A veces, a la
caída del sol, cuando el jardín se acomoda al abrigo de las sombras, es cuando,
dicen, unas criaturas fantásticas despiertan y toman posesión de ese reino, si
prestamos atención, incluso, se pueden oír sus risas, arrastradas por la brisa
nocturna, enredarse entre las ramas del rododendro y del manzano, sus chapoteos
en el agua del estanque e, incluso, sus canciones, en un idioma para nosotros
desconocido…
Son las Hadas
del jardín las que portando sus lamparitas iluminan la vegetación dormida,
velando nuestro descanso y susurrándonos al oído nuestros sueños bajo el rumor
plateado de una luna, redonda y blanca que observa divertida sus juegos y
travesuras.
Era una noche de verano calurosa. La niña llevaba un buen
rato dando vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, mirando a través de
la ventana abierta una luna grande, blanca y redonda en la que quería ver, nítidamente,
los rasgos físicos de una cara sonriente. Las livianas cortinas apenas si se
movían, el aire parecía estancado aquella noche, dotando al ambiente de una
pesadez asfixiante.
La casa permanecía en silencio y casi en una completa
penumbra, tan sólo rasgada por el haz oblicuo de la lamparita del pasillo que,
sus padres, solían dejar encendida por el temor a la oscuridad que aún
experimentaban sus hermanas pequeñas. Intentó contar ovejas: una ovejita, dos
ovejitas… cuarenta ovejitas. Resopló exasperada dándose por vencida. No sabía
por qué aquella noche no podía dormir. Sus pensamientos volaban de los libros
de piratas a las historias que su abuelo, con frecuencia, solía contarle sobre
caballeros con armadura brillante y dragones durante la hora de la merienda
bajo el enorme manzano del que colgaban las resplandecientes frutas. En la cama
contigua oía la respiración tranquila de su hermana, que dormía plácidamente,
desdibujada apenas como un pequeño montículo claro sobre la oscuridad de la
habitación. Fuera sólo los grillos parecían estar despiertos. Se levantó con
sigilo, notando la rugosidad del suelo de madera bajo sus pequeños pies
desnudos y se dirigió hacia la ventana teniendo cuidado de no pisar el tablón
más próximo a la misma para evitar el crujido, sabía que esa tabla estaba
suelta y no quería despertar a los demás.
Apoyó los codos sobre el petril blanco y miró hacia el
jardín, envuelto en la noche plateada. Todo permanecía inmóvil, en un silencio tan
sólo interrumpido por los grillos y el molesto sonido de algún insecto volando
cerca de ella. El estanque reflejaba el resplandor lunar. Algo captó su
atención, un sutil movimiento, casi imperceptible, entre las ramas del
rododendro, seguido del titileo de una tenue lucecita blanca, parpadeó un par
de veces para asegurarse de que era una visión real. Lo era, la luz permanecía
entre las ramas del árbol, moviéndose en círculos. Miró hacia el banco de
hierro sin saber muy bien el motivo y fue cuando se percató de que justo allí
había otra luz moviéndose con mayor rapidez aún que la primera. Se preguntó si
serían luciérnagas, otros puntitos brillantes comenzaron a encenderse y a
apagarse, diseminados por el extenso y silencioso jardín. Aguzó el oído y
percibió, ahora sí con total nitidez, una melodía sutil, casi inaudible, pero
con toda seguridad eran unas vocecillas cantando.
Su abuelo le había explicado que aquellos insectos
luminiscentes, eran, en realidad escarabajos que poseen unos órganos bajo el
abdomen, cuando absorben el oxígeno, éste se combina con una sustancia llamada
“luciferina” reaccionado y produciendo así la luz intermitente que en ocasiones,
podían apreciar a la caída del sol, pero no recordaba que jamás le hubiera
hablado de que pudieran cantar o emitir cualquier otro sonido más allá del
zumbido… Se quedó pensativa no sabía de dónde, entonces, podría provenir aquél
canto. De repente recordó el libro de cuentos de su hermana, se dirigió a la
estantería donde, en un perfecto orden, se alineaban los volúmenes y tomó uno
de ellos, pequeño, de brillantes guardas sobre las que había un dibujo que
siempre la había fascinado, representaba un pequeño ser alado, luminiscente –
como las luciérnagas – que sonreía sentada sobre unas letras escritas en un
llamativo rosa chicle: CUENTOS DEL LEJANO REINO DE LAS HADAS…
“Claro” – se dijo, golpeándose ligeramente la frente con
la mano – “son las Hadas del Jardín”. Buscó el final del libro, recordaba haber
leído, en la última página, cuál era el secreto de las Hadas… Allí estaba “… y bien es sabido
por todos los niños que aquél que es capaz de ver un Hada, gozará del favor de
que le sean concedidos todos sus deseos. FIN”. Dejó el libro en su sitio y cogió el
cazamariposas que había fabricado a principios de verano, procurando no hacer
ningún ruido, se encaramó al alféizar de la ventana, buscando puntos de apoyo
para sus pies y sus manos en la enredadera por la que solía bajar al jardín
cuando realizaba sus “expediciones secretas”, le llevó tan sólo unos segundos
descender hasta una altura desde la que pudo saltar sin riesgo sobre la hierba
que, a pesar del calor, se mantenía fresca. Se acomodó luego tras el arbusto de
azaleas para observar discretamente desde allí, sabía que si las Hadas fuesen conscientes de
su presencia desaparecerían y jamás le concederían sus deseos, la ausencia de
brisa aquella noche, junto con la ansiedad producida por su expectación la hizo
sudar, notaba el camisón, blanco de algodón, adherido a su piel, especialmente
a sus pantorillas y a la espalda. Podía notar su corazón al galope, golpeándole
el pecho, y el martilleo continuo de la sangre bombeando contra sus sienes. El
mango del cazamariposas empezaba a resbalarse de sus húmedas palmas mientras
permanecía al acecho, deseando que el ruido de su corazón desbocado no alertara
a aquellas fantásticas criaturas. Tan ocupada estaba en intentar silenciar los
latidos que no reparó en un puntito de luz que se acercaba precisamente hacia
el lugar en el que se había apostado a la espera de decidir cuál sería el
momento idóneo para lanzarse sobre su presa. Primero lentamente y luego más
rápido, aquél circulito de luz brillante se fue aproximando hasta detenerse sobre
una de las flores, a escasos dos centímetros de su nariz. Observó atónita como
la lucecita encerraba una pequeña silueta… ¡alada!, estaba tan sorprendida que
no puedo evitar el estornudo que le provocó el rápido batir de las alitas de la
silueta, pero en un acto reflejo, junto con el estornudo, dejó caer la red sobre
el puntito luminoso. Abrió rápidamente los ojos, ¡estaba allí!, el Hada estaba
allí, sonrió:
“Te tengo… te he visto… y te tengo aquí, tienes que
concederme mis deseos y te dejaré libre”, dijo en voz tan bajita que casi se
extrañó al oírse, pero temiendo, no obstante, haberlo hecho en un tono lo
suficientemente alto como para despertar al resto de su familia que seguía
durmiendo, o eso deseó.
Una vocecilla cantarina le respondió: “Sí, no sólo me has
visto, sino que me tienes prisionera. Tengo que concederte tus deseos pero si
sigo atrapada no puedo desplegar la magia que los hace realidad”. La niña
frunció el ceño, preguntándose si no se trataría de una treta del Hada para que
la liberara yéndose después sin cumplir su promesa, “Si lo hago…
¿Desaparecerás?...”. Preguntó resuelta. “Aunque lo hiciera, ya me has visto. Tengo que cumplir tus
deseos o me desterrarían del Reino Secreto de las Hadas”.
Sin soltar la red, que mantenía firmemente sujeta con la
mano, reflexionó sobre lo que le decía el Hada, “En verdad yo ya la he visto, a
ella y a todas las demás – miró a su alrededor donde una infinidad de
minúsculas luces seguían desplazándose de un lugar a otro, de forma aleatoria – así que tendría que
concederme lo que le pidiera, pero si la suelto… y se va sin hacerlo…”. El Hada
miró a la niña que parecía indecisa y le propuso: “Mira, hagamos una cosa, pide
algo que sea fácil antes de soltarme, te lo concederé y así sabrás que, todos
los demás deseos también te serán concedidos y podrás liberarme. Además, las
Hadas no podemos pasar mucho tiempo en cautiverio, se nos agota la energía que
se renueva con nuestro continuo movimiento…”. “Vale”, resolvió la pequeña captora…
“Hace mucho calor esta noche y me gustaría que lloviera un poco, notar la
frescura del agua sobre mi piel…”.
De repente, una brisa fresca inflamó el camisón blanco de
la niña como la vela de un barco y alborotó su largo cabello rubio, le resultó
una agradable caricia, cerró los ojos con alivio al notar que la piel se le
erizaba como reacción a la temperatura, que cedía así, aflojando la sensación de
soporífera opresión que hasta unos momentos antes la venía atenazando, levantó
la cara sin abrir los ojos para recibir esa frescura, cuando comenzaron a caer
suaves gotas, dejó que le besaran los párpados y fueran empapando su cuerpo,
mientras abría la mano y descomprimía la red dejando en libertad al
pequeño circulito de luz que, tras detenerse sobre el hombro de la niña unos
instantes para desaparecer seguidamente entre la vegetación, le dijo: “Ahora ya
conoces el secreto de las Hadas”…
Le sobresaltó el ruido de la puerta al abrirse, se
encendió el farolillo que alumbraba la entrada de la casa y vio aparecer a su
madre:
“¿Qué haces ahí?, te vas a empapar, entra enseguida…”. Se
apresuró a obedecer a su madre, cuando llegó al zaguán le sonrió excusándose: “Mamá hacía
calor, he salido un rato sólo, pensaba volver a la cama enseguida…”, “Ya… - su
madre sonrió y señaló el cazamariposas -, pero por lo que veo no ha ido muy
bien la caza de luciérnagas esta noche, ¿eh?, cámbiate enseguida y métete en la
cama, quiero verte dormida cuando suba”. La niña se puso de puntillas,
ruborizada e intentando, ya en vano, esconder tras su espalda el cazamariposas, para
depositar un breve beso en la mejilla que ya le tendía su madre. “No…la verdad es que no...
esta noche no…” balbuceó, mientras se apresuró a subir las escaleras en dirección a su cuarto.
Años más tarde, una mujer de cuarenta años, se encontraba
sentada bajo el manzano cuajado de apetecibles frutas olorosas, sintiendo el frescor del
césped en la planta desnuda de sus pies. Un ajado libro infantil de brillantes
guardas dormitaba abierto sobre su regazo mientras contemplaba aquella puesta
de sol de un día de finales de primavera. El rododendro exhalaba, a cada bostezo, el dulce aroma
de sus flores y la brisa del ocaso, inusualmente fresca, evocaba el olor de la
tierra mojada, lo inspiró profundamente, intentando recordar la ubicación
exacta de ese familiar aroma en algún episodio de su niñez. Los ojos, que mantenía cerrados,
recibieron la inopinada caricia de unas gotas de lluvia, levantó el rostro permitiendo
que las gotas resbalaran, dejando a su paso una agradable sensación de frescura.
La sobresaltó el ruido de la puerta al abrirse, miró y vio a su madre que desde
allí y con una cariñosa sonrisa la comenzó a reprender: “¿Qué haces ahí?, te
vas a empapar, entra enseguida…”. Sonrió poniéndose en pie, apresurándose a
recoger el libro infantil y ponerse a cubierto bajo él. Cuando llegó a donde
estaba su madre, sin saber bien la razón que la empujó a ello, le dijo: “Creo
que esta noche será excelente para cazar luciérnagas…”, le besó la mejilla y se
dirigió a la cocina guiada por el olor del café recién hecho, mientras por
primera vez a lo largo de toda su existencia, reparaba en que todo lo que había
deseado en su vida se había terminado convirtiendo en realidad. Sonrió una vez
más, mientras el reconfortante sabor del café y el cristal cubierto de diminutas
gotas, la sumergían en una gratificante sensación de felicidad. Hace años, un
día conoció el secreto de las Hadas, incluso dicen que llegó a atrapar a una...
A mis seis
duendes:
Marta, Álvaro,
Laura, Irene, Gonzalo y Victoria,
para que algún
día se atrevan a descubrir el secreto de las Hadas.
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