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jueves, 9 de enero de 2014

El Secreto de las Hadas.



A veces, a la caída del sol, cuando el jardín se acomoda al abrigo de las sombras, es cuando, dicen, unas criaturas fantásticas despiertan y toman posesión de ese reino, si prestamos atención, incluso, se pueden oír sus risas, arrastradas por la brisa nocturna, enredarse entre las ramas del rododendro y del manzano, sus chapoteos en el agua del estanque e, incluso, sus canciones, en un idioma para nosotros desconocido…
Son las Hadas del jardín las que portando sus lamparitas iluminan la vegetación dormida, velando nuestro descanso y susurrándonos al oído nuestros sueños bajo el rumor plateado de una luna, redonda y blanca que observa divertida sus juegos y travesuras.


Era una noche de verano calurosa. La niña llevaba un buen rato dando vueltas en la cama sin poder conciliar el sueño, mirando a través de la ventana abierta una luna grande, blanca y redonda en la que quería ver, nítidamente, los rasgos físicos de una cara sonriente. Las livianas cortinas apenas si se movían, el aire parecía estancado aquella noche, dotando al ambiente de una pesadez asfixiante.

La casa permanecía en silencio y casi en una completa penumbra, tan sólo rasgada por el haz oblicuo de la lamparita del pasillo que, sus padres, solían dejar encendida por el temor a la oscuridad que aún experimentaban sus hermanas pequeñas. Intentó contar ovejas: una ovejita, dos ovejitas… cuarenta ovejitas. Resopló exasperada dándose por vencida. No sabía por qué aquella noche no podía dormir. Sus pensamientos volaban de los libros de piratas a las historias que su abuelo, con frecuencia, solía contarle sobre caballeros con armadura brillante y dragones durante la hora de la merienda bajo el enorme manzano del que colgaban las resplandecientes frutas. En la cama contigua oía la respiración tranquila de su hermana, que dormía plácidamente, desdibujada apenas como un pequeño montículo claro sobre la oscuridad de la habitación. Fuera sólo los grillos parecían estar despiertos. Se levantó con sigilo, notando la rugosidad del suelo de madera bajo sus pequeños pies desnudos y se dirigió hacia la ventana teniendo cuidado de no pisar el tablón más próximo a la misma para evitar el crujido, sabía que esa tabla estaba suelta y no quería despertar a los demás.

Apoyó los codos sobre el petril blanco y miró hacia el jardín, envuelto en la noche plateada. Todo permanecía inmóvil, en un silencio tan sólo interrumpido por los grillos y el molesto sonido de algún insecto volando cerca de ella. El estanque reflejaba el resplandor lunar. Algo captó su atención, un sutil movimiento, casi imperceptible, entre las ramas del rododendro, seguido del titileo de una tenue lucecita blanca, parpadeó un par de veces para asegurarse de que era una visión real. Lo era, la luz permanecía entre las ramas del árbol, moviéndose en círculos. Miró hacia el banco de hierro sin saber muy bien el motivo y fue cuando se percató de que justo allí había otra luz moviéndose con mayor rapidez aún que la primera. Se preguntó si serían luciérnagas, otros puntitos brillantes comenzaron a encenderse y a apagarse, diseminados por el extenso y silencioso jardín. Aguzó el oído y percibió, ahora sí con total nitidez, una melodía sutil, casi inaudible, pero con toda seguridad eran unas vocecillas cantando.

Su abuelo le había explicado que aquellos insectos luminiscentes, eran, en realidad escarabajos que poseen unos órganos bajo el abdomen, cuando absorben el oxígeno, éste se combina con una sustancia llamada “luciferina” reaccionado y produciendo así la luz intermitente que en ocasiones, podían apreciar a la caída del sol, pero no recordaba que jamás le hubiera hablado de que pudieran cantar o emitir cualquier otro sonido más allá del zumbido… Se quedó pensativa no sabía de dónde, entonces, podría provenir aquél canto. De repente recordó el libro de cuentos de su hermana, se dirigió a la estantería donde, en un perfecto orden, se alineaban los volúmenes y tomó uno de ellos, pequeño, de brillantes guardas sobre las que había un dibujo que siempre la había fascinado, representaba un pequeño ser alado, luminiscente – como las luciérnagas – que sonreía sentada sobre unas letras escritas en un llamativo rosa chicle: CUENTOS DEL LEJANO REINO DE LAS HADAS…
“Claro” – se dijo, golpeándose ligeramente la frente con la mano – “son las Hadas del Jardín”. Buscó el final del libro, recordaba haber leído, en la última página, cuál era el secreto de las Hadas… Allí estaba “… y bien es sabido por todos los niños que aquél que es capaz de ver un Hada, gozará del favor de que le sean concedidos todos sus deseos. FIN”. Dejó el libro en su sitio y cogió el cazamariposas que había fabricado a principios de verano, procurando no hacer ningún ruido, se encaramó al alféizar de la ventana, buscando puntos de apoyo para sus pies y sus manos en la enredadera por la que solía bajar al jardín cuando realizaba sus “expediciones secretas”, le llevó tan sólo unos segundos descender hasta una altura desde la que pudo saltar sin riesgo sobre la hierba que, a pesar del calor, se mantenía fresca. Se acomodó luego tras el arbusto de azaleas para observar discretamente desde allí, sabía que si las Hadas fuesen conscientes de su presencia desaparecerían y jamás le concederían sus deseos, la ausencia de brisa aquella noche, junto con la ansiedad producida por su expectación la hizo sudar, notaba el camisón, blanco de algodón, adherido a su piel, especialmente a sus pantorillas y a la espalda. Podía notar su corazón al galope, golpeándole el pecho, y el martilleo continuo de la sangre bombeando contra sus sienes. El mango del cazamariposas empezaba a resbalarse de sus húmedas palmas mientras permanecía al acecho, deseando que el ruido de su corazón desbocado no alertara a aquellas fantásticas criaturas. Tan ocupada estaba en intentar silenciar los latidos que no reparó en un puntito de luz que se acercaba precisamente hacia el lugar en el que se había apostado a la espera de decidir cuál sería el momento idóneo para lanzarse sobre su presa. Primero lentamente y luego más rápido, aquél circulito de luz brillante se fue aproximando hasta detenerse sobre una de las flores, a escasos dos centímetros de su nariz. Observó atónita como la lucecita encerraba una pequeña silueta… ¡alada!, estaba tan sorprendida que no puedo evitar el estornudo que le provocó el rápido batir de las alitas de la silueta, pero en un acto reflejo, junto con el estornudo, dejó caer la red sobre el puntito luminoso. Abrió rápidamente los ojos, ¡estaba allí!, el Hada estaba allí, sonrió:
“Te tengo… te he visto… y te tengo aquí, tienes que concederme mis deseos y te dejaré libre”, dijo en voz tan bajita que casi se extrañó al oírse, pero temiendo, no obstante, haberlo hecho en un tono lo suficientemente alto como para despertar al resto de su familia que seguía durmiendo, o eso deseó.

Una vocecilla cantarina le respondió: “Sí, no sólo me has visto, sino que me tienes prisionera. Tengo que concederte tus deseos pero si sigo atrapada no puedo desplegar la magia que los hace realidad”. La niña frunció el ceño, preguntándose si no se trataría de una treta del Hada para que la liberara yéndose después sin cumplir su promesa, “Si lo hago… ¿Desaparecerás?...”. Preguntó resuelta. “Aunque lo hiciera, ya me has visto. Tengo que cumplir tus deseos o me desterrarían del Reino Secreto de las Hadas”.



Sin soltar la red, que mantenía firmemente sujeta con la mano, reflexionó sobre lo que le decía el Hada, “En verdad yo ya la he visto, a ella y a todas las demás – miró a su alrededor donde una infinidad de minúsculas luces seguían desplazándose de un lugar a otro, de forma aleatoria – así que tendría que concederme lo que le pidiera, pero si la suelto… y se va sin hacerlo…”. El Hada miró a la niña que parecía indecisa y le propuso: “Mira, hagamos una cosa, pide algo que sea fácil antes de soltarme, te lo concederé y así sabrás que, todos los demás deseos también te serán concedidos y podrás liberarme. Además, las Hadas no podemos pasar mucho tiempo en cautiverio, se nos agota la energía que se renueva con nuestro continuo movimiento…”. “Vale”, resolvió la pequeña captora… “Hace mucho calor esta noche y me gustaría que lloviera un poco, notar la frescura del agua sobre mi piel…”.

De repente, una brisa fresca inflamó el camisón blanco de la niña como la vela de un barco y alborotó su largo cabello rubio, le resultó una agradable caricia, cerró los ojos con alivio al notar que la piel se le erizaba como reacción a la temperatura, que cedía así, aflojando la sensación de soporífera opresión que hasta unos momentos antes la venía atenazando, levantó la cara sin abrir los ojos para recibir esa frescura, cuando comenzaron a caer suaves gotas, dejó que le besaran los párpados y fueran empapando su cuerpo, mientras abría la mano y descomprimía la red dejando en libertad al pequeño circulito de luz que, tras detenerse sobre el hombro de la niña unos instantes para desaparecer seguidamente entre la vegetación, le dijo: “Ahora ya conoces el secreto de las Hadas”…

Le sobresaltó el ruido de la puerta al abrirse, se encendió el farolillo que alumbraba la entrada de la casa y vio aparecer a su madre:

“¿Qué haces ahí?, te vas a empapar, entra enseguida…”. Se apresuró a obedecer a su madre, cuando llegó al zaguán le sonrió excusándose: “Mamá hacía calor, he salido un rato sólo, pensaba volver a la cama enseguida…”, “Ya… - su madre sonrió y señaló el cazamariposas -, pero por lo que veo no ha ido muy bien la caza de luciérnagas esta noche, ¿eh?, cámbiate enseguida y métete en la cama, quiero verte dormida cuando suba”. La niña se puso de puntillas, ruborizada e intentando, ya en vano, esconder tras su espalda el cazamariposas, para depositar un breve beso en la mejilla que ya le tendía su madre. No…la verdad es que no... esta noche no…” balbuceó, mientras se apresuró a subir las escaleras en dirección a su cuarto.

Años más tarde, una mujer de cuarenta años, se encontraba sentada bajo el manzano cuajado de apetecibles frutas olorosas, sintiendo el frescor del césped en la planta desnuda de sus pies. Un ajado libro infantil de brillantes guardas dormitaba abierto sobre su regazo mientras contemplaba aquella puesta de sol de un día de finales de primavera. El rododendro exhalaba, a cada bostezo, el dulce aroma de sus flores y la brisa del ocaso, inusualmente fresca, evocaba el olor de la tierra mojada, lo inspiró profundamente, intentando recordar la ubicación exacta de ese familiar aroma en algún episodio de su niñez. Los ojos, que mantenía cerrados, recibieron la inopinada caricia de unas gotas de lluvia, levantó el rostro permitiendo que las gotas resbalaran, dejando a su paso una agradable sensación de frescura. La sobresaltó el ruido de la puerta al abrirse, miró y vio a su madre que desde allí y con una cariñosa sonrisa la comenzó a reprender: “¿Qué haces ahí?, te vas a empapar, entra enseguida…”. Sonrió poniéndose en pie, apresurándose a recoger el libro infantil y ponerse a cubierto bajo él. Cuando llegó a donde estaba su madre, sin saber bien la razón que la empujó a ello, le dijo: “Creo que esta noche será excelente para cazar luciérnagas…”, le besó la mejilla y se dirigió a la cocina guiada por el olor del café recién hecho, mientras por primera vez a lo largo de toda su existencia, reparaba en que todo lo que había deseado en su vida se había terminado convirtiendo en realidad. Sonrió una vez más, mientras el reconfortante sabor del café y el cristal cubierto de diminutas gotas, la sumergían en una gratificante sensación de felicidad. Hace años, un día conoció el secreto de las Hadas, incluso dicen que llegó a atrapar a una...



A mis seis duendes:
Marta, Álvaro, Laura, Irene, Gonzalo y Victoria,
para que algún día se atrevan a descubrir el secreto de las Hadas.



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