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jueves, 23 de enero de 2014

El Silogismo de Palmer.



Conocí a Palmer hace muchos años en una Universidad de Escocia. De aquella época guardo buenos amigos y, por supuesto, un conocimiento que aún hoy valoro y me es de gran utilidad. A Palmer, en concreto, lo conocí por casualidad y a pesar de que es una persona con ciertos rasgos sociópatas y de pocas palabras sigo manteniendo con él un contacto habitual. Creo que, en el fondo, siempre me atrajo su forma de ser, fue una especie de enamoramiento platónico hacia él, que, he de admitir, aún perdura. Palmer es matemático, hoy en día es Titular de una importante Cátedra en una prestigiosa Universidad del Reino Unido y, sinceramente, no me sorprendería que algún día le concedieran el Premio Nobel. Creo que nació para los números aunque él siempre ha dicho que los eligió como profesión porque le encanta estar entre ellos: “son los únicos que no mienten, guardan un silencio absoluto y al final, por más quebraderos de cabeza que den, todo queda como debe estar. Sólo tienes que tener la paciencia de encontrar su funcionamiento”. Es de un gran pragmatismo, tanto en su faceta profesional como en la personal; su razonamiento lógico es apabullante, tanto por acertado como por simplista. Podría decirse que él ha instaurado un especial estilo de vida que yo califico como aquél “basado en el silogismo de Palmer” que, creo, todos deberíamos seguir.

Aquella mañana me había dormido y llegué a la biblioteca más tarde de lo habitual, eran ya escasos los sitios libres que quedaban, algo normal, estábamos en plenos exámenes y disfrutar de un lugar en aquél remanso de silencio se había convertido en todo un lujo susceptible de ser ganado en dura pugna. Al fondo, entre dos largas hileras de estanterías, estaba la mesa del “chico raro” como todos la llamaban. No me quedaba otra opción, así que me dirigí hacia allí.

El “chico raro” en cuestión era Palmer, estudiaba un Post-Grado de Matemáticas. Palmer es delgado y alto, sin llegar a ser desgarbado, con enormes ojos pardos, de un color indefinido entre el gris y el verde, tiene el pelo rubio tirando a rojizo. De tez muy pálida y cara agradable, aunque casi nunca sonríe. De los cuatro puestos de estudio disponibles, ocupaba una silla y casi toda la superficie de la mesa sobre la que, sin ningún orden aparente, se diseminaban multitud de folios plagados de fórmulas y notas en distintas direcciones, superponiéndose incluso las ecuaciones, logaritmos y límites que había plasmados. Utilizaba marcadores fluorescentes de diversos colores. Me acerqué y en un susurro le dije: “Perdona… me gustaría sentarme…”. No reaccionó, absorto en un tomo del que extraía notas apresuradas en una hoja de papel en la que casi no quedaba espacio en blanco. No pareció haberse apercibido de mi presencia, le di un toquecito en el hombro, se sobresaltó quitándose un tapón de gomaespuma del oído derecho: "¿Qué?...” “Que me gustaría sentarme, no hay más sitios libres. Perdona". – susurré -, “Ah, claro, disculpa”. De un rápido movimiento con el brazo, barrió las hojas y las depositó a un lado del amplio tablero que pareció ganar tamaño tan pronto como quedó expedito, tras lo cuál, volvió a sumergirse, tranquilamente, en su libro. Ajeno a mí y ajeno al resto del mundo. No levantó la cabeza ni una sola vez y cuando cuatro horas después, di por concluida mi sesión de estudio, él continuaba allí, bebiéndose aquél grueso tomo y realizando algún apunte aleatorio. No creo ni que se percatara de que me fui, tras una despedida cuyo eco pareció rebotar en el silencioso vacío más absoluto.

Ese fue mi primer contacto con Palmer, al que sucedieron muchos más, con independencia de que hubiera o no sitios disponibles en aquella enorme sala de estudio, tomé la costumbre de sentarme en la misma mesa: la del “chico raro”. Paulatinamente se fue creando un vínculo de camaradería, primero, entre nosotros que nos llevó, más tarde, a una profunda amistad que aún hoy permanece, si bien ya, desde la distancia.

Otro día, a finales de Curso, cuando nos tomábamos una pinta en un pub del Campus, aprovechando un receso en nuestras tareas, que se prolongó más de lo que teníamos previsto, me contó su especial idilio con las Matemáticas. Me explicó que desde que era pequeño, había intentado racionalizar cuanto acontecía a su alrededor, reduciendo cada suceso o acción a un silogismo: dos premisas y su conclusión lógica. “A eso – dijo – se reduce no sólo la Ciencia Matemática sino la vida en general. Todo ocurre por alguna razón previsible y todo, por tanto, se reduce a una explicación lógica”. Comprendí en ese momento su especial forma de ser, su carácter pragmático – de gran simplicidad – aunque, al principio, no fui capaz de entender lo que, supuse, se trataba de una fobia a los parásitos, ejemplo recurrente en todas nuestras conversaciones, cuando daba su opinión ante cualquier asunto, por intrascendente que éste pudiera ser. De este modo, tras cada razonamiento que desarrollaba a lo largo de nuestras dilatadas y cada vez más habituales charlas, terminaba sentenciando, con independencia del tema que tratáramos, de modo irremisible: “pues los parásitos son dañinos”.

Al principio me pregunté si no tendría alguna especie de trauma con esos pequeños organismos biológicos, si en su infancia no habría sufrido algún desagradable episodio en el que se pudiera encontrar explicación a lo que yo consideraba una especie de obsesión irracional que me llamaba aún más la atención tratándose de Palmer. Cuando le pregunté, me negó que hubiera sufrido ninguna experiencia concreta con alguna garrapata, piojo, lombriz, gusano o chinche, pero que cuando empezó a tener noción de sus relaciones sociales, pudo encontrar un gran paralelismo entre el funcionamiento de aquéllos entes con el comportamiento humano. Decía que siempre se los había imaginado como diminutos seres, con cabezas excesivamente grandes en proporción al resto del cuerpo, de aviesos ojillos negros que rezumaban maldad y que para seguir subsistiendo se veían obligados a nutrirse de otro ser – ahí fue cuando no tuve más remedio que reconocer que Palmer, como siempre, volvía a estar en lo cierto, encontrando, de la misma manera, una razón lógica a su conducta generalmente asocial -. 

Hasta ese día, jamás había sentido tanta afinidad con nadie, creo que fue en ese momento y no en otro, cuando descubrí en Palmer a mi alma gemela.

“Las picaduras duelen,
los parásitos pican…
luego los parásitos son dañinos”.
(“El silogismo de Palmer” – por mi Amigo Palmer W.)

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