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lunes, 9 de enero de 2017

El año que dejó huérfana a la Generación Perdida.


Me siento tranquila, al abrigo de esa placidez, casi irreverente, de los días “tontos”, esos días laborables en fechas navideñas en los que, como hoy, poco o nada se hace pese a no ser festivo, en la terraza de una cafetería del centro, aprovechando los últimos rayos de un sol tenue de invierno. Pido un café y enciendo el e-book para sumergirme en una vida, más allá de la real, en la que una puede ser lo que se le antoje. Un niño pequeño – de apenas cinco o seis años – se estampa contra el respaldo de la silla, debía ir distraído o no tiene una buena visión con el casco de Darth Vader que lleva, la madre lo sujeta por el hombro: “Mira por donde vas, hombre. Disculpa” me dice; el niño me mira, o eso intuyo, y balbucea un tímido “Perdón” amortiguado por la máscara. Le acaricio el hombro mientras le contesto “No pasa nada, ha sido sin querer. ¡Que la Fuerza te acompañe, joven Padawan!”, lo veo alejarse mientras mueve la espada láser, a modo de saludo de despedida, girando un par de veces la cabeza antes de desaparecer de mi campo de visión. Me ha traído recuerdos, me he visto a mí misma, también con el casco de Darth Vader, asistiendo al estreno de lo que sería el inicio de una mítica saga en el teatro Asuán, a finales de 1977. Pienso en aquellos años y pienso, también, como el 2016 ha sido el que ha dejado huérfana a la Generación Perdida, esa que integramos los que ya hemos cruzado el umbral de los 40, también llamada X. Es mi generación, a la que el pasado año nos ha despojado del traje de Peter Pan para asestarnos los mazazos de la desaparición – escalonada bien es cierto aunque no por ello menos dolorosa – de los iconos de nuestra bisoñez.
Perdimos primero a David Bowie, inspirador de esos estilismos imposibles durante los 80 al grito de “We can be heroes… just for one day…”, apenas nos estábamos recuperando cuando nos sorprendió la muerte de Manolo Tena y días después la del inimitable Prince, ese necesario enfrentamiento con la realidad nos iba haciendo conscientes de que parte de nuestra adolescencia y primera juventud se iba agotando, como la silenciosa arena que se desliza implacable del compartimento superior al inferior, provocando la angustia del inexorable paso del tiempo en el reloj. Con Leonard Cohen, el poeta de la voz rota, pensábamos – pobres ilusos – que se daba por concluida la siniestra pléyade de óbitos e intentábamos conservar, a duras penas, la imagen nítida en nuestra memoria de los últimos rescoldos que nos transportaban a aquellas tardes de primavera en las que todo eran canciones y reuniones con amigos, cintas rebobinadas con bolígrafos Bic y las primeras cañas. Acababa, casi ya, el año cuando lloramos con el entrañable “Last Christmas” de George Michael, esta vez, siendo más conscientes que nunca de que fueron sus últimas Navidades y lo peor aún estaba por llegar, aun cuando se nos venía anunciando que, tras sufrir un infarto en pleno vuelo, la Princesa Leia se debatía entre la vida y la muerte en un hospital californiano, fue el desenlace fatal lo que nos hizo llorar la marcha de la hermana melliza de Luke Skywalker que ya forma parte de las estrellas de esa galaxia muy lejana… la de nuestra cándida adolescencia.
Apuro el pitillo y pienso en aquél magistral ensayo de Unamuno en el que describía su tiempo, un tiempo triste que es el mismo que se sigue expandiendo más de un siglo después, “Extiéndese y se dilata por toda nuestra sociedad una enorme monotonía que se resuelve en atonía, uniformidad mate, ingente ramplonería. Todo por empeñarse en disociar lo asociado y formular lo informulable… (…) … Las fuerzas más frescas y juveniles se agotan en establecerse en la lucha por el destino. Se ahoga a la juventud sin comprenderla”  y de repente también me siento vieja.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca,  VIVA JAÉN 09/01/17.


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