Cuando aquél
verano decidí volver a Nueva York para disfrutar de mis vacaciones, esperaba
escapar a la canícula estival de la zona mediterránea, pero nada más lejos de
mis expectativas, los habitantes de la Gran
Manzana afirmaban que aquél era el agosto más caluroso de los
últimos treinta años, desconozco como fueron los anteriores, de lo que sí puedo
dar fe es de que, durante ese mes, el asfalto parecía derretirse bajo las suelas, ascendiendo de
él un vapor con intenso olor a alquitrán que se adhería a la piel, ya húmeda y
en continua transpiración desde primeras horas del día.
Decidí abandonar
Central Park y tomarme un refrescante respiro en cualquiera de las cafeterías
que pueblan la 5ª Avenida. No tardé en encontrar un precioso café, situado en la
esquina con la 87. El local, con grandes cristaleras invitaba a su visita,
siendo el principal efecto persuasor la pegatina colocada en la
puerta de entrada: “AIR CONDITIONING INSIDE”. Al entrar, recibí la repentina y agradable
caricia de una climatización fresca y seca. Me acomodé en una mesa del fondo,
la única que había libre, junto a dos venerables ancianas. Pedí una Diet Coke,
“big size” y, aunque no pretendía escuchar la conversación de la mesa vecina,
resultó inevitable. Cuando media hora después, las dos ancianas se levantaron,
dejaron tras de sí el cambio que el diligente camarero les había devuelto, un
dólar veinte, dos tazas con restos de té, un trozo de tarta de manzana sin
terminar de comer sobre el plato y una historia que debía ser contada: la de la
miserable existencia de Paton Cox.
La madre de Paton recibió la noticia de ese nuevo
embarazo con gran frustración y desencanto al principio que momentos después se
tornó en un agrio rechazo hacia lo que crecía en su interior y que ya intuía
pernicioso. Ese día comenzó a propinarse violentos golpes en el vientre que
aquél embrión, llamado luego Paton en honor al simpático perro tuerto que su
padre tuvo como mascota durante su niñez en un barrio del extrarradio de la
ciudad, recibió estoicamente, sin tan siquiera, intentar eludirlos, recibiéndolos con cierta delectación, al
provocarle, cada uno de los que les fueron asestados, un indescriptible placer.
Ya entonces decidió que el único fin que perseguiría a lo largo de su vida sería
devolver todos esos golpes de la peor forma que pudiera. A sangre fría, sin
arrepentimiento y sin piedad.
A veces, durante sus primeros años de vida, se preguntaba
si aquella brutal paliza recibida en el útero materno, no le había dejado como
secuela, la cara de patata que presentaba el conjunto de sus rasgos físicos y
aquél pequeño cuerpo ligeramente estevado, tampoco le importaba demasiado, era
simple curiosidad, en especial, cuando se comparaba con sus hermanos con
quienes no guardaba similitud alguna.
La familia Cox procedía de las más bajas esferas
sociales, pero tras la Gran Depresión
del 29, había sabido sacar provecho a la imperante necesidad ajena para medrar,
especulando incluso, con el hambre de sus vecinos, lo que había propiciado al
Sr. Cox su acceso a la clase “pudiente”, como flamante propietario de un próspero
negocio de compraventa y reparación de automóviles que esperaba, en un futuro,
convertir en un gran imperio pero que daba lo suficiente, mientras tanto, como
para permitirle a la familia, adoptar el estilo de vida burgués propio de aquél barrio céntrico en el que se habían
terminado por instalar y en el que, a pesar de sus denodados esfuerzos, seguían
desentonando, al no poder esconder su procedencia, origen y costumbres tras la
pretendida apariencia, basaba en la imitación del estilo de vida propio del
vecindario, pues con frecuencia, afloraban claros indicios que delataban sus
orígenes ciertos y su pasado algo turbio.
Paton nació una fría tarde de invierno y su primera
venganza se vio frustrada, en el último minuto, sólo por la pericia de aquél
Doctor, de altísimos emolumentos, que su padre había contratado para asistir a
la madre durante el parto. Casi mata a su madre el mismo día en que él vino a
la vida, tal y como se había propuesto. Aún sin conseguirlo, no se rindió.
Su niñez pasó de Colegio en Colegio, éstos, por caros y
exclusivos que fueran, siempre terminaban el curso para él con una prematura
expulsión, tras la que se le consideraba persona non grata debido al cruel comportamiento que presentaba, junto con
la explícita invitación de no volver a solicitar su inclusión como discípulo en
el Centro, lo que motivó que jamás llegara a obtener ningún título. No es que
tuviera una inteligencia brillante pero tampoco puede decirse que fuera completamente lerdo,
simplemente, era un ser insoportable para cuantos le rodeaban. Zafio y malvado,
sin mayor aspiración que causar el dolor en sus semejantes.
Todos pensaban que se trataba de una rebeldía propia de
la edad, pero lo cierto es que fue su obcecada negativa a acudir a la consulta
del Psiquiatra lo que motivó que su esquizofrenia jamás le fuera diagnosticada.
Con dieciocho años, los padres de Paton, lo enviaron a
una Escuela de Negocios. El Sr. Cox, había depositado en él, las escasas
esperanzas que aún mantenía de que, algún día, se hiciera cargo del negocio y
lo expandiera, dado que el resto de sus vástagos habían optado por otros
caminos profesionales ajenos a su actividad comercial y, aunque sin gran
convicción, accedió a mandar a Paton a aquella Escuela, en la que sólo
permaneció el tiempo preciso para formalizar su matrícula. Las clases llevaban
impartiéndose casi dos meses aquel fatídico día en que se presentó en el aula
por primera vez, únicamente, para insultar a condiscípulos y profesores, a
quienes acusaba de su deplorable vida marginal. Nuevamente, tras el preceptivo
Consejo, fue expulsado con todo deshonor de tan reputado Centro Académico.
Ante el nuevo y estrepitoso fracaso, el Sr. Cox lo “contrató”, o eso dijo, como empleado, a
cambio de un ridículo estipendio semanal, si bien guardaba las apariencias,
diciendo que “en atención a las
cualidades que ya mostraba, le estaba enseñando los secretos del negocio al
heredero para que tomara pronto las riendas”, cuando en realidad, Paton
sólo se encargaba de hacer algunos recados, tan insignificantes como superfluos,
con habituales paradas en el bar. Así nació su alcoholismo. Cuando alcanzó los
veinte años, no había un solo día en el que no se encontrara en un profundo estado beodo,
presentándose a trabajar puntualmente, bien es cierto, pero transcurriendo la jornada inmerso en
sus personales ocupaciones que no coincidían, ni de lejos, con las laborales.
Comenzó a frecuentar lo que su madre llamó “malas
compañías” y que, en modo alguno, podrían haber presentado una moral más
reprochable que la de su propio hijo. Alentado por éstas, se sumió en el
apasionante mundo de los negocios: se calzó elegantes zapatos ingleses y se
vistió con carísimos trajes italianos, hechos a medida dada su extraña complexión, para emprender sus
nuevos proyectos que, irremisiblemente, fracasaban incluso antes del inicio, dejando a
Paton sumido en cuantiosas deudas de las que se tenía que hacer cargo, luego,
su padre y con un buen puñado de dólares en las cuentas de aquellos que se
habían lucrado a costa de “aquél loco, idiota
y borracho, con delirios de grandeza”, utilizado como el tonto útil en las frustradas aventuras
empresariales. Fue así como Paton tuvo
consciencia de su inferioridad y lejos de admitirla, se creció, desafiando al
mundo y a toda la Humanidad, entró en una espiral de destrucción que empezaba
por su propio ser. Era pendenciero, provocador en la forma de conducirse,
rencoroso y maligno en el trato con sus iguales. No desaprovechaba ninguna
ocasión para hacer el mal gratuitamente, sin importarle quien fuera el objeto
de sus perversas acciones, encontrando en ellas un placer inmenso que le
alentaba a seguir respirando, único estímulo que era capaz de encontrar para
permanecer, día tras día, sobre la faz de la Tierra.
Jamás tuvo amigos, pues nunca supo cómo mantenerlos, dada
su inadaptación social y radical ausencia de empatía. Mentiroso compulsivo,
llegaba a creerse las mentiras que inventaba solo para ganarse el respeto de
los demás, que nunca se materializó, quedando como un simple “zoquete con pretensiones”.
Aquél ser de escasa estatura, poco agraciado y de inteligencia limitada, llegó
a dispensar tanta crueldad y fiereza como asco recibió, en justa
contraprestación, a lo largo de toda su despreciable vida.
Cuando su padre falleció le fue legado el viejo taller de repuestos. Se propuso entonces destruirlo como, último y envenenado,
homenaje póstumo a su predecesor. A pesar de su intolerable trato hacia los
Clientes y de su absoluta desidia en cuanto a las obligaciones que le eran
propias, el negocio, mal que bien, seguía funcionando para colérica frustración
de Paton.
Una noche no pudo más, de un salto se levantó de la cama
y poseído por un odio cegador se dirigió al taller, se había detenido antes a
comprar varios litros de gasolina, a nadie le extrañó que aquél ser deforme,
con fama de loco, se bajara en pijama de su coche en la Gasolinera y pidiera
cinco latas de combustible que acomodó en el maletero antes de irse a toda
velocidad. La vertió en cada rincón de aquél inmueble que representaba todo lo
que para él había simbolizado el poder opresor de un padre ante la propia
insignificancia de su miserable existencia. Encendió una cerilla que arrojó
momentos después, disfrutando impasible ante el espectáculo que tenía lugar:
una enorme bola de fuego, propagándose a una vertiginosa velocidad, engullía todo lo que encontraba a su paso, incluso,
aquellos nefastos recuerdos de cuando era, tan sólo, un pequeño embrión de
varias semanas desarrollándose en el seno de una madre que había intentado
impedir su nacimiento, al sentir como un ser indeseado ocupaba su útero,
creciendo lentamente en su interior, nutriéndose de una vitalidad que le iba restando a
ella paulatinamente, y justo entonces se percató de que aquella venganza no
sería completa si no acababa, también, con todo ese dolor que él mismo llevaba
experimentando, incluso, desde antes de venir al mundo. Tenía que ponerle fin, acabar
con él definitivamente, y no sólo con los recuerdos. Extinguir ese dolor para
siempre, hacerlo desaparecer.
No lo dudó un segundo: se arrojó de cabeza.
Los bomberos acudieron alertados por los vecinos. Cuentan
que, cuando llegaron, el fuego había consumido gran parte de la estructura y sólo
pudieron apreciar, entre aquellas ruinas carbonizadas, lo que parecía un ser
humano envuelto en llamas quien, entre sonoras y grotescas carcajadas, les
impidió que se le acercaran a sofocarlas, amenazándoles con arrojar el resto de
combustible sobre ellos.
Fue el fin. Así acabó la miserable existencia de Paton
Cox y, con ella, la maldad que germinó aquél día en el que una mujer embarazaba
se golpeaba el vientre para impedir el desarrollo del ser diabólico que, tenía
el convencimiento, estaba gestando.
“Es extraña la
ligereza con la que los malvados creen que todo les saldrá bien”.
(Víctor Hugo).