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lunes, 25 de junio de 2018

¿Dónde están mis papás, Donald?.




Hace sol pero sigo teniendo frío. La manta que nos han dado al llegar y que me recuerda a la que ponen sobre los muertos en los accidentes de auto que salen en los noticiarios, la he usado para arropar a mi hermano pequeño; estaba aterrado y se orinó encima cuando nos traían. Ahora duerme, rendido por el llanto del que aún quedan restos en sus mejillas regordetas, respira de forma entrecortada en un sueño inquieto. Pongo mi mano en su cabeza, como hace mamá conmigo cuando tengo pesadillas, y le retiro despacio el pelo que tiene pegado a la frente, puede que así se sosiegue. Hay policías a nuestro alrededor y hablan, entre ellos, en una lengua que no entiendo, las escasas veces que se dirigen a nosotros lo hacen en un español muy raro. Gritan y, a menudo, dan golpes con la porra en la malla metálica que nos rodea diciendo que nos callemos, que no lloremos más. Hay muchos niños, algunos como yo, otros mayores y, los menos, pequeños, muy pequeños. Están asustados, lloran en silencio y tiemblan llamando a sus padres. Cierro los ojos y pienso en mi abuela María Fernanda, antes de marcharnos me dio una medalla de la Virgen de Guadalupe para que me protegiera, meto la mano en mi camiseta y la aprieto fuerte, le suplico que papá y mamá vengan pronto a buscarnos. No sé dónde pueden estar. Cuando íbamos por la carretera dos coches de policía nos impidieron el paso, nos hicieron bajar de la camioneta y nos separaron: los niños por un lado, los papás por otro y las mamás, aparte. Lágrimas y lamentos, mamá implorando que no nos llevaran. Angustia, miedo, desesperación. No sé qué pasó, papá nos dijo que íbamos a un lugar muy bonito donde había casas con césped y niños jugando a baseball en la calle. Que comeríamos hamburguesas e iríamos al colegio en bus y no caminando durante horas. Que allí, a donde íbamos, yo no tendría que repartir periódicos para ganarme unas monedas y que, tanto mi hermano como yo, podríamos ser lo que quisiéramos de mayores, incluso astronautas. Íbamos a tener zapatillas de deporte para jugar al balón y él trabajaría mucho para comprar un auto y puede que hasta un perro, dijo, pero aquí no hay nada de eso, sólo hay una tela metálica. Me llamo Santiago, tengo once años, no sé qué hago aquí ni dónde están mis papás. Mi hermano abre los ojos y me pregunta de nuevo por mamá, cuándo va a venir. No lo sé. En ese momento dos hombres hablan y oigo un nombre: Donald. Le sonrío a mi hermano mientras le limpio los mocos resecos, que permanecen sobre su labio, con los restos del agua de la botella que una señora muy amable me ha dado antes de cerrar la puerta metálica, “¿Ves, José?, ¿lo has oído?, esos policías están diciendo algo del Pato Donald, a lo mejor esto es sólo la sala de espera para entrar a Disneyland… Papá y mamá seguro que ya están dentro y nos están esperando con Coca colas y perritos calientes. Venga, tranquilo, estamos en la antesala de un mundo mágico, ¿acaso no quieres ver a Mickey y a Pluto?. No llores, hombre… No llores, José, que Donald no te vea nunca así”.

“Una de las trampas de la infancia es que no hace falta comprender algo para sentirlo. Para cuando la razón es capaz de entender lo sucedido, las heridas en el corazón ya son demasiado profundas…” (Carlos Ruiz Zafón).




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