Todos tenemos algún escritor que, por
una u otra razón, consigue atraparnos, haciendo que sus obras ocupen un lugar
preferente en nuestra biblioteca. Yo tengo varios, pero sin duda, una de mis
predilectas ha sido, es y será siempre, Ana María Matute, doña Ana María Matute, la
Gran Dama de las letras en español.
Comencé a leerla a una edad muy
temprana, supongo que mi padre me recomendó la lectura por la visión infantil
con la que se encontraba redactada pero, con el tiempo, descubrí que esa
apariencia inocua e inocente encerraba grandes metáforas de la realidad social
española… Con “Los Abel”, su primera novela, dio inicio mi periplo, más tarde
llegarían “Paulina, el mundo y las estrellas”, “Los niños tontos”, “Los hijos
muertos", “El Polizón del Ulises”, “Algunos muchachos y otros cuentos”, “El
aprendiz” o ese maravilloso “Olvidado rey Gudú”… y enumero ahora, sólo algunos
de sus libros, pues no creo que haya dejado de leer ni uno sólo.
La Gran Dama nos ha
dejado y lo ha hecho cuando se le ha antojado, pues jamás habría permitido, y
así me consta, que nadie le dijera lo que tenía que hacer. Mi relato de hoy es, tan
sólo, mi humilde homenaje póstumo a la Señora del cabello nevado que se marchó tras el
olvidado rey Gudú…
Tras
calcular el tiempo que, a la mañana siguiente, me llevaría llegar desde mi
hotel al Juzgado, para asistir a la vista, decidí callejear un poco por aquella desconocida ciudad.
Aunque era un día de primeros de primavera, el calor apretaba a aquella hora de
la tarde o, al menos, la sensación térmica era asfixiante, sin duda, por la
humedad del mar a la que yo no estaba acostumbrada. Llegué casualmente a la puerta
del Jardín Botánico, ya desde allí se percibía una temperatura más fresca y
entré buscando el alivio a la sombra de aquellos enormes árboles. Estuve
paseando un rato, maravillándome ante aquellas especies tan diversas, cuando descubrí una
cafetería acristalada, sin duda se trataba de un antiguo invernadero
reconvertido, a cuya entrada se diseminaban algunas mesas y sillas en forja blanca,
sólo había dos ocupadas. Me senté y esperé a que un solícito camarero con
chaleco y manguitos, perfectamente peinado a raya con abundante gomina y un
bigotito de época, se acercara a recibir mi comanda. Me llamó la atención la
amplia carta de ginebras que ofrecían en aquel curioso lugar, ambientado como
un cafetín de finales del siglo XIX. Aguardé a que me sirvieran la Brockman con tónica por
la que, finalmente, me había decantado, mientras sacaba mi cuaderno verde para
tomar algunas notas, aquél sería el escenario de un nuevo relato, decidí. No sé
el tiempo que transcurrió, cuando reparé en la señora de melena blanca sentada
en la mesa de al lado. La anciana me escudriñaba sin ninguna expresión, fijaba
sus ojos en mí y sonreía. Le devolví la sonrisa, algo incómoda, y retorné a las
líneas que, aquella tarde, se resistían a ocupar, en renglones regulares, las
impolutas páginas de aquél cuaderno que siempre llevaba en el bolso. La
sorprendí un par de veces más, con la vista clavada en mí, entonces desistí.
Cerré el cuaderno, dejando la pluma sobre él.
-
“Es una pluma
preciosa, joven. Yo también utilizo pluma, es una lástima que la tecnología la
haya relegado, convirtiéndola en un utensilio difícil de encontrar en uso ya.
La suya, sin duda, es un precioso ejemplar”.
-
“Sí, gracias”
– contesté algo azorada -.
-
“¿Me permite
verla?” – preguntó la octogenaria haciendo ademán de levantarse -.
-
“Por favor…” –
me puse en pie rápidamente para evitar que hiciera lo que se me antojó debía
parecerle, un ímprobo esfuerzo. En dos zancadas me aproximé tendiéndole la
pluma que tomó con gran delicadeza de mi mano y se acercó a los ojos. Detecté
entonces unos dedos maltratados por la artrosis, deformados y retorcidos, pero
que habían sido, sin el menor género de dudas, elegantes en su día. Finos y
largos aún retenían parte de la nívea belleza que un día hubieron de detentar.
-
“Sí, es desde
luego, una auténtica belleza… ¿usa tinta negra?”.
- "Sí, siempre
he utilizado la tinta negra para escribir. La primera pluma, una Parker me la
regalaron mis padres cuando empecé el Bachillerato y…desde entonces no he usado
bolígrafo, supongo que ya no sabría escribir con él…”.
-
“He visto que
anotaba algo en esa libreta Moleskine… ¿qué era?...” – inquirió con avidez -.
Noté que me ruborizaba ligeramente y tardé
unos segundos en contestar aquella pregunta directa que, a pesar de todo, no
resultaba impertinente, el tono era educado aunque firme y denotaba un interés
sincero.
-
“Bueno, verá…
me gusta escribir y suelo tomar notas que luego desarrollo en relatos”.
-
“Interesante,
me gustaría leerlo. ¿Puedo?”.
-
“Lo siento –
me excusé con nuevo azoro – pero no suelo permitir que nadie lea mi cuaderno. Tengo un Blog y
sólo cuando lo publico es cuando…”
-
“Me parece
bien, joven. Esos apuntes forman parte de su intimidad, Vd. decide cuando o no
pueden leerse. A mí me pasa igual, no me gusta que nadie husmee en mis cosas y
menos aún en mis escritos. Si Vd. me hubiera permitido su lectura me habría
defraudado, es más, aún cuando estuviera leyendo un manuscrito de Goytisolo me
habría parecido una soberana estupidez…” – Sonrió, señalándome con un
gesto la silla vacía junto a ella – “Siéntese, he visto que también toma gin
tonic, tómese otro conmigo, por favor, yo invito”.
Dudé
aún cuando su tono no dejaba lugar a ningún titubeo. Le pedí que me diera un
segundo para recoger mis enseres de la mesa en la que había estado sentada,
mientras intentaba procesar toda la información, oral y visual, que había
recibido durante aquellos minutos: pelo blanco, bolsas muy marcadas bajo los
ojos, anciana octogenaria, la referencia a Juan de Goytisolo, la pluma, ella
escribía… ¡Dios!, ¡era ANA MARÍA MATUTE!. Cuando dejé el bolso junto a las dos
botellas, ya vacías, de tónica dispuestas en hilera junto a su copa, aún
experimentaba un ligero temblor.
-
“Antes ha
pedido una Brockman… tiene un buen gusto para la ginebra, creo que yo tomaré
otra”.
-
“Bueno… a lo
mejor ya va a ser ya demasiado…” - miré inconscientemente los restos de
tónica en los botellines y la copa de balón con el hielo ya derretido.
-
“Joven… Vd. no
tiene la apariencia de permitir que nadie le diga lo que puede o no hacer: yo
tampoco lo permito. Llevo, desde que tengo quince años, tomando gin tonics cada
día, es más, me dan la lucidez suficiente para seguir escribiendo o… ¿acaso
cree que cumplir años nos aparta de los pequeños placeres de la vida? – el tono
severo quedó atenuado por una dulce sonrisa -. Y no cometa Vd. ahora la
ordinariez de decirme que <<en su época…>> -
impostó ligeramente la voz -, mi época, amiga mía, es exactamente ésta: la misma que la suya,
Vd. con toda probabilidad no pase de los cuarenta, yo, seguramente, le doblo la
edad, pero es mi época, tanto como suya. Y ahora déjemos ya de más bagatelas y
tantas fruslerías… - buscó al camarero con la mirada - ¡Otro gin tonic!, yo invito a
la señorita… Por cierto, llámeme Vd. Ana María…”
Clavó
en mí una mirada cálida, inteligente y llena de vida y dio inicio a una larga
conversación sobre la
Literatura, vista por esta Gran Dama para la que las letras no
fueron sino “el sentido mágico de la vida”.
“Ay,
querida niña- dijo el Trasgo-, ¿qué son unos cuantos años más o menos para
quien vive inmerso en los siglos de los siglos? Nada, querida niña, nada.
Y bebió con fruición, no exenta de temblores,
un buen trago de cierto vinillo sonrosado que guardaba para las grandes ocasiones.
Pues el temor que le inspiraba la
Vieja Dama sólo era comparable al cariño que sentía por la Reina Ardid”.
(“El
olvidado rey Gudú” – Ana María Matute)
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