Todos alcanzaremos la edad
octogenaria algún día. Esa etapa, en las postrimerías de la vida, debiera ser
tan plácida y apacible como en la película de Mark Rydell, “El estanque dorado”
que, lejos de centrarse en los naturales conflictos generacionales, nos pinta,
en sutil clave de humor, el pequeño drama que supone ese viaje hacia la esencia
de la madurez, tomando consciencia de las limitaciones de la senectud y de la ineludible
proximidad de la muerte a la que nos acostumbramos a mirar de lejos pensando en
vano que podremos burlarla eternamente. No debería ser un período triste ni
estar, tampoco, unido a palabras como “soledad” o “abandono” sino algo más
parecido al “descanso del guerrero”, el de ese veterano gladiador que, tras
toda una vida de esfuerzo y abnegada entrega, ve finalmente recompensados sus
días con el regalo más preciado: un tiempo reconfortante, calmo y sosegado, sin
mayor obligación que la de disfrutarlo paladeando el cariño de todos aquellos
por los que, durante años, ha estado velando. Pero tendemos, con más frecuencia
de la deseable, a perder la paciencia incluso a evitar el trato cotidiano con
personas mayores de quienes, si bien de modo inconsciente no por ello menos peyorativo,
afirmamos con ironía que se les ha ido la cabeza, que repiten continuamente lo
mismo y que vaya “coñazo” dan; y lo pensamos o lo decimos sin reparar en que
han estado dedicándonos una vida que nosotros no siempre sabemos merecer. Observo,
con un nudo en la garganta, la entrañable silueta de Carmela, se aleja
arrastrando lentamente la última de las maletas que, durante los días
precedentes, ha ido transportando desde el piso que ha sido siempre su casa
hasta su nuevo hogar en una residencia de ancianos. Ha declinado mi
ofrecimiento de acompañarla y ayudarle con el equipaje, la va a recoger un
sobrino. Ella, puntual, está lista casi cuarenta minutos antes de la hora
acordada: “No me gusta hacer esperar a
nadie, a mí es que no me gusta molestar” me ha dicho sonriendo como
siempre, jamás la he visto seria desde que instalé mi despacho en el bajo del
edificio. Cada día ha venido a saludar, a traer, junto con su buen humor y
simpatía, durante las largas tardes estivales de intenso trabajo algún refresco
y en Navidad no se ha olvidado nunca de los bombones. Siempre pendiente: “No te vayas a ir muy tarde, hija mía, que se
hace de noche pronto y están las calles muy oscuras”, “Si algún día tienes
mucho trabajo no te quedes sin comer, sube a mi casa que pronto te apaño yo un
filete con patatas fritas y huevos” o esa tímida llamada a la puerta,
cuando no hemos coincidido en varios días, “¿Estás
bien, no?, es que llevo mucho sin verte ¿no estás mala, verdad?”, la amplia
sonrisa acentúa las arrugas y motas que los años han ido dejando impresas en la
piel de su rostro, “Estoy bien, Carmela,
es que he estado de viaje por trabajo, pero estoy bien, ¿qué tal tú?”, “¡Pues joía!
–se ríe de manera pícara-… muy joía, con tantos años ¿cómo voy a
estar?” y se iniciaba así una breve charla entre risas y chascarrillos que
se ha venido repitiendo durante los tres últimos años. Sigo con la mirada su
marcha, pausada pero firme, hasta que casi ha llegado a la esquina, no puedo
reprimir el impulso entonces y corro detrás de ella, “¡Carmela!... – se vuelve- oye…
que la semana que viene, cuando ya estés instalada, me acerco a verte. Y otra
cosa: pórtate bien y no seas gamberra, que no te tengan que regañar las monjas
¿eh?”, bromeo forzando una sonrisa aunque, en realidad, tengo ganas de
llorar: voy a echarla de menos. La abrazo de nuevo, fuerte muy fuerte, y poco
después continúa su camino tirando de la pesada maleta, en ella se lleva su
humor, mi cariño y… toda una vida.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en VIVA JAÉN, 03/04/2017
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