Amanece sobre Jaén y me
dirijo, como cada día, a la piscina. Me cruzo con las cotidianas sombras
cansadas y trémulas que, en un calmo ritual, se encaminan hacia el centro a
sabiendas de que tampoco hoy tendrán nada que hacer más allá de dejar
transcurrir el tiempo pacientemente. Hombres jóvenes, en su mayoría, con el
rostro tiznado de sol africano deambulando a la espera de encontrar un jornal
de temporeros que les permita, siquiera, acariciar el Dorado que vienen
buscando. Hay que tener valor, mucho, para marcharte a un país con un puñado de
monedas en el bolsillo al reclamo de las oportunidades que te son negadas en el
tuyo. Les doy los buenos días y levantan la mirada que posaban antes en el
suelo contestando con una amplia sonrisa. Uno de ellos es Moussa. Moussa tiene 23
años. Los sábados, al finalizar mi entrenamiento, coincidimos en los aledaños de
la cafetería donde suelo desayunar. Hemos instaurado, tácitamente, un riguroso
orden de alternancia en nuestras mutuas invitaciones – creo que accedí al
obsequio para no ofenderlo – aunque los días que paga Moussa sólo me apetezca
café, una tostada es un gravoso lujo adicional que, no creo, pueda permitirse.
Durante uno de estos desayunos, en los que el aroma de las tazas humeantes se funde
con el del almizcle que todo él desprende, me contó que duerme junto con otros
compatriotas en el abandonado parking en construcción que ocupa las antiguas
instalaciones del Club Hípico donde han encontrado, dado que empieza a
refrescar, un techo bajo el que guarecerse a la espera del inicio de la campaña
de recogida de aceituna ubicando allí su hogar hasta que el albergue municipal
abra. Reparo en la pulcritud de su ropa y de las impolutas deportivas blancas; lava
con el agua que acarrea en garrafas desde el pilón del Convento de las
Bernardas y la deja tendida durante la noche para volver a guardarla, a la
mañana siguiente, en la mochila que siempre lo acompaña: “Todo aquí, todo. No
roban” la palmea satisfecho. Más tarde, en su rudimentario inglés que, no
obstante, nos permite la comunicación me dice que, desde hace una semana, un
grupo de rumanos intenta amedrentarlos para que se vayan y que, incluso, los
amenazan con barras de hierro pero él se niega a marcharse “Senegaleses
primero. No vamos. Ellos piden luego dinero a otros para dormir, quieren
vayamos pero espacio para todos”. “Moussa y… ¿qué pasa si no encuentras tajo en
la aceituna o, después, cuando acabe la campaña?, ¿dónde irás?”. Me clava sus
pupilas, risueñas y negras como la pez, se encoge de hombros y, mostrándome una
perfecta hilera nívea, contesta: “Dios sólo sabe”. Me asombra su falta de temor
pero, desde luego, no es ningún demente, es sólo una persona que persigue una ilusión:
regresar a la aldea al norte de Senegal, donde le esperan sus padres, abuela,
siete hermanas y tres hermanos pequeños, con el dinero suficiente para
construir una casa. Cuando me intereso por saber si le preocupa dónde dormirá
si, finalmente, se ve obligado a abandonar aquél destartalado edificio o si no
consigue una cama en el albergue, bebe, con parsimonia, un sorbo, sonríe y
contesta: “Dios es grande, nunca deja”. Abre la cartera de la que asoman las
esquinas dobladas de una deteriorada foto de su familia, me la tiende y afirma:
“Día yo vuelvo, hay gran casa y gran fiesta”, se levanta y paga los dos cafés
mientras, galante, aguarda a que yo también lo haga retirándome la silla. Al
despedirme de él veo el rostro de alguien que rebosa dignidad. Me pregunto si
no seremos nosotros quienes, al mirar para otro lado de esa cruel realidad que
sufren los jornaleros de sueños rotos, la hayan terminado perdiendo.
“Dignidad es el respeto que una persona
tiene de sí misma,
quien la tiene no puede hacer nada que lo
vuelva despreciable”.
Concepción Arenal
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