Por más que algunos se empecinen en decir que los abogados no
trabajamos y que vivimos “como Dios”, tengo que reconocer que este año está
siendo especialmente duro en cuanto a la carga de trabajo que me estoy viendo
obligada a soportar. Una tensión continua me obliga a permanecer en el Despacho
larguísimas jornadas, aún a costa de mi propio tiempo libre, cada vez más
escaso y empiezo a sospechar que, también, de mi salud. Hace un tiempo sufrí un
episodio que, no negaré, me obligó a hacer un parón, que perduró, no obstante, lo suficiente
hasta que se me pasó el miedo, lógico y natural, dada la sintomatología, que me
produjo. Pero… el ser humano es como es y, nuevamente, volví, envalentonada, a
lo que no es sino mi rutina diaria: trabajo, presión, trabajo, plazos, trabajo,
señalamientos, trabajo, tensión… una agenda a punto de quebrarse con cada nueva
anotación, como mi propio sistema nervioso, sobrecargado y exhausto…
Me ha despertado un agudo
aguijonazo en la frente. La luz se cuela por debajo del antifaz que uso para
dormir, provocándome un dolor insoportable que se clava en mi retina como una
tachuela. Es una sensación parecida a esa resaca – horrible – que me asaltaba
tras una larga noche calavera, en mi época de estudiante, cuando la exigua
economía de entonces, me obligaba a optar entre la disyuntiva 'cantidad –
calidad', durante una larga procesión nocturna por los diversos antros de una
ciudad de neón y superpoblada, a aquellas horas, de caras conocidas de
universitarios que deambulábamos entre risas beodas y flirteos que hoy me parecen ridículos.
Intento incorporarme de la
cama. Me siento, retirándome la suave pantalla sedosa que me sume en la
oscuridad absoluta que tanto preciso para dormir. Parpadeo dolorosamente un par
de veces, notando una eléctrica pesadez en los párpados. La habitación me da
vueltas, en una insufrible sensación de vértigo acompañada de náuseas, intento
estirar los músculos del cuello que noto contracturados, experimentando la
dañina y familiar sensación que parece bloquearlos: me palpo el trapecio que irradia una
descarga ascendente hacia el esplenio. Cierro los ojos y lentamente me dejo
caer, deslizándome, sobre la almohada. Aprieto los dientes intentando paliar
los efectos del nuevo latigazo que me ha descargado la simple y necesaria
respiración.
Me resigno a sufrir un nuevo
episodio de jaqueca aguda, provocado por esa contractura severa que, desde hace
años, atenaza mi zona cervical, cargándola un poco más con cada anotación en mi
agenda. Suspiro, es inútil resistirme. Ha vuelto. Y me barrunto yo, por la
entidad de la presión que taladra mi sien, que no va a ser para una breve
visita. Miro al techo, pero tengo que cerrar los ojos poco después, estrellitas
de un brillante verde fluorescente parecen seguir, ahí arriba, una siniestra
danza ancestral junto a la lámpara. No sé por qué me viene a la memoria el
ritual TA GE chino y me imagino una
amalgama de bailarines vestidos de ese estridente color, arremolinándose sobre
mi cabeza, en un baile macabro que me produce una desagradable sensación,
atenazando mi garganta y presionando mis sienes.
Es inevitable asistir a esa
espiral luminiscente sin sentir una profunda sensación de mareo, resultado de
la jaqueca oftálmica que clava sus afilados incisivos para dejarme totalmente
desmadejada y a merced del dolor en la cama un día más. Otro. “Paciencia” – me
repito -, paciencia para aguantar el envite traicionero que me va a privar de
un maravilloso domingo de sol, a juzgar por la luminosidad que se adivina tras
la cortina.
Estiro el brazo para coger un
libro – “Todo bajo el cielo”, de Matilde Asensi -, me arrellano, no sin gran
esfuerzo, sobre los almohadones y lo abro por la señal que indica donde lo dejé
anoche, bien entrada ya la madrugada. Las líneas parecen tener movimiento
propio, se me antojan hileras de hormigas caminando en fila, acercándose o
alejándose respecto de las antecedentes. Desisto.
Vuelvo a tumbarme bocarriba,
es imposible leer. La cabeza sigue dando vueltas para mi propia desesperación…
Resoplo. La diabólica danza de los bailarines chinos sigue su frenético ritmo
sobre mí.
Me pregunto por qué no inventará
alguien una píldora mágica que haga desaparecer la tensión emocional y los
devastadores efectos que sobre el organismo humano presenta su somatización.
Intento dejar la mente en blanco, como esos taoístas que fundamentan su
meditación en la ausencia total de reflexión, vaciándose de pensamientos en pos
de un estado de felicidad absoluta. Es dificultoso conseguirlo pues aunque te
imagines una nívea sábana, siempre termina colándose algún ideograma, alguna imagen
que capta tu atención y que te extrae, de un plumazo, de ese estado próximo al nirvana que no es sino el anhelado vacío
mental, empiezo a sospechar.
Un dolor fino, como el del
cristal al resbalar por la piel mojada, se instaura en mi frente,
incrementándose a cada latido: pum, pum, pum… pum. Cierro los ojos de nuevo y
me sumo en un estado de resignada aceptación de ese insistente martirio que
se ha instalado en mi cabeza.
No sé en qué momento debí
dormirme, lo que sí supe es que ya era casi de noche cuando me desperté. Había
dormido durante todo el día, la jaqueca había desaparecido y con ella la
sensación de mareo que me había tenido encadenada a la cama durante todo aquél
domingo. Ni rastro ya de la diabólica danza fluorescente de aquellos siniestros
bailarines suspendidos en el espacio, cuando miré, de nuevo, hacia
el techo. Habían desaparecido por fin.
Me levanté con mucha cautela,
como evitando despertarlos, cansados como, sin duda, debían estar por el
esfuerzo físico que les habría supuesto aquél baile que me había atormentado desde
la mañana y me dirigí a la ducha, durante largo rato dejé resbalar el agua
caliente sobre mi cabeza, encontrando así una reconfortante sensación, era como si
por el desagüe también desaparecieran, junto con la espuma del gel, los restos
del dolor de cabeza, del mareo y de la angustia. Me sequé y me puse unos
vaqueros usados y una vieja camiseta del revés, evitando el contacto con la molesta etiqueta acrílica y las costuras, mientras notaba el tacto rugoso de la madera
bajo las plantas, aún húmedas, de mis pies. Me movía con sigilo, podían
acecharme en cualquier rincón de la casa, raudos a dar inicio a su desenfrenado movimiento verde
de nuevo para clavarse, una vez más, en mi ojo izquierdo.
Me tumbé en el sofá y de
manera inconsciente posé, distraidamente, la mirada en el guerrero de Xian que, a tamaño natural, tengo en una
esquina del salón, un rostro desprovisto de alma, inmóvil, con su armadura del
ejército imperial, velando el sueño eterno del Primer Emperador y no sé por
qué, tengo el convencimiento de que desde hace tiempo guarda celoso, también, la recurrente vuelta de mi
odiada jaqueca. Y lo creo por la forma en que clava en mí sus ojos vacíos,
huérfanos de vida pero, aún así, aviesos y alerta. Siempre alerta, a la eterna
espera de esa despiadada y lacerante danza TA GE…
“En la sombra, lejos de la luz del día, la melancolía suspira sobre una
cama triste,
el dolor a su lado y la jaqueca en su cabeza”.
(Alexander Pope).
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