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lunes, 20 de enero de 2014

El imperturbable estado de las cosas (Paracetamol, manta y caldo de pollo).



Si algo bueno puede tener atravesar un proceso gripal es, sin duda, que puedes omitir el recurso al despertador, tirarte en el sofá a leer o, simplemente, a dejar pasar el tiempo de convalecencia en ese trance de duermevela tan placentero. Interrumpido a ratos, es inevitable, por los dolorosos síntomas del enfriamiento o por algún inoportuno estornudo, sin olvidar claro está, el irritativo ataque de tos que termina produciendo agujetas en el estómago y unas insufribles náuseas. Es el momento del paracetamol, la manta y el caldo de pollo que nos administraban, con mimo, nuestras madres cuando nos quedábamos en casa por sufrir el providencial contratiempo que nos mantenía sin poder asistir a clase para envidia de nuestros hermanos y solazado deleite del enfermo.

Me despertó el aguijonazo en el pecho, obligado anuncio, que precede a esa virulenta tos, metálica y seca, cuyo eco se expande hasta restallar en el interior de la cabeza dolorosamente, mientras afloran las lágrimas y el escozor en la garganta se vuelve insoportable. Me incorporé en la cama, lo que provocó la repentina y transitoria descongestión de las fosas nasales. La tarde anterior ya había experimentado un malestar generalizado que hizo que volviera a casa antes de lo habitual. El paracetamol, antes de dormir y la larga ducha de agua caliente, casi hirviendo, no habían desplegado, al parecer, el esperado efecto represivo en el enemigo que acechaba, implacable, para abatirme… “Es gripe”, pensé resignada echándole un rápido vistazo al reloj: “¡Uf!… demasiado temprano para comenzar el día aún y demasiado tarde, ya, para intentar conciliar nuevamente el sueño…”, empecé a lamentarme. “Aunque tarde – razoné – si tuviera que dar inicio a mi jornada habitual, pero tengo gripe - ¡JA! -, suficiente justificación para quedarme en casa, sin atisbo alguno de remordimiento, la mañana de un viernes en el que no hay señalamientos fijados en mi agenda”. Sonreí mientras me recostaba plácidamente y me tapaba con el edredón. La antigua sensación, de remotos tiempos infantiles, volvió a embargarme. Ante mí se presentó, diáfano, el recuerdo de las caras, frustradas, de mis hermanas cuando, mochila en ristre y en ordenada fila india, desfilaban mirándome con más envidia que conmiseración, a su salida hacia el Colegio, mientras yo, que sostenía un vaso de zumo de naranja en una mano, las despedía con la otra moviéndola ligeramente, no por debilidad sino para evitar que, con el movimiento, se cayera el termómetro que mi madre acababa de acomodar para tomarme la temperatura; las miraba entonces con una expresión triunfal que apenas duraba el instante preciso de paladearla brevemente, antes de tornarla hacia una más piadosa y de resignado sufrimiento. Pues bien sabido es que las madres tienen ojos hasta en la nuca y la mía, lejos de ser una excepción es aún, a día de hoy, un verdadero portento de la observación, no escapándose a su percepción el menor detalle, lo que en mi niñez me valió más de un pellizco y reprimenda, cuando aprovechando lo que yo creía una distracción por su parte, hacía alguna de las mías. Sonreí en la oscuridad recordando aquellos momentos de infinito placer mientras me abandonaba, nuevamente, al sueño envuelta por la calidez de las sábanas.

Estaba bien entrada ya la mañana cuando volví a despertarme. La luz plomiza de un día lluvioso se filtraba a través de la cortina. Me desperecé lentamente, mientras intentaba desentumecer mis extremidades doloridas. Tras ducharme y sustituir el pijama por otro limpio, me encaminé a la cocina, luchando por mantener el equilibrio ante la atenazadora y vertiginosa sensación de mareo que se incrementaba a cada paso con una preocupante debilidad en las piernas que parecían a punto de ceder en cualquier momento.

Un zumo y un paracetamol antes de aterrizar, literalmente, sobre el sofá. Me cubrí con la manta mientras suspiraba complacida: el horizonte de todo un día de holganza por delante me saludaba como justa recompensa a mi padecimiento. Esperé, pacientemente, a que el fármaco hiciera su efecto, en esa especie de agradable sopor en el que aquella mañana, por título de convalecencia, tenía legítimo derecho a sumergirme. Dejé de ser consciente de mi cuerpo, tal era la placentera sensación que me imbuía, embriagada por esa poco usual inactividad matutina y reconfortada por el analgésico. Durmiendo a ratos, leyendo otros, adentrándome en el conocimiento de los numerosos e inservibles artículos ofertados en TeleTienda o bien, en las noticias de la actualidad rosa, comidilla en los mentideros de nuestro panorama social. Arrullada por los familiares aromas del Vick’s Vaporub y el caldo de pollo… Un día de agradable convalecencia solazada en el confortable reposo doméstico.

Y así transcurrió aquél viernes, en el que no salí por no convidar a nadie - a virus gripal, se entiende -, recibiendo las atentas llamadas de mis hermanas que, como en otro tiempo, me decían: “¡Qué suertuda…!” tras ofrecerse para suplir cualquier necesidad que pudiera tener y desearme una pronta mejoría. Un viernes de paracetamol, manta y caldo de pollo.

Pues, sin duda, es éste otro índice más del imperturbable estado de las cosas.


Mi Romancero Griposo:
Tú, y  sólo tú, me has hecho temblar de arriba abajo,
provocando que el sudor invadiera mi cuerpo y sintiendo un calor inusitado
me arrastraste a la cama apoderándote de todo mi ser, rendida por completo a ti,
tú y sólo tú, amada gripe mía.

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