Me siento tranquila, al abrigo
de esa placidez, casi irreverente, de los días “tontos”, esos días laborables
en fechas navideñas en los que, como hoy, poco o nada se hace pese a no ser
festivo, en la terraza de una cafetería del centro, aprovechando los últimos
rayos de un sol tenue de invierno. Pido un café y enciendo el e-book para
sumergirme en una vida, más allá de la real, en la que una puede ser lo que se
le antoje. Un niño pequeño – de apenas cinco o seis años – se estampa contra el
respaldo de la silla, debía ir distraído o no tiene una buena visión con el
casco de Darth Vader que lleva, la madre lo sujeta por el hombro: “Mira por
donde vas, hombre. Disculpa” me dice; el niño me mira, o eso intuyo, y balbucea
un tímido “Perdón” amortiguado por la máscara. Le acaricio el hombro mientras
le contesto “No pasa nada, ha sido sin querer. ¡Que la Fuerza te acompañe,
joven Padawan!”, lo veo alejarse mientras mueve la espada láser, a modo de
saludo de despedida, girando un par de veces la cabeza antes de desaparecer de
mi campo de visión. Me ha traído recuerdos, me he visto a mí misma, también con
el casco de Darth Vader, asistiendo al estreno de lo que sería el inicio de una
mítica saga en el teatro Asuán, a finales de 1977. Pienso en aquellos años y
pienso, también, como el 2016 ha sido el que ha dejado huérfana a la Generación
Perdida, esa que integramos los que ya hemos cruzado el umbral de los 40, también
llamada X. Es mi generación, a la que el pasado año nos ha despojado del traje
de Peter Pan para asestarnos los mazazos de la desaparición – escalonada bien
es cierto aunque no por ello menos dolorosa – de los iconos de nuestra bisoñez.
Perdimos primero a David
Bowie, inspirador de esos estilismos imposibles durante los 80 al grito de “We
can be heroes… just for one day…”, apenas nos estábamos recuperando cuando nos
sorprendió la muerte de Manolo Tena y días después la del inimitable Prince,
ese necesario enfrentamiento con la realidad nos iba haciendo conscientes de
que parte de nuestra adolescencia y primera juventud se iba agotando, como la
silenciosa arena que se desliza implacable del compartimento superior al
inferior, provocando la angustia del inexorable paso del tiempo en el reloj.
Con Leonard Cohen, el poeta de la voz rota, pensábamos – pobres ilusos – que se
daba por concluida la siniestra pléyade de óbitos e intentábamos conservar, a
duras penas, la imagen nítida en nuestra memoria de los últimos rescoldos que
nos transportaban a aquellas tardes de primavera en las que todo eran canciones
y reuniones con amigos, cintas rebobinadas con bolígrafos Bic y las primeras
cañas. Acababa, casi ya, el año cuando lloramos con el entrañable “Last
Christmas” de George Michael, esta vez, siendo más conscientes que nunca de que
fueron sus últimas Navidades y lo peor aún estaba por llegar, aun cuando se nos
venía anunciando que, tras sufrir un infarto en pleno vuelo, la Princesa Leia
se debatía entre la vida y la muerte en un hospital californiano, fue el
desenlace fatal lo que nos hizo llorar la marcha de la hermana melliza de Luke
Skywalker que ya forma parte de las estrellas de esa galaxia muy lejana… la de
nuestra cándida adolescencia.
Apuro el pitillo y pienso en
aquél magistral ensayo de Unamuno en el que describía su tiempo, un tiempo
triste que es el mismo que se sigue expandiendo más de un siglo después, “Extiéndese y se dilata por
toda nuestra sociedad una enorme monotonía que se resuelve en atonía,
uniformidad mate, ingente ramplonería. Todo por empeñarse en disociar lo
asociado y formular lo informulable… (…) … Las fuerzas más frescas y juveniles
se agotan en establecerse en la lucha por el destino. Se ahoga a la juventud
sin comprenderla” y de
repente también me siento vieja.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, VIVA JAÉN 09/01/17.
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