A pesar de los descalabros sufridos a
lo largo de la Historia,
ya sea ésta la pasada o la más reciente, me siento orgullosa de ser española,
quiero a mi país y, aún a riesgo de
recibir la calificación de “facha” que, por otro lado, poco o nada me importa,
debo decir que amo profundamente los colores de mi patria, aquellos que el
propio Carlos III instaurara como enseña distintiva de nuestros buques y naves.
Ayer, la bandera rojigualda ondeaba en mi balcón, jugaba mi Selección y perdió.
Hoy, 19 de junio de 2014, continúa en él, orgullosa y altiva, como siempre
debió ser. Nuestra Historia ha dado un giro inesperado, que gozará de mayores o
menores aprobaciones, pero que atañe a mi país, a mi realidad, y quiera o no,
formo y formaré parte, siempre, de esta nación de antiguos y memorables logros,
valientes conquistas y luctuosas pérdidas y equivocaciones, pero es y será España, la mía, siempre.
No
soy monárquica, no lo he sido nunca y no creo, sinceramente, que termine por
serlo algún día, aunque reconozco que Felipe despierta mi simpatía. No sólo
porque comparta el nombre con aquél otro insigne bajo cuyo reinado “jamás llegaba a ponerse el sol”, ni
tampoco – aunque así pueda pensarse dada mi especial predilección por lo
castrense – porque en tan memorable día luzca el fajín rojo, distintivo de
Capitán General o las Grandes Cruces al Mérito Militar, Naval y Aeronáutico. Verlo
de uniforme, con tan regio porte, luciendo la banda de la Orden de Carlos III y
asegurando, tras jurar la
Constitución, que no escatimará esfuerzo alguno al servicio
de esta Gran Nación que un día fue España, la España Imperial
que jamás debió dejar de serlo, le ha hecho acreedor, cuanto menos y sin la
menor duda, de mi profunda estima.
Hoy,
a ese joven de sonrisa fácil y envidiable formación que podríamos, sin temor a
equivocarnos, calificar de impecable y actual, pues no es sólo jurista, sino
que tiene unos amplios conocimientos económicos, domina varias lenguas y parece
ser un tipo sencillo y de gran sentido común, le han cedido una corona y un
cetro que, ya me barrunto yo, deben pesar más de lo que parece. Hoy a Felipe,
le han nombrado Rey, desconozco, no obstante, si por la gracia de Dios.
Si
intento ponerme en su lugar, una sensación de vértigo me invade, pues la
responsabilidad que ha asumido es ingente, no ya sólo porque los escrutadores
ojos de la Historia
se hayan posado en él, los mismos que antes lo hicieran sobre su regia estirpe,
con sus claroscuros, que si por algo se han caracterizado los Trastámara, después
los Austrias y, finalmente, los Borbones ha sido por ser, sobre cualquier otra
cosa, humanos y no me refiero a esa cualidad de empática comprensión tan
encomiable en toda persona de bien, sino a ser, precisamente, falibles y tener,
todos ellos al igual que nosotros, miserias y deshonras más o menos expuestas pero
que a la condición humana resultan inherentes. Si bien, en pleno siglo XXI
éstas, sin duda – aunque obedezcan, siempre, a los mismos instintos – tendrán
una mayor proyección… Sino, y sobre todo, porque a él y solo a él compete
mantener la UNIDAD
de este Reino “al revés” que ha heredado, pues en esta época convulsa en la que
los más recalcitrantes republicanos de guillotina tricolor, sorprendidos por un resultado electoral
que, indudablemente, no volverán a detentar, pregonan y postulan modelos
educativos y sociales similares a los de los países nórdicos – monárquicos y capitalistas paradójicamente- o los nacionalistas más
reaccionarios que pretenden tener una identidad propia y soberana fuera del seno
materno pero sin dejar de chupar de la teta de España, todo ello, además, ante
la indolente mirada de un pueblo lacerado por una crisis que parece no tener
fin, enmarca un panorama en el que se ha instaurado la corrupción más impune
que alcanza, incluso, a la propia institución real… Dichosa y bendita herencia ésta
que yo para mí no quisiera.
Difícil
lo tendrá, Majestad, que aquí si de algo estamos sobrados es de mala leche, no
obstante, le diré que no encontrará en mí a su peor detractora, conformándome y
exigiendo, también, no sólo el cumplimiento de sus obligaciones con lealtad, honor y
ejemplaridad pues Vd., Ilustrísimo Señor, representa a mi noble país, del que pese a
todo, me sigo sintiendo orgullosa, sino que deberá, además, demostrar que se
preocupa por su Pueblo, ese que hoy ha salido a la calle con banderas
nacionales a aclamarle como Monarca vitoreando su nombre, sea así, por tanto, cercano,
protéjalo y empatice con él, en las alegrías y en los sufrimientos, que no son
pocos. Pues no merecen menos al ser hijos de esta gran Nación a cuya cabeza se
acaba de situar Vd. mismo.
Y
así fue como, en un día de junio, dio inicio un nuevo capítulo de la Historia, mientras el Rey
Felipe VI de Borbón y Grecia, salía a saludar a los españoles desde el balcón
del Palacio de Oriente nuestras valientes y aguerridas huestes, en pantalón
corto y botas de tacos, recibieron, tras una breve conquista de la supremacía
futbolística, las cruentas venganzas de los rencorosos espíritus de Justino de Nassau y de Lautaro, cuyas sendas humillaciones, quedaran
inmortalizadas, la primera, en ese cuadro de Velázquez que, si ya antes admiraba, ahora bien sabe Dios que
idolatro: La rendición de Breda y la
segunda, gracias a Alonso de Ercilla,
en esa épica obra de La Araucana, con los brutales y despiadados
mazazos de cinco y dos goles, respectivamente, que nos dejaron con la boca
abierta y las nalgas al aire… pero ondeando, siempre, nuestra bandera.
Esperemos,
Majestad, que no sea éste vaticinio alguno del reinado que ahora, tan
ilusionado, emprende, pero si lo fuera, sepa Vd. que siempre quedará el orgullo patrio sosteniendo nuestra grandeza roja y amarillo gualdado, mientras viva un solo español, que de casta le viene al galgo.
¡Viva
España, Viva el Rey!... ¡Santiago y cierra España!.
“Con la patria se está con razón o
sin razón;
como se está con el padre y con la madre”.
(Antonio Cánovas del Castillo)
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