Llego exhausta y empapada en
sudor a la puerta de embarque: portátil, bolso, trolley -de las dimensiones
exigidas por la Compañía para ser considerado equipaje de cabina- a punto de
eclosionar, temo que, en cualquier momento, su contenido acabe desparramado
sobre el pulido suelo y el abrigo puesto, carezco de brazos ya en los que
portarlo. Quedan más de cuarenta minutos para embarcar, saco el portátil y me
dispongo a aprovechar el tiempo. Hay más pasajeros, en tránsito, procedentes de
otros puntos que también tomarán ese mismo vuelo hacia Roma donde tendré que
correr, otra vez, para alcanzar la conexión que me lleve a mi destino. Cada uno
está a lo suyo, respiro hondo intentando apaciguar el estrés que me invade cada
vez que salgo de viaje: los nervios que genera encontrar el vuelo en las
pantallas, la incertidumbre del tiempo que llevará llegar hasta el embarque, no
olvidar nada en la cafetería en la que has tomado un café malísimo después de
pasar el control de seguridad y recoger todas tus pertenencias de las diversas
bandejas donde las has diseminado y que acabas colocando rápidamente mientras
te abrasas el paladar con el contenido del vaso de plástico. Es lo que tiene
volar en clase económica: cargas con tu equipaje y no disfrutas de una sala VIP
en la que amenizar la espera. Reparo en un niño pequeño justo a mis pies, repta
por el suelo, se levanta, salta desde un carro porta-equipajes, grita, corre entre
quienes aguardan la apertura de la puerta con caras de fastidio ante las
molestias que provoca, me pregunto bajo la responsabilidad de quien estará.
Consulto el correo. Levanto la mirada justo cuando el niño impacta contra mí
golpeando el ordenador, le clavo los ojos entornados mascullando un “nene, te
estampaba contra la cristalera como si fueras una mosca”. Se aleja, vuelvo al correo.
No advierto que el señor que ocupaba el asiento de al lado se ha levantado
hasta que en mi campo de visión entra una manita gordezuela de dedos cortos que
invade el teclado golpeando las teclas aleatoriamente, el cursor escupe una
hilera indescifrable de símbolos y letras. Pienso en que si aquél enano con
azogue no fuera negro – sí, negro, como yo soy blanca o el que no tiene pelo es
calvo – hace tiempo que habría puesto el grito en el cielo pero, claro, nos
invade cierto pudor cuando el causante de la molestia es diferente. Le sujeto
la mano y busco con la mirada a la persona con la que viaja, es una chica que
habla por teléfono, al principio creo que es la hermana, no aparenta más de
quince o dieciséis años pero no, es la madre, la interrogo con la mirada
queriendo saber si piensa o no hacer algo. No suelto la mano del niño y se la
exhibo. “¡Ay!, espera, mi ‘amol’ que Alfonsito ‘parese’ que la ha vuelto a
‘lial’ – le dice al auricular con el acento dulzón del Caribe– Ande, mi negro -
¡¿mi negro?!, toma ya y yo con escrúpulos – pórtese bien o no le daré sus
chocolates”. El niño rompe en llanto, se tira al suelo y la emprende a patadas
conmigo. Ya está bien, hasta aquí hemos llegado, yo soy blanca y el que no
tiene pelo es calvo, el nene es un salvaje y ya puede ser verde aguamarina pero
yo no aguanto esta tortura más. “Oiga, haga el favor de atender a su hijo”. Es
lo que tiene volar en clase económica, ya lo ven. El señor que se sentaba a mi
lado ha ido en busca de alguien del personal de tierra que se dirige a la madre
llamándole la atención mientras él, en un perfecto inglés pincelado de matices italianos,
me explica que el niño lleva con esa actitud desde que salieron de Miami la
noche anterior. Sonríe mientras con el mentón me señala el periódico que
alguien ha olvidado en el que aparece la foto de una irreconocible Anna Gabriel
y sentencia: “Seguro que su compatriota no ha sufrido tales molestias durante
su viaje a Suiza”. “Claro –reconozco devolviéndole el guiño- ella es
anticapitalista y, sin duda, ya está acostumbrada”.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 26/02/2018.-