un circunspecto Oficial de
mostacho negro, tricornio y arma en mano, que irrumpió en el Congreso de los
Diputados mientras tenía lugar la sesión de investidura de Calvo-Sotelo como
Presidente del Gobierno. Solo hizo falta un grito: “¡Quieto todo el mundo!” seguido de una generalizada reacción de
desconcierto en los escaños que precedió al célebre “¡Al suelo, al suelo todo el mundo!” y el posterior estruendo de
una ráfaga de disparos al techo que cesaron a la orden de aquél Mando. Las
noticias eran confusas y sólo se sabía que un Teniente Coronel de la Guardia
Civil, junto con unos doscientos guardias a sus órdenes, había secuestrado a
los parlamentarios. Luego supimos que aquél mismo Guardia Civil había estado,
en todo momento, informado de que en otros puntos del país como Sevilla, a
cargo del C. General P. Merry Gordon; en Valencia, por parte del C. General
Jaime Milans del Bosch; en Zaragoza con Elícegui Prieto y Barcelona, con
Pascual Galmes, así como con las dudas de Baleares y Canarias, se secundaba aquella
entrada en el Congreso y las consecuencias que de ella se derivarían caso de
prosperar. Pero sigue, aún hoy, siendo un misterio qué pretendía aquél Guardia
Civil en realidad pues siendo evidente que no podía tratarse de una acción
individual nunca se desveló cual fue el objetivo perseguido, si lo era la
creación de un Gobierno apoyado por la propia Casa Real o bien, si la verdadera
intencionalidad, pudiera haber sido la de dar un golpe de estado militar que
acabara con el Estado Constitucional. Se podrán compartir, o no, las
motivaciones que en su día tuviera el T. Coronel D. Antonio Tejero para
encabezar aquella acción; podrá ser, o no, objeto de nuestra simpatía pero, siempre,
habrá de reconocérsele el mérito de no haber perdido ni la templanza ni el
decoro; a las diez de la mañana, poco antes de entregarse tras conocer el
fracaso, se fumaba tranquilamente un pitillo en la puerta del Congreso después
de haber tenido en vilo, toda una noche, a España entera y habremos de
reconocer, también, que aquella actuación infringió la Ley, lo que le hizo
merecedor del procesamiento y la condena, justa o injusta, a 30 años de
reclusión por el delito de rebelión militar consumado con apreciación del
agravante de reincidencia y la accesoria de pérdida de empleo, lo que supone la
mayor deshonra que un miembro de la Guardia Civil puede sufrir: la expulsión
del Cuerpo con pérdida del grado. Tengo para mí que D. Antonio –que hoy pasa
largas y plácidas temporadas, el hombre, en su casa de Torre del Mar- acusó más
la degradación y su expulsión con deshonor que la privación de libertad, pena
que aceptó, empero, con la dignidad y gallardía de quien viste de uniforme pues
aunque despojado de sus galones, es militar y militar morirá. Las catorce horas
que duró, lo que los legalistas denominaron la tentativa de “asalto a una Alta
Institución del Estado” por parte de un hombre, tuvieron un precio tan elevado
como doloroso y humillante... Me pregunto la condena que debe, entonces,
corresponder a los integrantes de un Gobierno autonómico que lleva atentando,
desde la manifestación del “Som una
nació, nosaltres decidim” en 2010, directamente contra la Constitución
Española, quebrantando la Ley y mofándose de nuestros Tribunales, en un intento
de romper la indisoluble unidad nacional, crispando y fraccionando a la
población e instigando el incumplimiento masivo de la legalidad con un
referéndum que no están legitimados a convocar; secuestrando, con su proceder,
a aquellos ciudadanos que no quieren la pretendida independencia pues no se me
ocurre mejor definición de rebelión civil. Y me pregunto, también, cuál sea la
que merezca nuestro displicente Gobierno que teniendo las armas
constitucionales para evitarlo, no sólo no lo ha hecho sino que expone al
escarnio público de las vejaciones y mezquinas provocaciones secesionistas a los
compañeros de aquél que, un día, fue reo de rebelión militar. Seguramente, esa
pena, fuese mucho mayor.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario
VIVA JAÉN, 18/09/2017.
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