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jueves, 30 de abril de 2015

Las Confesiones de Pick.





Creo que todos tenemos, o creemos tener, secretos inconfesables. Miserias que no nos atreveríamos jamás a contar a nadie e, incluso, ni a reconocer a alguien muy cercano. Son esos episodios escondidos en nuestra memoria que nos despiertan sentimientos como el sonrojo, la vergüenza y, en ocasiones, el arrepentimiento más profundo por algo que jamás deberíamos haber hecho, en definitiva, el temor a que éstos puedan, en algún inoportuno momento de nuestra vida, salir a la luz y quedar expuestos para nuestro propio bochorno.
Creo, también, que uno es tanto más feliz, cuanto menor es la inquietud que ese riesgo representa, ya sea porque se ha alcanzado ese grado de madurez que te permite estar por encima de cualquier opinión o comentario proferido por seres que te resultan indiferentes o bien, simplemente, porque se sea conocedor de que todos, absolutamente todos, tenemos secretos que guardar y que, por lo general, antes de criticar, lo aconsejable siempre es si no superar, sí al menos, alcanzar. Máxime si se asume que poco o escaso interés pueden suscitar en quien teniendo una vida plena no se interesa por la de los demás.

Es el final de una de esas tardes de primavera que invitan a sentarse en una terraza al sol y disfrutar de un gin tonic en la silente compañía de la lectura. Me encuentro sumergida en las bondades de Walt Whitman, ajena a la vida que transcurre a mi alrededor, absorta en las líneas paridas por la genialidad del ‘poeta vagabundo’, cuando una inesperada presencia pone fin a tan deliciosa lectura. Levanto la mirada y experimento un irreprimible sentimiento de apatía. No tengo la menor intención de departir, siendo evidente que ni me voy a tomar la molestia de hacer el intento.

No se hacen precisos absurdos convencionalismos tales como “¿te importa que me siente?”, “no quiero molestar” o “sí, por favor, siéntate y dime qué te apetece tomar”. Es una recíproca y tensa mirada, clavando un par de gélidos iris en otros pétreos y es, entonces, cuando da inicio un coloquio silencioso, pero revelador. Una conversación corrosiva e hiriente en un total y absoluto mutismo, denso y pegajoso como la pez. Preguntas y respuestas que se suceden lentamente, según un tácito orden establecido, cargadas de reproches o puede que sea sólo impostada suficiencia por una parte y sincera indiferencia  por la otra ¡qué más da!. Bebo, despreocupada, un trago de la copa en la que el hielo comienza a derretirse, emanando tenues bostezos cítricos que despiertan mi sensibilidad olfativa. Y es cuando encuentro la respuesta, tardía e inútil: “sólo me quise a mí”. Me pregunto por qué ahora, pues jamás formulé pregunta alguna, por conocer, sobradamente, la réplica y lo que en su día me importó, hoy ya me suscita el más profundo desinterés.

Esa es, sin lugar a dudas, mi inconfesable miseria: el hastío. Lo reconozco. Es mi profundo hastío.

Apago el cigarrillo en el cenicero dando por concluida la conversación y omitiendo cualquier despedida, más allá que la que manifiesta mi propio lenguaje corporal, retorno a la plácida lectura “Come, said my soul, such verses for my Body le tus write (for we are one), that should I after return, or, long, long hence, in other spheres, there to some group of mates the chants resuming…”.

Cuando vuelvo a levantar la vista, estoy nuevamente sola y es cuando pienso, esta vez ya sí en voz alta, “Estoy en esa etapa de mi vida en la que le vas a vacilar ya, a tu…” el gorjeo cantarín de los gorriones sobre las copas de los árboles que prestan esa sombra natural a la parte más alejada de la terraza, interrumpen la frase. Sonrío para mis adentros reconociendo que ese trino ha sido de lo más oportuno.

Y así fue como, tras obtener una confesión jamás solicitada, tomé consciencia de que poco o nada me importaba. Que aquél hecho ajeno, vergonzoso y vergonzante, siempre lo había conocido y, dado el tiempo transcurrido, incluso, olvidado. Sigo sin comprender qué movió a Pick aquél día a dar una respuesta, si no fue por el mero hecho de exorcizar su negra y pesada alma. Pese a que ya no era, ni sería nunca, asunto mío, como tampoco lo son el resto de las íntimas sordideces que los demás puedan, o no, ocultar con celo. Me resultan ajenas, total, profunda y absolutamente ajenas…

Y con eso, desnudo las mías, pues es evidente que peco del mayor desapego hacia lo soez y así aquí lo dejo expuesto.

“Lo único imperfecto en la Naturaleza es la raza humana”
(Fowler)

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