Las redes sociales ardían. No
podía ser de otro modo: “Escuchando a Arrimadas en el debate de T5 sólo puedo
desearle que cuando salga esta noche la violen en grupo, porque no merece otra
cosa semejante perra asquerosa”. A caballo entre el estupor y la más profunda
aversión, volví a leer aquél extravío intentando digerirlo, lo más execrable no
era ya el aberrante deseo en sí -¿puede existir algo más vil?- sino que proviniera
de otra mujer. Me quedé pensativa clavando mi mirada en el sinuoso baile que
mantenían los cubitos de hielo derritiéndose, ajenos a mis cavilaciones, entre
trozos de limón y vainas de cardamomo, en la copa de gin tonic que tenía sobre
la mesa. Una metáfora perfecta, concedí, acerca del modo en que la tolerancia y
el respeto se diluyen en ese espacio virtual donde la depravación no conoce
límites, un gran agujero negro que engulle identidades permitiendo que el
insulto y la injuria queden suspendidos en el limbo de la impunidad aunque,
aquél, no fuera el caso, prueba evidente no de su valentía sino de su
incuestionable estulticia, la autora de tamaña atrocidad tenía nombre,
apellidos y un rostro. La reacción de Inés Arrimadas no se hizo esperar
anunciando la denuncia –algo lógico si reparamos en el contenido, inmoral y
absolutamente ilegal, del mensaje, personalmente lo considero encuadrable en
los delitos de incitación al odio y la violencia, quizás la más aterradora de
las que puedan existir, y de injurias pues, no contenta con el ignominioso
deseo conferido, además, la insulta-; como tampoco tardó la de la empleadora de
la filóloga, tal es su cualificación profesional, al cesarla fulminantemente en
su puesto. Pero en un indecoroso intento de intercambiar los papeles asignados
a las protagonistas de este vergonzoso vaudeville, no faltó quien, a
continuación, intentara impostar la lícita reacción de Arrimadas en una
desproporcionada respuesta que, afirmaba sin pudor, debió omitir. Se victimizaba
a quien no dudó en expresarse de modo tan abominable, alegando que se trataba
de una “persona anónima”, con nula repercusión en las redes sociales, imputando
a la injuriada haber cometido una “grave irresponsabilidad”, desde la
proyección social que le confiere su cargo político, al no ocultar la identidad
de la ofensora. Nuevamente no daba crédito: se culpaba a la víctima de haber
arrojado a su “desconocida” agresora al más descarnado sistema parajudicial, el
de las fieras fauces del animal cibernético donde sería fagocitada, presa de la
ira de las redes, en plena tormenta punitiva, encontrando allí la “desmedida” y
“cruenta” pena del pecado cometido. Sigo, aún hoy, sin saber qué me produce
mayor rubor: si el mezquino comentario realizado públicamente por una mujer
atentando contra la dignidad de otra, incitada únicamente por el odio de sus
diferencias ideológicas; si la hilarante tentativa de culpabilizar a la víctima
o bien, si lo es, el lamento plañidero de la autora del oprobio, pues lo que le
inquieta no es haber perdido el trabajo sino saber que no va a volver a
encontrar otro, sin que, a día de hoy, conste disculpa alguna a la vilipendiada.
Todo ello me lleva a plantearme, amigos lectores, si el hecho de que se actúe
desde la ausencia de notoriedad social exime de la responsabilidad por la perpetración
del acto a su autor, el daño causado es un daño, con absoluta independencia de
la transcendencia social que obtenga la lesión o ¿acaso si un asesino le quita
la vida a alguien en ausencia de testigos deja de cometer un asesinato?. Seamos
coherentes.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario
VIVA JAÉN, 11/09/2017.
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