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lunes, 2 de abril de 2018

Las ratas de Waterloo.

Siempre me he sentido cautivada por ese entrañable personaje de “El Nini”, el niño sabio, casi profético, de la novela de Delibes. ‘Las Ratas’ se desarrolla en un pueblo de la España profunda, a modo de denuncia social de la tiranía ejercida por los latifundistas sobre la mísera población rural castellana. Su padre, el Tío Ratero, las cazaba para el propio sustento y vio peligrar su medio de vida cuando, por diversión, un vecino de un pueblo cercano comienza también a atraparlas en el mismo territorio provocando así un descenso de las presas, tan necesarias para su subsistencia. Son curiosas las asociaciones de ideas que el ignoto cerebro humano es capaz de realizar. Desde que diera inicio la actuación de la justicia frente a los golpistas, he venido acordándome de esta obra; desconozco si lo evocador, en mi subconsciente, es su título o si lo son los personajes pero ha sido inevitable realizar el recurrente paralelismo. El Nini, aun cuando tengo mis dudas si en la trama real del secesionismo lo personifica el Juez Llarena o nuestro magnífico Servicio de Inteligencia, ha terminado dando caza a la rata más gorda, también la más cobarde pues fue la que diera inicio a una deshonrosa huida, secundada más tarde por otros cabecillas del golpe de Estado llevado a cabo desde la, hoy se confirma lo que siempre supimos, ilusoria creencia de una total impunidad. Nadie puede estar abocado, eternamente, a la huida o a ese mal llamado “exilio”… Ya me pareció aciago para Puigdemont que optara, en su excelsa cortedad, por fijar su residencia en Waterloo, allí donde el sueño de Napoleón muriera definitivamente a manos de Wellington y con él los delirios de grandeza del perturbado personaje que, sin duda, bien pudo haber inspirado los sueños dementes de quien, una vez, intentó coronarse como el gran hacedor de una quimérica República Catalana que ha resultado ser como el champagne: tras descorchar con fuerza la botella las burbujas se han ido escapando, perdiendo fuerza, hacia el centro de Europa; huyendo como lo hacen las ratas en los naufragios. Cabía esperar valentía, sacrificio y lucha por parte de los artífices de tan extravagante proyecto que hubiera podido darle, quizás, un ápice de credibilidad pero esta vil rebelión contra el Estado de Derecho ha quedado reducida a un sainete de huida y retirada, en algunos, y a la opereta del espectáculo dado a la entrada en prisión de quienes se consideran mártires habiendo sido los victimarios del orden y la paz social en una parte de España. Ni siquiera compartían, en esa beoda enajenación, un proyecto común – la CUP confirma la fractura de las fuerzas independentistas desde el germen mismo de la rebelión -, no han dado el menor atisbo de solvencia y tan sólo han convencido a una parte de la población, intentando implantar una República sin raigambre histórica, sin fundamentos económicos ni el menor viso, tampoco, de su reconocimiento a nivel internacional. Ha sido, sin duda, un gran fraude en el que sólo unos pocos, los menos, han tenido la gallardía de afrontar las consecuencias de sus actos y en el que otros muchos, como Puigdemont y el resto de los huidos, siempre quedarán inscritos en el índice más vergonzante, aquél que comienza con la –c de COBARDÍA. Abatidos, como las ratas, en plena evasión. El soberbio de Carlos debió tener presente la Historia puesto que, ya se sabe, “de los escarmentados, nacen los avisados” aunque, como a Napoleón, le haya terminado perdiendo su propia demencia ególatra, sorda a cualquier advertencia, y es que… nunca hubo ratas en Waterloo.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 02/04/2018.


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