Pese a los refractarios
intentos de esos radicalismos ultralaicistas por extirpar la fe católica y
cualquiera de sus manifestaciones -fe inmune a soflamas desde hace ya dos mil
años y me barrunto yo que así continuará por otros dos mil más-, los creyentes
seguimos fieles a nuestra tradición, ya sea festejando la Natividad o la
Epifanía o bien conmemorando la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
Quienes, además, pertenecemos a alguna Cofradía anhelamos la salida de nuestras
imágenes para procesionar por las calles, viviendo con devoción nuestra
estación de penitencia al acompañar, como es mi caso, a la Divina Madre en su
Santa Soledad con la oración. Lejos de ñoñerías y mojigaterías doy inicio a mi
recorrido encomendándome a la Santísima Virgen, repitiendo jaculatorias y
dejando aparte, durante el trayecto, la realidad de mi alrededor. Estos dos
últimos años se ha unido una de mis sobrinas a la que le inculco ese
sentimiento y admito que ha sido reconfortante concluir en el Templo con la
satisfacción de estar transmitiendo el legado que, previamente, me fuera
trasladado por mis mayores. No obstante, he de reconocer, también, que es cada
vez más difícil guardar el mutismo exigible ante los continuos martirios que,
los Hermanos de Luz, nos vemos obligados a sufrir durante nuestro itinerario y
que se han convertido en la verdadera penitencia. Desconozco el origen de esa
absurda moda, tan extendida entre la chiquillería de un tiempo para acá, de ir
con un palito que sujeta una bola de papel de plata que van formando con la
cera multicolor de los cirios que piden a los nazarenos quienes vemos, de este
modo, continuamente alterado nuestro recogimiento por el reguero de insufribles
chinches que, al acecho, aprovechan cualquier parada para arremolinarse a la
ensordecedora caza y captura de tan preciado material. No fueron dos o tres,
pude llegar a contar más de setenta, desde que salí de la Iglesia y hasta que
regresé, si bien con ciertos momentos de alivio cuando alguna providencial racha
de viento apagaba la llama. Junto a ello, que bien podría equipararse al
insoportable roce de un enorme cilicio rasgando la piel, hay que añadir la
flagelación que suponen los comedores de pipas compulsivos que esputan la
cáscara sobre la calzada, rociando al de al lado si es menester, sin importarles
que, por ella, transiten luego los pasos y quienes les acompañamos, siendo que,
con frecuencia, al habitual dolor de pies y calambres en los dedos tras horas de
lento caminar, se unen los dolorosos pinchazos en las plantas descalzas de
quienes realizan su itinerario desprovistos de zapatos. Pero, sin duda, el
culmen del martirio infligido viene de la mano de los ocupantes de las tribunas
de primera fila -deben estar desfallecidos por el ímprobo esfuerzo realizado al
permanecer cómodamente en sus sillas a la estática espera de los tronos- porque
hay que sortear los brazos que dejan colgar hacia fuera y con los que
impactamos a nuestro paso, agradecidos, al menos, de que no todos sostengan un
cigarrillo que pueda prendernos la capa o el moquero. De modo que, oigan, la
verdadera penitencia de los cofrades que salimos en las procesiones viene dada
por la imposibilidad de abstraernos durante nuestro recorrido que es alterado,
irremisiblemente, por la banda sonora que nos acompaña desde su inicio: el ‘clac-clac’
de las pipas antes de ser lanzadas a modo de tachuelas que nos taladran los
pies desnudos; la algarabía de hordas de pequeños seres ruidosos pidiendo cera con
la que realizar una bola cuya utilidad sigo sin conocer; los continuos
empujones de quienes, sin el menor reparo, atraviesan entre la comitiva y,
finalmente, los recurrentes choques con las extremidades superiores de los
exhaustos ocupantes de las sillas de primera fila en la Carrera. Intenten, por
favor, dar ejemplo a sus hijos omitiendo tales conductas, háganles ver que
están ante una estación de penitencia y no asistiendo al desfile de carrozas de
los Reyes Magos -no es una Semana de Fiesta sino de Pasión- ya hay quienes
intentamos dárselo a los nuestros, imponiendo un decoro y un silencio que,
antes o después, se terminará quebrando con un “¡Nenes ya!... con las
peloticas”. Si no quieren unirse a nuestra oración tengan el recato para que
nosotros podamos hacerlo.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, Diario VIVA JAÉN 17/04/2017.
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