Es curioso el sistema
educativo actual, cualquier monigote de cinco años repite, como un papagayo, la
obra pictórica de Van Gogh datándola correctamente o describe, con gran
minuciosidad y sin haberla visitado, las bondades cromáticas de la Capilla
Sixtina deleitando al auditorio en los estudios anatómicos de Miguel Ángel pero
llega a los doce sin, apenas, saber leer y escribir o sumar y restar.
Maravillas del progreso que, en el moderno ámbito pedagógico, se llama
“proyectos”, unos métodos inspirados en las teorías constructivistas de Piaget
y los logros académicos de Montessori. Y los padres tan contentos, oigan, ellos
hacen “huelgas de deberes” porque quieren que su hijo o hija “sea feliz” y yo
siempre digo lo mismo: tendrán al más feliz de todos los pollinos posibles,
será un pollino pero feliz, feliz-felicísimo, sin duda, pues un ignorante
carece de cualquier preocupación que lo atribule. Es lo que todo padre anhela
para su hijo: la felicidad. Muchos “proyectos”, mucho constructivismo y mucho
diálogo pero donde se pongan las horas estudio para el afianzamiento de los
contenidos aprendidos en clase… porque, claro, luego viene la segunda parte
¿nos hemos planteado por qué en lugar de fomentar la cultura del esfuerzo,
formando a las generaciones del mañana del modo más sólido pasamos a
facilitarle el laxo acceso a la Universidad al vago, al lerdo y al apático
imponiéndole, como resultado de una inercia imposible, unos estudios que no va
a aprovechar pero que suponen un ingente gasto al Estado?, ¿no tenemos el
pundonor de aspirar, siquiera, a formar profesionales competentes para su
integración en el mercado europeo?, ¿acaso no vemos, tampoco, la necesidad de
destacar con la marca España liderando el crecimiento de los países de la Unión?.
No, lejos de eso, caemos en la autocomplacencia del retroceso educativo, no
podemos obviar que tenemos el cuestionable honor de encontrarnos a la cola en
ámbitos tan sintomáticos como las matemáticas y la comprensión lectora por obra
y gracia de la santa LOGSE. “Yo lo que quiero es que mi hijo sea feliz”, repiten
recurrentemente los padres de los nuevos pollinos y pollinas fabricados en
serie, ¡toma ya, pues claro, es lo que quieren todos los padres! pero algunos
hijos tuvimos normas y horarios, rutinas, obligaciones y responsabilidades,
valores y principios y, sinceramente, no creo que fuéramos niños infelices
sino, simplemente, formados. Sabíamos que nada se consigue sin esfuerzo y
disciplina, reprobábamos la violencia en cualquiera de sus formas por lo que no
precisábamos de “mediadores” ni de ninguna campaña anti-acoso en nuestros
centros escolares; asumíamos, con gran facilidad y, en ocasiones, con la instructiva
ayuda de algún castigo o pescozón, conceptos como “respeto”, “amistad”,
“responsabilidad” o “generosidad” y, por supuesto y sobre todo, hacíamos los
deberes. No me imagino a ninguno de mis condiscípulos de entonces, agrediendo
hoy a médicos en Centros de Salud, destrozando mobiliario urbano, denunciando a
profesores, evadiendo impuestos, explotando a sus trabajadores o siendo
asistidos, durante su declaración en alguna Comisaría, por un abogado. A ellos
no. Parece que ya se nos olvida, señores, pero los niños crecen o ¿acaso
nosotros, una vez, no lo fuimos?.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en diario VIVA JAÉN, 08/05/2017.
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