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miércoles, 15 de abril de 2015

El guardián de la jaqueca.


Por más que algunos se empecinen en decir que los abogados no trabajamos y que vivimos “como Dios”, tengo que reconocer que este año está siendo especialmente duro en cuanto a la carga de trabajo que me estoy viendo obligada a soportar. Una tensión continua me obliga a permanecer en el Despacho larguísimas jornadas, aún a costa de mi propio tiempo libre, cada vez más escaso y empiezo a sospechar que, también, de mi salud. Hace un tiempo sufrí un episodio que, no negaré, me obligó a hacer un parón, que perduró, no obstante, lo suficiente hasta que se me pasó el miedo, lógico y natural, dada la sintomatología, que me produjo. Pero… el ser humano es como es y, nuevamente, volví, envalentonada, a lo que no es sino mi rutina diaria: trabajo, presión, trabajo, plazos, trabajo, señalamientos, trabajo, tensión… una agenda a punto de quebrarse con cada nueva anotación, como mi propio sistema nervioso, sobrecargado y exhausto…

Me ha despertado un agudo aguijonazo en la frente. La luz se cuela por debajo del antifaz que uso para dormir, provocándome un dolor insoportable que se clava en mi retina como una tachuela. Es una sensación parecida a esa resaca – horrible – que me asaltaba tras una larga noche calavera, en mi época de estudiante, cuando la exigua economía de entonces, me obligaba a optar entre la disyuntiva 'cantidad – calidad', durante una larga procesión nocturna por los diversos antros de una ciudad de neón y superpoblada, a aquellas horas, de caras conocidas de universitarios que deambulábamos entre risas beodas y flirteos que hoy me parecen ridículos.

Intento incorporarme de la cama. Me siento, retirándome la suave pantalla sedosa que me sume en la oscuridad absoluta que tanto preciso para dormir. Parpadeo dolorosamente un par de veces, notando una eléctrica pesadez en los párpados. La habitación me da vueltas, en una insufrible sensación de vértigo acompañada de náuseas, intento estirar los músculos del cuello que noto contracturados, experimentando la dañina y familiar sensación que parece bloquearlos: me palpo el trapecio que irradia una descarga ascendente hacia el esplenio. Cierro los ojos y lentamente me dejo caer, deslizándome, sobre la almohada. Aprieto los dientes intentando paliar los efectos del nuevo latigazo que me ha descargado la simple y necesaria respiración.

Me resigno a sufrir un nuevo episodio de jaqueca aguda, provocado por esa contractura severa que, desde hace años, atenaza mi zona cervical, cargándola un poco más con cada anotación en mi agenda. Suspiro, es inútil resistirme. Ha vuelto. Y me barrunto yo, por la entidad de la presión que taladra mi sien, que no va a ser para una breve visita. Miro al techo, pero tengo que cerrar los ojos poco después, estrellitas de un brillante verde fluorescente parecen seguir, ahí arriba, una siniestra danza ancestral junto a la lámpara. No sé por qué me viene a la memoria el ritual TA GE chino y me imagino una amalgama de bailarines vestidos de ese estridente color, arremolinándose sobre mi cabeza, en un baile macabro que me produce una desagradable sensación, atenazando mi garganta y presionando mis sienes.

Es inevitable asistir a esa espiral luminiscente sin sentir una profunda sensación de mareo, resultado de la jaqueca oftálmica que clava sus afilados incisivos para dejarme totalmente desmadejada y a merced del dolor en la cama un día más. Otro. “Paciencia” – me repito -, paciencia para aguantar el envite traicionero que me va a privar de un maravilloso domingo de sol, a juzgar por la luminosidad que se adivina tras la cortina.

Estiro el brazo para coger un libro – “Todo bajo el cielo”, de Matilde Asensi -, me arrellano, no sin gran esfuerzo, sobre los almohadones y lo abro por la señal que indica donde lo dejé anoche, bien entrada ya la madrugada. Las líneas parecen tener movimiento propio, se me antojan hileras de hormigas caminando en fila, acercándose o alejándose respecto de las antecedentes. Desisto.

Vuelvo a tumbarme bocarriba, es imposible leer. La cabeza sigue dando vueltas para mi propia desesperación… Resoplo. La diabólica danza de los bailarines chinos sigue su frenético ritmo sobre mí.

Me pregunto por qué no inventará alguien una píldora mágica que haga desaparecer la tensión emocional y los devastadores efectos que sobre el organismo humano presenta su somatización. Intento dejar la mente en blanco, como esos taoístas que fundamentan su meditación en la ausencia total de reflexión, vaciándose de pensamientos en pos de un estado de felicidad absoluta. Es dificultoso conseguirlo pues aunque te imagines una nívea sábana, siempre termina colándose algún ideograma, alguna imagen que capta tu atención y que te extrae, de un plumazo, de ese estado próximo al nirvana que no es sino el anhelado vacío mental, empiezo a sospechar.

Un dolor fino, como el del cristal al resbalar por la piel mojada, se instaura en mi frente, incrementándose a cada latido: pum, pum, pum… pum. Cierro los ojos de nuevo y me sumo en un estado de resignada aceptación de ese insistente martirio que se ha instalado en mi cabeza.

No sé en qué momento debí dormirme, lo que sí supe es que ya era casi de noche cuando me desperté. Había dormido durante todo el día, la jaqueca había desaparecido y con ella la sensación de mareo que me había tenido encadenada a la cama durante todo aquél domingo. Ni rastro ya de la diabólica danza fluorescente de aquellos siniestros bailarines suspendidos en el espacio, cuando miré, de nuevo, hacia el techo. Habían desaparecido por fin.

Me levanté con mucha cautela, como evitando despertarlos, cansados como, sin duda, debían estar por el esfuerzo físico que les habría supuesto aquél baile que me había atormentado desde la mañana y me dirigí a la ducha, durante largo rato dejé resbalar el agua caliente sobre mi cabeza, encontrando así una reconfortante sensación, era como si por el desagüe también desaparecieran, junto con la espuma del gel, los restos del dolor de cabeza, del mareo y de la angustia. Me sequé y me puse unos vaqueros usados y una vieja camiseta del revés, evitando el contacto con la molesta etiqueta acrílica y las costuras, mientras notaba el tacto rugoso de la madera bajo las plantas, aún húmedas, de mis pies. Me movía con sigilo, podían acecharme en cualquier rincón de la casa, raudos a dar inicio a su desenfrenado movimiento verde de nuevo para clavarse, una vez más, en mi ojo izquierdo.

Me tumbé en el sofá y de manera inconsciente posé, distraidamente, la mirada en el guerrero de Xian que, a tamaño natural, tengo en una esquina del salón, un rostro desprovisto de alma, inmóvil, con su armadura del ejército imperial, velando el sueño eterno del Primer Emperador y no sé por qué, tengo el convencimiento de que desde hace tiempo guarda celoso, también, la recurrente vuelta de mi odiada jaqueca. Y lo creo por la forma en que clava en mí sus ojos vacíos, huérfanos de vida pero, aún así, aviesos y alerta. Siempre alerta, a la eterna espera de esa despiadada y lacerante danza TA GE

“En la sombra, lejos de la luz del día, la melancolía suspira sobre una cama triste,
el dolor a su lado y la jaqueca en su cabeza”.

(Alexander Pope).

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