor, otra distinta. Sonrío intentando imaginar cómo habrían sido actualmente algunas de mis reacciones del pasado, basadas en una inocencia, casi siempre mancillada y zaherida por seres nocivos a quienes, lejos de guardarles rencor alguno, les mostraré siempre mi mayor agradecimiento por la más valiosa enseñanza: es preciso conocer a alguien execrable para saber en lo que no quieres llegar a convertirte con el tiempo. El tiempo. Otra vez el tiempo… Me lo imagino como un anciano de luenga barba blanca y ojillos que destilan sabiduría – la que otorga la propia vida -, enmarcados por innumerables surcos dejados al paso de cada uno de los días que han ido transcurriendo indómitos, implacables... justicieros.

Se levanta ahora una brisa nocturna que trae consigo, en remolinos, algunas hojas secas, un hálito que, en las noches de invierno, hace acelerar el paso a los transeúntes solitarios que caminan entre las sombras de la ciudad, me subo las solapas del abrigo para protegerme de ella mientras noto los brazos y piernas entumecidos, imprimo a mis pasos una mayor velocidad. Sólo soy consciente de que he llegado a casa cuando, de modo maquinal, saco la llave y me recibe, tras la puerta que cede suavemente, el cálido abrazo de un aroma familiar: el de mi hogar. Me quito los zapatos, me encanta andar descalza sobre la madera, tibia ya a esas horas por el efecto de la calefacción, y me asalta, entonces, un profundo sentimiento de felicidad, el que sin duda embarga a toda persona que duerme tranquila, por la ausencia de remordimientos, que vive feliz, por la plenitud de su existencia, despreocupada, por el desconocimiento de las envidias ajenas y me pregunto, ya por última vez, qué empuja al ser humano a la más absoluta y miserable de todas las bajezas antes de sentarme, como cada noche, a reflexionar en mi butaca.

Thomas Hobbes  dijo “El hombre es un lobo para el hombre”, supongo que no le faltaba razón, pero por suerte, también el hombre es la mejor medicina para el hombre y no creo estar equivocada en eso…


jueves, 20 de noviembre de 2014

Lo que la vida le enseñó. Genio y figura…



Denostada y admirada en idéntica proporción. Envidiada y querida, así fue esa Grande de España que decidió, un buen día,  ponerse el mundo por montera.
Hoy, 20 de noviembre y tras una – considero – larga agonía, sin duda, otra muestra más de su indomable carácter, pues jamás hizo lo que se le dijo y no iba a ser una excepción esa de someterse sumisamente a la muerte a quien, estoy segura, le habrá hecho más de un corte de manga.
Así que María del Rosario Cayetana Victoria Alfonsa Fitz – James Stuart y Silva, Duquesa de Alba y Berwick y, de haberse conseguido la independencia, Reina de Escocia, por línea sucesoria, como descendiente de la dinastía Estuardo, ha debido decidir que había llegado el momento de marcharse, pues jamás se habría dejado vencer por ninguna imposición, y se ha ido, eligiendo para ello el Palacio de las Dueñas en Sevilla.
Podría Cayetana de Alba suscitar simpatía o aversión, pero lo que es indiscutible es que no dejaba a nadie indiferente, esa especial filosofía de vida, su personal percepción del mundo a mí, personalmente, me sorprendió cuando las descubrí en las líneas de su libro “Lo que la vida me ha enseñado”, en ese momento decidí que aquél pintoresco personaje, excéntrico en ocasiones e incendiario siempre, merecía mi consideración y no precisamente por ser la tataranieta de La Maja, sino por ser, simplemente, ella: una señora de 88 años que hizo hasta el último día lo que le dio su realísima gana de la manera menos ortodoxa, la suya propia, la de la Duquesa.
Descanse en paz.

Siempre he sentido fascinación, creo haberlo apuntado ya en alguna de mis anteriores Reflexiones, por los caracteres fuertes. Siendo numerosos los personajes femeninos que han suscitado mi interés: Hipathia de Alejandría, Isabel de Trastámara, María de Escocia, Ana de Mendoza Princesa de Éboli… o, en la historia más reciente, Irena Sendler, Martha Gellhorn, Margaret Thatcher, así como exponentes del arte en cualquiera de sus manifestaciones: Mary Cassatt, Georgia O’Keeffe, Frida Khalo, María Callas, Karen von Blixen, Leonora Carrington o la mismísima Annie Leibovitz… Si lo pienso, todas tienen en común una marcada personalidad que las hizo adelantarse a su tiempo, imponerse a una sociedad machista, reivindicando su lugar en el mundo, un lugar, el suyo, que les pertenecía por derecho propio y así lo dejaron patente.

Tras leer las memorias de la Grande de España más indómita me sorprendió, en primer lugar, su mentalidad, transgresora y auténtica, y luego la ausencia de tabúes, hablaba de todo con absoluta naturalidad, pero lo que subyacía en esa vida contada en primera persona era, sin duda, el carácter rebelde que la llevó a saltarse a la torera convencionalismos y protocolos, voló libremente desde el principio y así ha debido ser hasta el final.

Recuerdo que, cuando en las páginas de la prensa rosa, veía las instantáneas de una anciana disfrazada de hippy en las playas ibicencas, ataviada con modelitos imposibles en combinaciones coloristas antagónicas, me asaltaba un irreprimible rubor provocado por la vergüenza ajena que, entonces, aquella visión me causaba, llegué, incluso, a pensar que no debía andar muy bien de la cabeza aquella señora para salir a la calle con tan infames pintas… Luego me dí cuenta de que me dominaban los prejuicios, tontos y absurdos, pues siempre la había visto como esa descendiente directa de los Álvarez de Toledo, tataranieta de la musa de Goya y miembro de los Estuardo. Tenía el convencimiento de que una aristócrata, del más rancio abolengo, debía ser alguien políticamente correcto, de refinados gustos y distinguidos modales y me parecía tan ridícula como excéntrica, esa – creía yo – manía suya de mimetizarse con el pueblo llano, llegando a límites que entonces me parecían esperpénticos o chabacanos…

Ahora sé que estaba totalmente equivocada y se hizo necesario conocer su historia, narrada por ella misma, para descubrir un espíritu libre, con un personal sentido de la vida y de los valores que deben aderezarla, de lo que debería ser accesorio y qué lo importante. Fue cuando descubrí a Cayetana. A esa mujer que decía, riéndose para sus adentros, “se han enterado sólo de lo que a mí me ha dado la gana” y no le faltaba razón a esta Grande, no sólo de España.

Hoy Sevilla la llora, llora a su Duquesa y ella, seguro que emocionada y agradecida, se despide para siempre de su ciudad, entre naranjos y rumbas, mientras se aleja llevando consigo en la memoria el color del Guadalquivir y el aroma del azahar.

Vaya Usted con Dios, Duquesa…


“Aquí yace Cayetana, que vivió como sintió”

(Epitafio que la mismísima Cayetana Fitz-James Stuart eligió para su sepultura, según su libro. Nada más acertado, me atrevo a afirmar, pues de admirar resultó su vida, elegida, esculpida, modelada y VIVIDA a su muy personal modo: el que a ella le dio la gana. D.E.P.)

lunes, 17 de noviembre de 2014

Yo no odio Halloween.



Desconozco el motivo de esa aversión que algunos dicen sentir hacia Halloween… total, aquí siempre hemos tenido los huesos de santo, las gachas, las visitas al cementerio que, en esas fechas, se convierte en una feria multicolor y… la omnipresente representación de Don Juan y Doña Inés. No sé por qué hay quien manifiesta un profundo fastidio por el hecho de reírse de la muerte que es lo que, en definitiva, supone Halloween. En la España profunda, ese día huele a castañas asadas, a crisantemos, a canela y a chocolate, en México a pan de muerto y calaveritas dulces, al color amarillo del cempasúchitl y al de las Catrinas – o "calaveras garbanceras" -, en EEUU a “trucos o tratos”, a calabazas siniestras y a risas infantiles. En definitiva, en todos los sitios se hace una fiesta de la muerte, recordando a los que, de los nuestros, ya nos han abandonado. Me pregunto qué más dará, que la forma de celebrar ese día tenga un acento u otro, si es, a la postre, la excusa perfecta para pasar, en familia, un rato de diversión y risas.

Este año he organizado una fiesta para mis sobrinos y… sinceramente, no nos lo pudimos pasar mejor, tengo que reconocer de este modo, que yo no odio Halloween. Es más, me encanta y tengo el presentimiento de que hemos instaurado lo que promete convertirse en una larga – y esperada – tradición familiar.

      Llegué a casa de mi hermana cargada de bolsas y paquetes del material que emplearía en la decoración, las golosinas y los disfraces para aquella fiesta, tras varios mensajes de WhatsApp que, la pequeña Irene, nerviosa y alterada, me había enviado desde el teléfono de su madre urgiéndome a ir, “se va a hacer de noche y tiene que estar todo preparado” o "ven ya", decía. Tan pronto como se abrió la puerta, los niños salieron a mi encuentro, solícitos a ayudarme con la carga. Unos minutos después nos encontrábamos en el sótano en plena labor. Esparcimos sobre la amplia mesa, guirnaldas, naranja y negro, globos, cartulina, tijeras y papel de celo ... y tras un par de horas de frenética actividad, bajo mi supervisión, terminamos de colgar aquellos adornos en el porche de la casa, Laura e Irene me miraban expectantes, había llegado el momento que tanto habían ansiado, así que fuimos a buscar las pinturas faciales. Media hora después, ya estábamos listas para salir por la urbanización a la caza y captura de algún incauto al que asustar que luego nos premiara con algún dulce o caramelo.


      Previamente, ya había advertido de nuestra visita a una colega –y, me gusta decir a modo de coletilla cuando me refiero a ella, “sin embargo buena amiga” -, que nos esperaba, algunas casas calle arriba, con una fuente atestada de dulces que ofreció a aquellos pequeños esqueletitos, en zapatillas deportivas, que aguardaban extendiendo una bolsa en forma de tétrica, pero simpática, calabaza mientras miraban sonrientes a su tía. Deshicimos el camino, saludando a brujas, demonios, momias, monstruos, zombies y otros seres espeluznantes de pequeño tamaño que, indefectiblemente, iban acompañados de otros de mayor estatura, e intercambiando con ellos caramelos, galletas y gominolas. Cuando llegamos, ya nos esperaban mis padres, la sorpresa fue que también ellos se habían puesto algún detalle para mimetizarse con el ambiente: el abuelo llevaba una horrorosa dentadura postiza que daba realmente pavor bajo aquél gorro pirata y la abuela unas gafas de las que salían unos ojos ensangrentados que se movían sujetos por un muelle, aquél atrezzo provocó las divertidas carcajadas de mis sobrinos que rieron divertidos mientras simulaban asustarse para luego, ser ellos los que asustaban a los abuelos que corrían despavoridos por el porche. Tras recibir a un par de grupos de “criaturillas del mal” a las que obsequiamos con el contenido de aquél enorme bol que habíamos preparado colocando esqueletos y arañas sobre los caramelos, nos sentamos a la mesa a cenar, no pudo faltar el postre típico: las gachas dulces, los huesos de santo y los buñuelos.

      Aquella noche en familia, se vio alterada en alguna ocasión, por las continuas llamadas a la puerta que atendíamos, turnándonos para ver quién debía abrir y quién asustar al incauto visitante.


      Cuando los niños se acostaron, cansados pero felices, y nos quedamos ya los mayores disfrutando de la placentera conversación que suele aderezar una tranquila copa, pensé que, con frecuencia y por fortuna, en mi caso, los que allí estábamos, siempre buscamos excusas para pasar más tiempo con la familia, lo de menos era si nos habíamos reunido para celebrar los Santos, la fiesta de los Muertos o Halloween, me pareció llamativo que mi propio padre, tan amante de sus raíces y reticente a todo lo que sea hacer propia una costumbre ajena, hubiera participado tan activamente aquella noche, pero tengo el firme convencimiento de que lo de menos fue el por qué, sino el qué y el qué se reduce a tener una familia como la nuestra, para la que siempre es poco el tiempo que se disfruta en compañía del resto. Desconozco cuál será el recuerdo que, cuando crezcan, puedan llegar a tener de aquél día mis sobrinos, yo, por mi parte, siempre lo guardaré en mi memoria como una noche más, de las muchas en las que he sido feliz en compañía de esos seres que, sin elegirlos, constituyen mi mayor riqueza y orgullo: mi propia FAMILIA.

    Así que no, no odio Halloween, no podría hacerlo, es más, supongo que me he acabado convirtiendo en una de sus mayores defensoras, como símbolo de unidad familiar: la preparación de la fiesta, la diversión en compañía de los más pequeños y obviamente, el conjuro más maravilloso de todos, aquél cuyos ingredientes son: unas gotitas de cariño, un chorrito de risas, un puñado de besos, un par de kilos de abrazos y toneladas de amor que dan como resultado… chispazos de felicidad durante una terrorífica cena en la que esqueletos y piratas, brujas y zombies terminan compartiendo una gran fuente de gachas dulces, huesos de santo y buñuelos, mientras aguardan la visita de otros seres aterradores para invitarlos a caramelos…



      “Es la noche de los espíritus y los muertos vivientes, caminando bajo la luna observarás la imagen de una bruja en la escoba, carcajeándose con una risa estridente… el mundo festeja el momento en que los vivos y los muertos se unen…”


     Como ya ha ocurrido en otras ocasiones, mi Reflexión de Halloween va dedicada a esas personitas que constituyen el corazón de la familia, el futuro de la perpetuidad y creo, que nuestro mayor orgullo... Para mis seis "terroríficos" duendes: Marta, Álvaro, Laura, Irene, Gonzalo y Victoria... Para que algún día seáis vosotros quienes busquen la excusa perfecta para compartir un rato en familia, la vuestra, la mía... la NUESTRA.