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jueves, 19 de junio de 2014

El día de junio que cambió la Historia de España.




A pesar de los descalabros sufridos a lo largo de la Historia, ya sea ésta la pasada o la más reciente, me siento orgullosa de ser española, quiero a mi país y,  aún a riesgo de recibir la calificación de “facha” que, por otro lado, poco o nada me importa, debo decir que amo profundamente los colores de mi patria, aquellos que el propio Carlos III instaurara como enseña distintiva de nuestros buques y naves. Ayer, la bandera rojigualda ondeaba en mi balcón, jugaba mi Selección y perdió. Hoy, 19 de junio de 2014, continúa en él, orgullosa y altiva, como siempre debió ser. Nuestra Historia ha dado un giro inesperado, que gozará de mayores o menores aprobaciones, pero que atañe a mi país, a mi realidad, y quiera o no, formo y formaré parte, siempre, de esta nación de antiguos y memorables logros, valientes conquistas y luctuosas pérdidas y equivocaciones, pero es y será  España, la mía, siempre.


No soy monárquica, no lo he sido nunca y no creo, sinceramente, que termine por serlo algún día, aunque reconozco que Felipe despierta mi simpatía. No sólo porque comparta el nombre con aquél otro insigne bajo cuyo reinado “jamás llegaba a ponerse el sol”, ni tampoco – aunque así pueda pensarse dada mi especial predilección por lo castrense – porque en tan memorable día luzca el fajín rojo, distintivo de Capitán General o las Grandes Cruces al Mérito Militar, Naval y Aeronáutico. Verlo de uniforme, con tan regio porte, luciendo la banda de la Orden de Carlos III y asegurando, tras jurar la Constitución, que no escatimará esfuerzo alguno al servicio de esta Gran Nación que un día fue España, la España Imperial que jamás debió dejar de serlo, le ha hecho acreedor, cuanto menos y sin la menor duda, de mi profunda estima.

Hoy, a ese joven de sonrisa fácil y envidiable formación que podríamos, sin temor a equivocarnos, calificar de impecable y actual, pues no es sólo jurista, sino que tiene unos amplios conocimientos económicos, domina varias lenguas y parece ser un tipo sencillo y de gran sentido común, le han cedido una corona y un cetro que, ya me barrunto yo, deben pesar más de lo que parece. Hoy a Felipe, le han nombrado Rey, desconozco, no obstante, si por la gracia de Dios.

Si intento ponerme en su lugar, una sensación de vértigo me invade, pues la responsabilidad que ha asumido es ingente, no ya sólo porque los escrutadores ojos de la Historia se hayan posado en él, los mismos que antes lo hicieran sobre su regia estirpe, con sus claroscuros, que si por algo se han caracterizado los Trastámara, después los Austrias y, finalmente, los Borbones ha sido por ser, sobre cualquier otra cosa, humanos y no me refiero a esa cualidad de empática comprensión tan encomiable en toda persona de bien, sino a ser, precisamente, falibles y tener, todos ellos al igual que nosotros, miserias y deshonras más o menos expuestas pero que a la condición humana resultan inherentes. Si bien, en pleno siglo XXI éstas, sin duda – aunque obedezcan, siempre, a los mismos instintos – tendrán una mayor proyección… Sino, y sobre todo, porque a él y solo a él compete mantener la UNIDAD de este Reino “al revés” que ha heredado, pues en esta época convulsa en la que los más recalcitrantes republicanos de guillotina tricolor, sorprendidos por un resultado electoral que, indudablemente, no volverán a detentar, pregonan y postulan modelos educativos y sociales similares a los de los países nórdicos – monárquicos y capitalistas paradójicamente- o los nacionalistas más reaccionarios que pretenden tener una identidad propia y soberana fuera del seno materno pero sin dejar de chupar de la teta de España, todo ello, además, ante la indolente mirada de un pueblo lacerado por una crisis que parece no tener fin, enmarca un panorama en el que se ha instaurado la corrupción más impune que alcanza, incluso, a la propia institución real… Dichosa y bendita herencia ésta que yo para mí no quisiera.

Difícil lo tendrá, Majestad, que aquí si de algo estamos sobrados es de mala leche, no obstante, le diré que no encontrará en mí a su peor detractora, conformándome y exigiendo, también, no sólo el cumplimiento de sus obligaciones con lealtad, honor y ejemplaridad pues Vd., Ilustrísimo Señor, representa a mi noble país, del que pese a todo, me sigo sintiendo orgullosa, sino que deberá, además, demostrar que se preocupa por su Pueblo, ese que hoy ha salido a la calle con banderas nacionales a aclamarle como Monarca vitoreando su nombre, sea así, por tanto, cercano, protéjalo y empatice con él, en las alegrías y en los sufrimientos, que no son pocos. Pues no merecen menos al ser hijos de esta gran Nación a cuya cabeza se acaba de situar Vd. mismo.

Y así fue como, en un día de junio, dio inicio un nuevo capítulo de la Historia, mientras el Rey Felipe VI de Borbón y Grecia, salía a saludar a los españoles desde el balcón del Palacio de Oriente nuestras valientes y aguerridas huestes, en pantalón corto y botas de tacos, recibieron, tras una breve conquista de la supremacía futbolística, las cruentas venganzas de los rencorosos espíritus de Justino de Nassau y de Lautaro, cuyas sendas humillaciones, quedaran inmortalizadas, la primera, en ese cuadro de Velázquez que, si ya antes admiraba, ahora bien sabe Dios que idolatro: La rendición de Breda y la segunda, gracias a Alonso de Ercilla, en esa épica obra de La Araucana, con los brutales y despiadados mazazos de cinco y dos goles, respectivamente, que nos dejaron con la boca abierta y las nalgas al aire… pero ondeando, siempre, nuestra bandera.

Esperemos, Majestad, que no sea éste vaticinio alguno del reinado que ahora, tan ilusionado, emprende, pero si lo fuera, sepa Vd. que siempre quedará el orgullo patrio sosteniendo nuestra grandeza roja y amarillo gualdado, mientras viva un solo español, que de casta le viene al galgo.

¡Viva España, Viva el Rey!... ¡Santiago y cierra España!.


“Con la patria se está con razón o sin razón;
 como se está con el padre y con la madre”.

(Antonio Cánovas del Castillo)

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