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lunes, 3 de abril de 2017

La maleta.



Todos alcanzaremos la edad octogenaria algún día. Esa etapa, en las postrimerías de la vida, debiera ser tan plácida y apacible como en la película de Mark Rydell, “El estanque dorado” que, lejos de centrarse en los naturales conflictos generacionales, nos pinta, en sutil clave de humor, el pequeño drama que supone ese viaje hacia la esencia de la madurez, tomando consciencia de las limitaciones de la senectud y de la ineludible proximidad de la muerte a la que nos acostumbramos a mirar de lejos pensando en vano que podremos burlarla eternamente. No debería ser un período triste ni estar, tampoco, unido a palabras como “soledad” o “abandono” sino algo más parecido al “descanso del guerrero”, el de ese veterano gladiador que, tras toda una vida de esfuerzo y abnegada entrega, ve finalmente recompensados sus días con el regalo más preciado: un tiempo reconfortante, calmo y sosegado, sin mayor obligación que la de disfrutarlo paladeando el cariño de todos aquellos por los que, durante años, ha estado velando. Pero tendemos, con más frecuencia de la deseable, a perder la paciencia incluso a evitar el trato cotidiano con personas mayores de quienes, si bien de modo inconsciente no por ello menos peyorativo, afirmamos con ironía que se les ha ido la cabeza, que repiten continuamente lo mismo y que vaya “coñazo” dan; y lo pensamos o lo decimos sin reparar en que han estado dedicándonos una vida que nosotros no siempre sabemos merecer. Observo, con un nudo en la garganta, la entrañable silueta de Carmela, se aleja arrastrando lentamente la última de las maletas que, durante los días precedentes, ha ido transportando desde el piso que ha sido siempre su casa hasta su nuevo hogar en una residencia de ancianos. Ha declinado mi ofrecimiento de acompañarla y ayudarle con el equipaje, la va a recoger un sobrino. Ella, puntual, está lista casi cuarenta minutos antes de la hora acordada: “No me gusta hacer esperar a nadie, a mí es que no me gusta molestar” me ha dicho sonriendo como siempre, jamás la he visto seria desde que instalé mi despacho en el bajo del edificio. Cada día ha venido a saludar, a traer, junto con su buen humor y simpatía, durante las largas tardes estivales de intenso trabajo algún refresco y en Navidad no se ha olvidado nunca de los bombones. Siempre pendiente: “No te vayas a ir muy tarde, hija mía, que se hace de noche pronto y están las calles muy oscuras”, “Si algún día tienes mucho trabajo no te quedes sin comer, sube a mi casa que pronto te apaño yo un filete con patatas fritas y huevos” o esa tímida llamada a la puerta, cuando no hemos coincidido en varios días, “¿Estás bien, no?, es que llevo mucho sin verte ¿no estás mala, verdad?”, la amplia sonrisa acentúa las arrugas y motas que los años han ido dejando impresas en la piel de su rostro, “Estoy bien, Carmela, es que he estado de viaje por trabajo, pero estoy bien, ¿qué tal tú?”, “¡Pues joía! –se ríe de manera pícara-…  muy joía, con tantos años ¿cómo voy a estar?” y se iniciaba así una breve charla entre risas y chascarrillos que se ha venido repitiendo durante los tres últimos años. Sigo con la mirada su marcha, pausada pero firme, hasta que casi ha llegado a la esquina, no puedo reprimir el impulso entonces y corro detrás de ella, “¡Carmela!... – se vuelve- oye… que la semana que viene, cuando ya estés instalada, me acerco a verte. Y otra cosa: pórtate bien y no seas gamberra, que no te tengan que regañar las monjas ¿eh?”, bromeo forzando una sonrisa aunque, en realidad, tengo ganas de llorar: voy a echarla de menos. La abrazo de nuevo, fuerte muy fuerte, y poco después continúa su camino tirando de la pesada maleta, en ella se lleva su humor, mi cariño y… toda una vida.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en VIVA JAÉN, 03/04/2017

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