Conocí a Palmer
hace muchos años en una Universidad de Escocia. De aquella época guardo buenos
amigos y, por supuesto, un conocimiento que aún hoy valoro y me es de gran
utilidad. A Palmer, en concreto, lo conocí por casualidad y a pesar de que es
una persona con ciertos rasgos sociópatas y de pocas palabras sigo manteniendo
con él un contacto habitual. Creo que, en el fondo, siempre me atrajo su forma
de ser, fue una especie de enamoramiento platónico hacia él, que, he de
admitir, aún perdura. Palmer es matemático, hoy en día es Titular de una
importante Cátedra en una prestigiosa Universidad del Reino Unido y,
sinceramente, no me sorprendería que algún día le concedieran el Premio Nobel.
Creo que nació para los números aunque él siempre ha dicho que los eligió como
profesión porque le encanta estar entre ellos: “son los únicos que no mienten,
guardan un silencio absoluto y al final, por más quebraderos de cabeza que den,
todo queda como debe estar. Sólo tienes que tener la paciencia de encontrar su
funcionamiento”. Es de un gran pragmatismo, tanto en su faceta profesional como
en la personal; su razonamiento lógico es apabullante, tanto por acertado como
por simplista. Podría decirse que él ha instaurado un especial estilo de vida
que yo califico como aquél “basado en el silogismo de Palmer” que, creo, todos
deberíamos seguir.
Aquella mañana me había dormido y llegué a la biblioteca
más tarde de lo habitual, eran ya escasos los sitios libres que quedaban, algo normal,
estábamos en plenos exámenes y disfrutar de un lugar en aquél remanso de
silencio se había convertido en todo un lujo susceptible de ser ganado en dura pugna. Al fondo, entre dos largas
hileras de estanterías, estaba la mesa del “chico
raro” como todos la llamaban. No me quedaba otra opción, así que me dirigí
hacia allí.
El “chico raro” en
cuestión era Palmer, estudiaba un Post-Grado de Matemáticas. Palmer es delgado
y alto, sin llegar a ser desgarbado, con enormes ojos pardos, de un color
indefinido entre el gris y el verde, tiene el pelo rubio tirando a rojizo. De
tez muy pálida y cara agradable, aunque casi nunca sonríe. De los cuatro puestos
de estudio disponibles, ocupaba una silla y casi toda la superficie de la mesa
sobre la que, sin ningún orden aparente, se diseminaban multitud de folios
plagados de fórmulas y notas en distintas direcciones, superponiéndose incluso
las ecuaciones, logaritmos y límites que había plasmados. Utilizaba
marcadores fluorescentes de diversos colores. Me acerqué y en un susurro le
dije: “Perdona… me gustaría sentarme…”. No reaccionó, absorto en un tomo del
que extraía notas apresuradas en una hoja de papel en la que casi no quedaba
espacio en blanco. No pareció haberse apercibido de mi presencia, le di un
toquecito en el hombro, se sobresaltó quitándose un tapón de gomaespuma del
oído derecho: "¿Qué?...” “Que me gustaría sentarme, no hay más sitios libres. Perdona". –
susurré -, “Ah, claro, disculpa”. De un rápido movimiento con el brazo, barrió
las hojas y las depositó a un lado del amplio tablero que pareció ganar tamaño tan pronto como quedó expedito, tras lo cuál, volvió a
sumergirse, tranquilamente, en su libro. Ajeno a mí y ajeno al resto del mundo. No levantó la
cabeza ni una sola vez y cuando cuatro horas después, di por concluida mi
sesión de estudio, él continuaba allí, bebiéndose aquél grueso tomo y
realizando algún apunte aleatorio. No creo ni que se percatara de que me fui, tras una
despedida cuyo eco pareció rebotar en el silencioso vacío más absoluto.
Ese fue mi primer contacto con Palmer, al que sucedieron muchos más, con independencia de que hubiera o no sitios disponibles
en aquella enorme sala de estudio, tomé la costumbre de sentarme en la misma
mesa: la del “chico raro”.
Paulatinamente se fue creando un vínculo de camaradería, primero, entre
nosotros que nos llevó, más tarde, a una profunda amistad que aún hoy
permanece, si bien ya, desde la distancia.
Otro día, a finales de Curso, cuando nos tomábamos una
pinta en un pub del Campus, aprovechando un receso en nuestras tareas, que se
prolongó más de lo que teníamos previsto, me contó su especial idilio con las
Matemáticas. Me explicó que desde que era pequeño, había intentado racionalizar
cuanto acontecía a su alrededor, reduciendo cada suceso o acción a un
silogismo: dos premisas y su conclusión lógica. “A eso – dijo – se reduce no
sólo la Ciencia Matemática
sino la vida en general. Todo ocurre por alguna razón previsible y todo, por tanto, se
reduce a una explicación lógica”. Comprendí en ese momento su especial forma de
ser, su carácter pragmático – de gran simplicidad – aunque, al principio, no fui
capaz de entender lo que, supuse, se trataba de una fobia a los parásitos,
ejemplo recurrente en todas nuestras conversaciones, cuando daba su opinión ante
cualquier asunto, por intrascendente que éste pudiera ser. De este modo, tras
cada razonamiento que desarrollaba a lo largo de nuestras dilatadas y cada vez
más habituales charlas, terminaba sentenciando, con independencia del tema que
tratáramos, de modo irremisible: “pues los parásitos son dañinos”.
Al principio me pregunté si no tendría alguna especie de
trauma con esos pequeños organismos biológicos, si en su infancia no habría
sufrido algún desagradable episodio en el que se pudiera encontrar explicación a lo
que yo consideraba una especie de obsesión irracional que me llamaba aún más la
atención tratándose de Palmer. Cuando le pregunté, me negó que hubiera sufrido
ninguna experiencia concreta con alguna garrapata, piojo, lombriz, gusano o
chinche, pero que cuando empezó a tener noción de sus relaciones sociales, pudo
encontrar un gran paralelismo entre el funcionamiento de aquéllos entes con el
comportamiento humano. Decía que siempre se los había imaginado como diminutos
seres, con cabezas excesivamente grandes en proporción al resto del cuerpo, de
aviesos ojillos negros que rezumaban maldad y que para seguir subsistiendo se
veían obligados a nutrirse de otro ser – ahí fue cuando no tuve más remedio que
reconocer que Palmer, como siempre, volvía a estar en lo cierto, encontrando, de
la misma manera, una razón lógica a su conducta generalmente asocial -.
Hasta ese
día, jamás había sentido tanta afinidad con nadie, creo que fue en ese momento
y no en otro, cuando descubrí en Palmer a mi alma gemela.
“Las picaduras
duelen,
los parásitos
pican…
luego los
parásitos son dañinos”.
(“El silogismo
de Palmer” – por mi Amigo Palmer W.)
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