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martes, 7 de enero de 2014

Tres retratos costumbristas.


Todos nos vemos obligados a convivir con personas cuyas existencias, por ridículas, excéntricas o patéticas que nos puedan llegar a parecer, constituyen el imbricado mapa de relaciones humanas que conforma nuestra cotidiana realidad social, sea ésta más o menos próxima y mejor o peor tolerada por sus abnegados sufridores.

Hoy, decido emular a Don Ramón María del Valle – Inclán, a quien imagino sentado en una mesa de la madrileña Chocolatería de San Ginés, encontrando la inspiración en sus prójimos para cincelar, a golpe de afilada pluma y observación, sus “Luces de Bohemia”, tejiendo magistralmente los hilos de la realidad más descarnada con retazos de su imaginación, llegando así a parir, finalmente, el esperpento. Fiel reflejo costumbrista de la esencia humana: retrato veraz de una realidad que se pretende distorsionada al ser mirada a través de un calidoscopio que no es, en verdad, sino el sentido común y el profundo conocimiento de la vil naturaleza del hombre.

Así que, paladeando el espeso chocolate caliente con aromáticas reminiscencias de anís, estilográfica en mano y mente despierta, me entrego a esa labor, escuchando los mordaces siseos de ese particular Zaratustra en mi oído que, con sarcástico humor, me va narrando cada una de las tres escenas que he decidido que tengan hoy lugar ante mis ojos. Apercibo a mis lectores, que he tomado prestado, únicamente, los nombres de algunos de los personajes de la referida obra e, incluso, rasgos puntuales de sus caracteres, sin que guarden similitud con los originales, nacidos de la brillante mente de su autor, ni se encuentre relación, tampoco, con el argumento que inspirara la trama.

Todo ello mientras valoro seriamente la posibilidad de realizar una completa serie de lo que he dado en llamar “Retratos Costumbristas” la cuál, sin duda, sería extensa y prolija en personajes.

“Así habló Zaratustra” – que diría el denostado Nietzsche -:

I.                    Del “Cornudismo lustrado”.- “Nada más efectivo para ocultar algo que ponerlo a la vista evidente del involuntario espectador, pues nada resulta tan imperceptible que lo que se muestra a plena luz”, debió pensar nuestra personal Madame Collet. De modo que, para ocultar tras el vergonzante barniz de su indiferencia la traición de la que estaba siendo víctima, decidió aparentar que nada ocurría, que todo era tal y como debía ser y así sonreía a los parroquianos altiva, con un rictus de amargura, mientras la bilis, negra y pegajosa, se iba extendiendo, lenta pero implacablemente, por sus vísceras, infestando de pus todos y cada uno de sus órganos, hasta llegar al paroxismo de un fallo múltiple que la acechaba, indolente y ansioso, en cada una de las atalayas desde las que, con absoluta expectación, era observada por miles de ojos burlones. Con la cerviz doblada, hasta el extremo de parecer a punto de partirse las cervicales, no tanto por la vergüenza que experimentaba como por el peso de su astado tocado, hacía su diario recorrido intentando cubrirse con el velo de una falsa dignidad que en realidad no era tal, sino ebullición de rabia e impotencia contenidas. Haciendo responsable de su propia infelicidad a todos y cada uno de cuantos la rodeaban, dejando siempre al margen al verdadero culpable, por ser objeto de veneración y necesidad en su desgraciada existencia mancillada.

Y es, a su provocativo paso lanzando suspicaces miradas preguntándose, a un paso de la locura, quién será esta vez quien le otorgue una nueva punta a la cornamenta, cuando me dice Zaratustra dejando escapar, de modo escurridizo, su corrosivo razonamiento entre las dos serpientes que parecen conformar su boca: “Y así resulta, querida amiga, que los cuernos son como los dientes: pues duelen al salir, pero luego te acostumbras a su presencia y llegas, incluso, a cuidarlos con esmero, lustrándolos y dándoles esplendor, como única pero inefectiva defensa ante el escarnio del malvado espectador”… Sonríe, cínicamente, ante el contoneo, arropado con la altanería de una aparente dignidad, que adorna primorosamente el caminar cantarín de Madame Collet que ya se apresura a desaparecer de nuestra vista, sintiendo, sin duda, incrustados en su nuca, los incendiarios ojos de tan erudito narrador como dos clavos ardientes traspasándole las mientes.

II.                  Del osado atrevimiento del ignorante patán.- Mitigada la ahogadiza risa que mi ocurrente amigo ha provocado, veo venir ahora a una joven que, inmediatamente capta mi atención, dirijo una mirada interrogante a Zaratustra, demandando información. Él sonríe, nuevamente malicioso y socarrón, para tomarse su tiempo – mientras apura la humeante taza – antes de contestar: “Es Enriqueta “La Pisa Bien””, posa en ella una mirada cargada de desprecio y burla e intentando hacerme cómplice de su maldad, le lanza el más fiero de sus saetazos dialécticos, una puya inteligente pero nociva hasta corroer el tuétano, sin que la respuesta, esperada por previsible, se demore en su materialización, tan burda como zafia por soez e, incluso, ordinaria.

Vuelve su rostro – distorsionado en una macabra y grotesca mueca provocada por la irreprimible carcajada – hacia mí y concluye: “El máximo exponente de la profunda mentecatez, se encuentra cuando un carácter impulsivo y trastornado marida con la cortedad de entendederas y la falta de instrucción, pues este siniestro matrimonio, aboca a su ignorante propietario, con frecuencia, a no dominar sus reacciones encontrando así, por única respuesta, el ridículo en el que queda, al no poder rebatir las puyas sino con airados rebuznos y rabiosos ladridos producto de una soberbia que estalla al ser consciente de su  manifiesta inferioridad, que no encuentra otras armas con las que atacar”.

La última imagen que percibo, antes de ver desaparecer definitivamente a “La Pisa Bien” tras la esquina, en dirección a la Calle Arenal, es un guiñapo grotesco escupiendo sobre el suelo y lanzando furibundas miradas de odio hacia donde nos encontramos.

III.                Del enaltecimiento de la sublime necedad.- Continúo mi recorrido por los espectros que, en lento caminar, pasan ante mis ojos por este angosto callejón adoquinado. Es, al aparecer una nueva silueta que poco a poco va tomando forma, cuando capto el significado de lo que el propio Zaratustra me ha comentado momentos antes: “Cada quien, tiene la cara que le corresponde” – “o que se merece”, he apostillado para mis adentros pero sin contradecirlo, pues se encuentra en solazado soliloquio y prefiero no interrumpirlo a fin de no cercenar la fluidez verbal con la que nutre hoy las páginas de mi cuaderno -. Se aproxima con un andar desgarbado y torpe quien, luego, es identificado como “Pica Lagartos”, el apelativo me hace gracia e intento buscar una explicación lógica al tal apodo, mientras escucho la breve explicación que, mi Cicerone particular en los vericuetos de este mapa de la orografía humana, me ofrece diligentemente: “Pues bien sabido es que si el rostro es el espejo del alma, “Pica Lagartos” carece totalmente de ella, al no contar, tampoco, con ningún seso”. Al escudriñar los rasgos físicos, porcinos e insulsos, del personaje, reparo en lo que me quiere decir, pues bien representa lo que, con gran generosidad por nuestra parte, podría otorgarle la posibilidad de ser catalogado, con mucho, como idiota, presenta el semblante risueño y bobalicón, que con frecuencia induce a considerar a estos estólidos seres como inofensivos, consecuencia lógica de ser portadores de lo que, comúnmente, se conoce como “cara de tonto”, sin prestarles más atención que la precisa, para hacer el chascarrillo de turno, a las idioteces que sueltan, ornadas casi siempre, con la baba que dejan chorrear por las comisuras de una boca que, en realidad, escupe un despojo punzante, no porque el idiota en cuestión pueda permitirse el lujo de la maldad, al carecer de la inteligencia precisa para manejarla, sino porque en su mente, exigua y despoblada, distorsiona la realidad desde el convencimiento de que, para conseguir sus propósitos, nada distinto ocurre cuando mantiene, como servil y adulador argumento para captar la simpatía y favor de uno, que es blanco y desdecirse luego de lo que afirmó, perjurando que era, en realidad, negro cuando es otro su interlocutor, haciendo así suyo el aforismo de “Donde dije DIGO, digo DIEGO…” e insistiendo, una y mil veces en su inestable parecer, para intentar quedar bien con todo el mundo, cuando sólo los lerdos que precisan de una cohorte de enanos mentales y ridículos tarados psíquicos a su alrededor con los que alimentar su endiosado ego, les permiten su presencia, aún cuando confiesen, a sus espaldas, que se tragan las arcadas que les provoca semejante idiota bobalicón pero a quien utilizan – como a simple bufón -.

Y como siempre, es el sabio Zaratustra quien sentencia, poniendo el incuestionable punto final: “Este ejemplar no encarna, amiga mía, sino el más perfecto  de los enaltecimientos de la sublime necedad”, sonríe mientras clava sus satíricos ojos en “Pica Lagartos” que se aleja, representando la felicidad propia del anormal en su rostro despreocupado, mientras mira de reojo y sin perder detalle hacia nuestra mesa. “Enaltecimiento de la sublime necedad”, repito mentalmente mientras desgrano la belleza de semejante oxímoron, maravillándome, una vez más, en la idoneidad de tan acertada descripción. 

Delego ahora en mi versado amigo, para concluir la productiva tarde antes de despedirnos, la tarea de otorgarle título a esta Reflexión, él, recibe gustoso mi oferta y sin pensarlo apenas, determina categórico: 

"Trilogía de Marías: la inmundicia, la bascosidad y la más absoluta de todas las porquerías, según Zaratustra. Oda a Valle Inclán". 

Recoge de la mesa su sombrero y mientras sacude con esmero unas invisibles motas de polvo que yo me barrunto imaginarias, me mira de esa manera pícara en que sólo sabe hacerlo Zaratustra, con una amplia sonrisa que pretende ser inocente al acompañarla con un ligero movimiento ascendente de hombros, susurra un sugestivo: "Hasta más ver...", antes de girar sobre sus talones, calándose el sobrero que inclina ligeramente hacia un lado y perderse, silbando alegremente, entre los traseúntes que invaden la calle. 

Hasta más ver, Zaratustra...

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