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martes, 21 de abril de 2015

Llanto por un Jurista.


Supongo que, como ocurre con todo en la vida, sólo valoras lo que tienes cuando lo pierdes y no porque te resulte indiferente sino porque, suele ocurrir, te acostumbras a su presencia, integrándola en la cotidianeidad de los días, con la inconsciente convicción de que será imperdurable.
Hace unas semanas, despedimos a un gran Jurista, de los de “la Vieja Escuela”, la encarnación de un símbolo que todo Abogado debiera tener como referente, desde el inicio de su carrera hasta las postrimerías de la misma, pues siempre he tenido el convencimiento de que para ser un buen profesional, se ha de ser, primero, buena persona y es lo que, sin duda, concurría en D. Enrique del Castillo Rodríguez Acosta a quien me unía una relación personal que no me impidió, no obstante, conocerle también como Abogado, pues aún cuando ya se encontrara jubilado su incesante actividad intelectual, rasgo distintivo de su carácter, le impedía permanecer ajeno a nuestra profesión. Su honradez, su mesura, su templanza, su equidad, su objetividad y la minuciosidad en sus razonamientos hicieron de él lo que fue, es y será siempre, pues aunque, entre lágrimas lo despidiéramos la tarde de un Viernes Santo, seguirá vivo en nuestro recuerdo, máxime cuando la mayoría de todas esas cualidades las han heredado sus hijos, de quienes me precio de ser, AMIGA. Esta gran persona, discreta y humilde, jamás pasó desapercibida para quienes le conocimos y si, hoy, tuviera que aplicarle una calificación, habría de pasar, necesariamente, por la BONDAD… Don Enrique del Castillo era, es y será siempre, buena persona, buen esposo, buen padre, buen jurista y, por encima de todo, un gran SEÑOR, que lo fue y seguirá siendo. DON ENRIQUE DEL CASTILLO RODRÍGUEZ ACOSTA, Jurista y Señor por cuna y… por fortuna, para quienes le conocimos, me atrevo a afirmar.

El calor, aquella mañana de mediados de julio, era sofocante, apenas si habían dado las once y la atmósfera ya parecía estancada, provocando a los sufridos transeúntes una transpiración pegajosa que se mezclaba con el vapor que ascendía del asfalto y las bocanadas de aire caliente expelidas por las máquinas de aire acondicionado que ya trabajaban al límite del paroxismo en un vano afán de calmar el martirio de quienes, no teníamos otra opción que la de cumplir con nuestra obligación laboral, pese a que aquél aire resultaba irrespirable e inducía a un profundo sopor. Me dirigía, con un grueso expediente bajo el brazo, al Despacho de una compañera y, sin embargo, amiga íntima, Fátima del Castillo, para intercambiar con ella impresiones sobre aquél tedioso procedimiento judicial que se estaba prolongando en el tiempo más de lo que resulta saludable para cualquier sistema nervioso, a causa de recurrentes suspensiones por diferentes causas, absurdos escritos de más de quince folios presentados por la parte contraria y clamorosas providencias judiciales que suponían auténticos dislates jurídicos aunque, como diría Enrique, “sea dicho esto con el mayor de los respetos hacia el Tribunal, siempre”. Timbré en el porterillo y en seguida la puerta de acceso al portal cedió, fue un alivio momentáneo el frescor con el que me recibió aquél edificio del Paseo de la Estación y me aproximé al ascensor. Pulsé el botón de llamada que permaneció indiferente a la solicitud. Volví a hacerlo en dos ocasiones más: inútil, la pequeña luz de la botonera no se encendió por más presión que imprimí a su pulsación. Resoplé contrariada, el ascensor volvía a estar estropeado, fruto de un irreprimible impulso provocado por la impotencia, le solté una ruidosa patada y emprendí la ascensión de las nueve plantas, en la que, a partir del segundo piso, el expediente se resbalaba, dejando estampadas en la carátula esas horribles marcas de dedos que tanto me molestan, tendría que cambiar la carpeta tan pronto como regresara a mi despacho, pensé con cierta aprensión.

Cuando llegué al rellano del piso noveno no había ni un solo centímetro de mi piel por el que no corriera un abundante reguero de sudor. Respiré hondo varias veces para serenar mi agitada respiración y llamé. Me abrió Fátima que no pudo contener la carcajada, sin duda, al ver en mi cara, congestionada por el esfuerzo, la contrariedad pintada. “Se me ha olvidado decirte que el ascensor estaba estropeado”, me saludó atascándosele las palabras en la risa que intentaba contener. Entré y pude ver, a mi paso, que en el despacho del fondo, el más amplio y luminoso, ya se encontraba su padre, Enrique, leyendo el periódico sobre aquél escritorio de madera noble y en la sola compañía de su gran pasión: la ópera. Como era mi costumbre, entré a saludarle, habitualmente le daba un beso en la mejilla y mantenía una breve charla con él, siempre agradable, ya fuera acerca de los viajes que, frecuentemente, hacíamos Fátima y yo, sobre la actualidad, la política o… cómo no, el trabajo.

Apenas unos minutos después, me senté ya en el despacho que ocupa Fátima y al otro lado de la mesa, extendí la documentación y los numerosos escritos que se habían ido integrando en las actuaciones, plagados de anotaciones marginales y 'post it', a grandes rasgos, le expliqué entonces, cuál sería mi estrategia, el acerbo enconamiento con la contraparte, el cansancio de todo aquél curso judicial y la bochornosa temperatura de aquellos últimos días, sin duda, empezaban a hacer mella en mí, pues tendía a perderme, abundando en detalles totalmente superfluos, por obvios y evidentes, en la resolución del procedimiento, razonamientos redundantes que provocaban un profundo hastío en Fátima que, a pesar de ello, me escuchaba emitiendo algún resoplido tras sus comentarios, más que acertados, en los que me sugería ser más sintética, siempre desatendidos por mí, que seguía, obcecadamente, con aquella letanía…

Y en aquellas lides nos encontrábamos, cuando apareció en el quicio de la puerta Enrique, venía a despedirse, pero que al ver la escena se interesó por aquello que provocaba tan vehemente defensa por mi parte, se lo expliqué, aturullándome, en un intento de trasladarle el más nimio detalle y él, pacientemente, tras concluir yo aquella espesa disertación, con ese gesto reflexivo, tan suyo, sentenció: “El acto de celebración de la prueba no consiste en repetir los argumentos que se han empleado en la demanda o en la contestación, que de sobra son conocidos por el Juez, sino en hacer una breve valoración de la misma. Un sucinto razonamiento, lógico y objetivo, del resultado que avale nuestros argumentos. Y ahora, hijas mías, voy a hacer unas gestiones… Quedad con Dios”, dándose media vuelta dejó, tras de sí, suspendido a su marcha, un mudo estupor primero que, más tarde, se transformó en la más sincera admiración hacia su gran pragmatismo y apabullante sentido común.

Me mantuve en el más absoluto silencio durante un largo rato que creo llegó, incluso, a preocupar a Fátima quien, he de reconocer, es muy parecida a su padre, y cerrando el expediente, le dije: “Creo que mejor bajamos y nos tomamos un café con hielo. No hay quien aguante este calor”...

Ésta es sólo una anécdota, de las múltiples que guardo y guardaré de él, pues aunque son muchos los años a lo largo de los cuales he mantenido una estrecha relación, cuando hoy me he puesto a escribir, ha sido la primera que se me ha venido a la cabeza y no sé por qué fue, también, la que me vino cuando una voz temblorosa, al otro lado de la línea telefónica, me advertía de su marcha.

Enrique, amigo mío, sigue inspirándonos desde el Cielo para no perder, nunca, ese sentido práctico de la vida, de la profesión y de las relaciones humanas que te hizo diferente a ti y que, con tanta maestría, supiste transmitir a tus hijos.

A Don Enrique del Castillo Rodríguez Acosta, de quien tengo el convencimiento
Graham Greene hubiera dicho:
“La humanidad avanza gracias no solo a los potentes empujones de sus grandes hombres, sino también a los modestos impulsos de cada hombre responsable”, y él, Don Enrique, lo es.

D.E.P.

4 comentarios:

  1. Gracias Mamen por tus palabras que nos han emocionado a mis hermanos y a mi, fruto de tu generosidad y sobre todo del cariño y la amistad que desde hace tanto tiempo nos han unido. Un abrazo Fátima

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  2. No, Fátima. Gracias a ti, a vosotros. Mis palabras son, simplemente, producto de mis sentimientos que, efectivamente, están basados en un inmenso cariño y en esa amistad, férrea, que nos viene uniendo, como bien dices, desde hace tanto tiempo y mucho más: todo el que nos quede aún por llegar… Han sido años, muchos, de risas y cañas, de buenos y malos momentos, estos últimos casi siempre por mis “trastadas” y, en cada una de ellas, siempre estabas tú, tendiéndome la mano, una y otra vez. Si hago el propósito de recordar alguno de nuestros episodios siempre termino riéndome sola, ¡hemos compartido tanto! y las anécdotas son tan numerosas que podría pasar el resto de mi vida, hasta los cien, escribiéndolas: las visitas a Olga cuando su vecino el “desquiciado” aquél la acosaba; viajes, mil y un viajes, en los que siempre nos terminaba ocurriendo algún episodio cómico “muy bien, muy bien pero esta ya no se toma más Coca Colas”, jajajaja, “pretendientes” pesados con llamadas a las cuatro de la tarde “porque creían que iba a estar durmiendo la siesta”, cientos de confidencias y creo que, más que numerosas y mutuas demostraciones de lealtad, aun cuando recíprocamente no precisemos de su prueba… En definitiva: RISAS, siempre, risas y todas esas que quedan por llegar, pero ya apuesto que vienen de camino ;o)
    Otro abrazo, pero mucho más fuerte, para ti.

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  3. Gracias Mamen por tus hermosas palabras sobre mi suegro, has conseguido emocionarme. Israel

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    Respuestas
    1. Israel, no hay que dar las gracias por cumplir el deber ético y moral, que lo es, de reconocer, públicamente, lo que es de justicia. Y como diría mi amigo Enrique - tu suegro -: "A Dios, lo que es de Dios y al César lo que es del César". Un abrazo.

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