A todos, en alguna ocasión, se nos ha
interpelado, intentado así inopinadamente captar nuestra atención, con el
aforismo “¡Qué estás pensando en las
musarañas!”, locución, ésta que, personalmente, considero errónea, puesto
que, de conformidad con mi parecer, el sujeto en cuestión, en ese preciso
instante en el que es sorprendido, no se encuentra “pensando en” sino “hablando
con” las musarañas, inmerso en ese diálogo que tiene lugar en un lenguaje
que resulta incomprensible para el molesto espectador. He aquí mi
particular teoría:
Hace años, muchos, tantos que, en
ocasiones, no soy capaz de datar el momento con precisión, descubrí un lenguaje
que suelo practicar de manera, cada vez más, habitual y cotidiana. Siendo frecuentemente el
momento propicio para ello aquél que se produce cuando la realidad que me rodea
carece del más mínimo interés para mí, me resulta tediosa o… simplemente,
empieza a germinar en mi interior una clara y repentina inapetencia a introducirme, tomando
parte activa, en una conversación insustancial cualquiera, lo que, por
otro lado, detecto que se produce con una recurrente, que no preocupante, frecuencia.
Es así como da inicio, entonces, mi
especial diálogo con las musarañas que, irremisiblemente, me resultan siempre
mejores conversadoras que la gran generalidad, siendo ésta una charla amena y
distendida y llevada a cabo con una grandísima discreción… o así lo espero, sin
que llegue, no obstante, a preocuparme lo contrario.
Reconozco
que la gente, en general, me aburre y que, determinadas personas además, en
particular, me cargan. No lo puedo – ni quiero – evitar. En estas cuatro
décadas ya he trabado cuantas amistades precisaba y eran recomendables y
durante todos estos años, las mismas, han llegado a conocerme perfectamente.
Motivos ambos, por los que ni tengo ningún interés en engrosar mi lista de
amigos, ni pierdo, tampoco, mi tiempo hablando, cuando lo que realmente importa
son, siempre, los hechos.
Creo
que no soy de hablar mucho, es más, prefiero escribir. Siempre lo he preferido.
Jamás doy explicaciones, siendo la principal razón por la que, tampoco yo, las
pido nunca. En definitiva, me dedico a estudiar y a practicar, cada día con
mayor ahínco, si cabe, ese precioso idioma comprensible tan sólo para las musarañas,
las mías. En realidad, son las únicas conversaciones que no terminan
saturándome y ellas, mis musarañas, las singulares oradoras a quienes no considero un pestiño.
Sí, lo reconozco: me encanta “estar” – aún cuando en mi personal
concepción sea “conversar” – en las musarañas.
¿A
quién no se le “ha pegado alguna vez un chicle en el zapato”? y con ello no
aludo ahora al viscoso pisotón que adhiere la suela a la acera, sino al martirio sufrido cuando alguna persona “plomo” que, con gran insistencia
por su parte y a costa de tu paciente educación, intenta “meterse a rosca” en tu
vida, absorbiendo tu tiempo, libre o no que eso al coñazo de turno le resulta
indiferente, y acaparando una atención que, desde luego, a ti no te suscita, al
resultarte, desde todo punto, un ser insustancial o soez y, hasta el
desafortunado momento en que entró en tu vida, total y absolutamente
invisible. Bien, pues para mí, ese es el típico episodio en el que prefiero un
largo coloquio con las musarañas, frente una realidad que se me antoja cargante en extremo, dado el hastío producido por la persona en cuestión.
Otro
supuesto se da cuando, por razones totalmente involuntarias, te ves obligado a
soportar, con gran estoicismo, un discurso que no tiene, para ti, el menor
interés, ya sea por cuestiones laborales – un Cliente que te da todo tipo de
explicaciones, para las que se remonta a la época de los visigodos, por
respuesta a la pregunta, simple y precisa, de “¿cuándo firmó Vd. el contrato
del que me habla?” – o bien, sociales: pienso ahora en una de esas reuniones
convencionales, en las que, agotada ya la siempre acertada, por
típica y esperada, posibilidad de conversar sobre la climatología, da inicio,
primero tímidamente y luego ya de un modo locuaz, de irritante incontinencia verbal, una retahíla de batallitas sobre las monerías de los
hijos ajenos o chismes intrascendentes, por resultarte indiferente la persona
sobre la que los mismos versan y que, nuevamente a mí, me abocan a esa solazada
charla con las musarañas.
Y,
por supuesto, no puede faltar este diálogo interior cuando, en plena sala de
vistas, el Compañero que toma la palabra para dar trámite a su Informe de
Conclusiones, se excede en su celo, reproduciendo, literalmente, todos y cada uno
de los términos empleados – signos ortográficos incluidos - en su demanda, o bien,
en su contestación, durante unos largos, tediosos e insufribles quince minutos
de intensa agonía... Empieza entonces un hormigueo en la base de la nuca que se va
extendiendo lentamente hacia arriba, reconozco en él la llamada de atención,
inequívoca y ansiada, de las musarañas que, inmediatamente, captan mi atención,
pues el diálogo con ellas es más agradable e, infinitamente, más interesante.
En
definitiva, según mi personal experiencia, creo que cumplir años, al menos es
así en mi caso, se reduce a un incremento, cada vez mayor, de mis
usuales conversaciones con las musarañas. La realidad que nos rodea y los seres que, a mi pesar, la
integran, aún cuando intente mantenerlos fuera de mi vida, ya sea por
petulantes, aburridos, nocivos o estólidos, cada vez se dibuja menos
interesante, encontrando, de este modo, todo el encanto en ese mundo interior
en el que sólo mis amadas musarañas poseen un lugar preferente, junto con mi
familia y amigos, bajo un cielo azul en el que se mecen las nubes de algodón al soplo de un vientecillo tibio que me trae esa paz del espíritu.
“¿Qué hace falta para ser feliz?: un
poco de cielo azul sobre la cabeza,
un vientecillo tibio y… la paz del
espíritu”.
(Andrè Maurois – Novelista y
ensayista francés).
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