Ando últimamente pensando en
‘política’, no me malinterpreten, he estado elucubrando sobre el origen
etimológico del término ‘politeia’ o
teoría de la polis –ciudad-, no negaré que me sorprendió la ligazón que,
algunos doctos, establecen con ‘paideia’
–educación- también, de modo que ‘paid-agogia’,
pedagogía, deviene en “conducir al niño de la mano por el camino de la vida”...
Parece un chiste tal y como está el patio, ¿verdad?, aunque si lo pensamos con
detenimiento puede que sea ésta una explicación lógica al “borreguismo”, tan dócil
y servil, imperante. Sé que me caracteriza mi sentido del humor, a veces ácido
y siempre sarcástico, con frecuencia me río, por no llorar, intentando el
análisis en clave humorística, es por ello que suelo recurrir a un tono jocoso
cuando se hace precisa alguna crítica aunque, reconozco, esos arponazos no se
encuentren, jamás, huérfanos de veracidad en cuanto a la reclamación formulada.
A estas alturas, tras haber dejado atrás hace años -tantos que ya he perdido la cuenta- la
bisoñez de los románticos ideales de juventud y de haber, incluso, coqueteado
durante un tiempo con la política, el plácido discurrir del calendario ha ido
depositando una capa de absoluta indiferencia que ha terminado adhiriéndose a mi
piel cubriendo las cicatrices que las mil batallas libradas me han dejado, de
modo que he optado por conferir la mayor dosis de ingeniosidad posible a las
quejas por el deficitario funcionamiento, en general, que los servicios
públicos presentan y por la supina estupidez, en particular, que aqueja a la
clase política – soy de la opinión de que es precisamente en este ámbito donde
mejor se ha desarrollado la profesionalización de la estulticia pues,
indefectiblemente, el mal profesional acaba convirtiéndose en excelso político,
sálvese quien pueda-. No deja de asombrarme el hálito de etérea deidad que
envuelve al cargo público mientras lo detenta, loado y palmeado por doquier,
dejándose adular por aquellos que persiguen la obtención de algún beneficio.
Indignidad, ésta, tan evidente en el lisonjero como en el propio lisonjeado;
uno por descender al barro de las suelas que besa a expensas de lograr –o no
que, en este arte, el político es un experto- lo pretendido y el elogiado, por
su parte, por permitirlo a sabiendas de la rastrera causa que motiva que se le
reconozca como el más alto, el más guapo y el más listo. Jamás he soportado ese
indecoroso cobismo tan extendido y comúnmente aceptado como algo cotidiano
llegando, incluso, a estar bien visto al impostarse tras la mascarada genérica
de “las relaciones con contactos”. Vamos a ser claros: es hacer la rosca para
medrar u obtener un provecho propio, dejémonos de eufemismos, todo en la vida
social –y política- se reduce a ese refrán que glosa la vasta sapiencia popular
de “quien tiene padrino, se bautiza” o “dame pan y dime tonto”, así es y será
siempre desgraciadamente y, mientras, quienes nos negamos a volver a las
prácticas del vasallaje medieval, seguimos dando aldabonazos sordos por nuestro
obcecado rechazo a conseguir a título de graciosa concesión lo que nos debería
corresponder por derecho, ya lo ven. Siendo que, a quienes optamos por tal proceder,
se nos tilda de “disidentes” o “contestatarios” sólo porque nos negamos a
atusarles los bigotillos o a regalarles los oídos a los ‘servidores’ de la cosa
pública, criticando lo que es razonablemente criticable pese a reconocerles
también los adventicios aciertos que, por alguna extraña casualidad, puedan
tener, lo que nos hace merecedores del destierro en el favoritismo del Olimpo, efecto
natural e intrínseco de esa injusticia que se produce no tanto por actuar fuera
de la equidad sino por omitir su aplicación. Nuevo aldabonazo. Nada. Otro más y…
silencio administrativo. Invariablemente, el silencio.
“Quien gusta de ser adulado, digno es de su adulador”.
(William Shakespeare)
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 20/11/17.
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