Creo que todos tenemos, o creemos tener, secretos inconfesables. Miserias
que no nos atreveríamos jamás a contar a nadie e, incluso, ni a reconocer a
alguien muy cercano. Son esos episodios escondidos en nuestra memoria que nos
despiertan sentimientos como el sonrojo, la vergüenza y, en ocasiones, el
arrepentimiento más profundo por algo que jamás deberíamos haber hecho, en
definitiva, el temor a que éstos puedan, en algún inoportuno momento de nuestra
vida, salir a la luz y quedar expuestos para nuestro propio bochorno.
Creo, también, que uno es tanto más feliz, cuanto menor es la inquietud
que ese riesgo representa, ya sea porque se ha alcanzado ese grado de madurez
que te permite estar por encima de cualquier opinión o comentario proferido por
seres que te resultan indiferentes o bien, simplemente, porque se sea conocedor
de que todos, absolutamente todos, tenemos secretos que guardar y que, por lo
general, antes de criticar, lo aconsejable siempre es si no superar, sí al
menos, alcanzar. Máxime si se asume que poco o escaso interés pueden suscitar en
quien teniendo una vida plena no se interesa por la de los demás.
Es el final de una de esas
tardes de primavera que invitan a sentarse en una terraza al sol y disfrutar de
un gin tonic en la silente compañía
de la lectura. Me encuentro sumergida en las bondades de Walt Whitman, ajena a la vida que transcurre a mi alrededor,
absorta en las líneas paridas por la genialidad del ‘poeta vagabundo’, cuando una inesperada presencia pone fin a tan
deliciosa lectura. Levanto la mirada y experimento un irreprimible sentimiento
de apatía. No tengo la menor intención de departir, siendo evidente que ni me
voy a tomar la molestia de hacer el intento.
No se hacen precisos absurdos
convencionalismos tales como “¿te importa
que me siente?”, “no quiero molestar” o “sí,
por favor, siéntate y dime qué te apetece tomar”. Es una recíproca y tensa
mirada, clavando un par de gélidos iris en otros pétreos y es, entonces,
cuando da inicio un coloquio silencioso, pero revelador. Una conversación
corrosiva e hiriente en un total y absoluto mutismo, denso y pegajoso como la
pez. Preguntas y respuestas que se suceden lentamente, según un tácito orden
establecido, cargadas de reproches o puede que sea sólo impostada suficiencia
por una parte y sincera indiferencia por la otra ¡qué más da!. Bebo, despreocupada,
un trago de la copa en la que el hielo comienza a derretirse, emanando tenues
bostezos cítricos que despiertan mi sensibilidad olfativa. Y es cuando encuentro la respuesta,
tardía e inútil: “sólo me quise a mí”.
Me pregunto por qué ahora, pues jamás formulé pregunta alguna, por conocer,
sobradamente, la réplica y lo que en su día me importó, hoy ya me suscita el
más profundo desinterés.
Esa es, sin lugar a dudas, mi
inconfesable miseria: el hastío. Lo reconozco. Es mi profundo hastío.
Apago el cigarrillo en el
cenicero dando por concluida la conversación y omitiendo cualquier despedida,
más allá que la que manifiesta mi propio lenguaje corporal, retorno a la
plácida lectura “Come, said my soul, such
verses for my Body le tus write (for we are one), that should I after return,
or, long, long hence, in other spheres, there to some group of mates the chants
resuming…”.
Cuando vuelvo a levantar la
vista, estoy nuevamente sola y es cuando pienso, esta vez ya sí en voz alta, “Estoy en esa etapa de mi vida en la que le
vas a vacilar ya, a tu…” el gorjeo cantarín de los gorriones sobre las
copas de los árboles que prestan esa sombra natural a la parte más alejada de
la terraza, interrumpen la frase. Sonrío
para mis adentros reconociendo que ese trino ha sido de lo más oportuno.
Y así fue como, tras obtener
una confesión jamás solicitada, tomé consciencia de que poco o nada me
importaba. Que aquél hecho ajeno, vergonzoso y vergonzante, siempre lo había
conocido y, dado el tiempo transcurrido, incluso, olvidado. Sigo sin comprender
qué movió a Pick aquél día a dar una respuesta, si no fue por el mero hecho de
exorcizar su negra y pesada alma. Pese a que ya no era, ni sería nunca, asunto
mío, como tampoco lo son el resto de las íntimas sordideces que los demás
puedan, o no, ocultar con celo. Me resultan ajenas, total, profunda y
absolutamente ajenas…
Y con eso, desnudo las mías,
pues es evidente que peco del mayor desapego hacia lo soez y así aquí lo dejo
expuesto.
“Lo único imperfecto en la Naturaleza es la raza humana”
(Fowler)
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