Recuerdo cómo a la vuelta de la Cabalgata, mis hermanas y yo nos
afanábamos con el Kanfort y la esponja autobrillo, para dejar nuestros zapatos,
relucientes, bajo el árbol de Navidad. Solíamos cenar a toda prisa e irnos a la
cama mucho antes de lo habitual, con el ansioso deseo de que la noche transcurriera
rápido, a la espera de saltar de la cama por la mañana y dar inicio a una ruidosa carrera en
dirección al salón donde, indefectiblemente, se amontonaban las cajas y
golosinas que Sus Majestades habían dejado durante algún momento de la noche
con la – obligada – nota que solía encontrar en un sobre a mi nombre, junto a
dos trozos de carbón dulce, apercibiéndome de que el año próximo no iban a ser
tan benévolos ni generosos si continuaba el rosario de trastadas que había
jalonado el año anterior y que yo, por mi parte, como ya se había convertido en
costumbre, enseñaba a mis hermanas con una sonrisa triunfal “¿Lo véis?, ¿eh, lo
véis?... no pasa nada, al final siempre me dejan los regalos… Por más que me
avisen, siempre me los dejan”, ellas miraban atónitas aquél papel firmado con
tres coronas y me decían que no siempre iban a ser tan buenos… que cualquier
año sólo iban a dejarme carbón y que entonces me iba a arrepentir de no
esforzarme durante los 365 días precedentes como ellas, diligentemente, siempre
hacían.
Terminé de pasar la gamuza por
el zapato Gorila y lo dejé, junto al otro, en el lugar que, bajo el abeto
primorosamente adornado, me había asignado mi madre. Allí estaban ya los de mis
padres y los de mis tres hermanas, en perfecto orden y deslumbrando tanto como
las bolas rojas y doradas que colgaban de las ramas.
Oía a mis hermanas, nerviosas en el baño, cepillándose los dientes, se preparaban para irse a dormir. Habíamos
ido a ver la cabalgata y volvimos a casa con los bolsillos repletos de
caramelos y el pelo de confeti, la ilusión desbocada y un sospechoso afán de
incontenible curiosidad que nos llevaba a conversaciones clandestinas en la
oscuridad, bajo las mantas, que eran inopinadamente sofocadas con el carraspeo
de mi padre desde el pasillo.
Estaba guardando en el
zapatero el kanfort y la esponja cuando mi padre, que, en aquél momento, salía
de la cocina, me dijo:
- “Deberías irte a la cama… y
asegúrate, antes, de que dejas el cubo con agua para los camellos. Tus hermanas ya han
puesto el roscón y tres copas para Sus Majestades. Venga no te entretengas, ya
sabes que si te pillan levantada…”
- “Sí, sí, sí… pasarán de largo sin dejarme nada,
¿no?...” – terminé con sorna la frase, pues a pesar de los continuos
apercibimientos anteriores, los Reyes siempre accedían a mis peticiones. No
obstante, en el Colegio había oído ciertos rumores cuya certeza o no, había tomado la
determinación, iba a comprobar aquella misma noche… Me hice la remolona,
fingiendo que me aseguraba de que aquellos pobres camellos, cansados como
estarían, sin duda, tras una jornada tan atareada, encontrarían agua suficiente
con la que aplacar su sed. Tranquilamente me dirigí a mi habitación, pero tal y
como tenía previsto, me pasé antes por la habitación de mis padres, del cajón
extraje la cámara polaroid de mi padre y la escondí bajo la almohada, tras
sacar el pijama. Fingí, con aparente normalidad, que me iba a la cama, por lo
que tras lavarme los dientes, desear las buenas noches y apagar la luz de la
mesilla, me acosté.
El tiempo parecía pasar muy
despacio, aún oía a mis padres hablar en la sala de estar, intenté serenar mi
ánimo imaginando cómo sería llegar al Colegio con una foto de los Reyes Magos
dejando los regalos… era arriesgado, lo sabía, siempre habían dicho que si te
veían despierta no te dejaban nada, pero a mí no me verían, tenía preparado un
estupendo escondite: fue durante el tiempo en que me había quedado sola,
terminando de sacarle brillo a mis zapatos, que ya refulgían, algo para lo que
conscientemente había empleado más tiempo del necesario, salí despavorida hacia el otro
extremo del salón, moví el sillón aproximándolo al mueble estantería de modo
que quedaba un hueco en el que me resultaría fácil camuflarme sobre los cojines
que ya había dispuesto para mi mayor comodidad junto con una gran parte de las
chucherías que había recolectado en la cabalgata aquella tarde, pues la noche, me
barruntaba, iba a ser larga.
Paulatinamente los sonidos de
la casa fueron enmudeciendo, hasta quedar sumida en el más absoluto silencio.
Me levanté sigilosamente y abrí la puerta, de puntillas me acerqué a la
habitación de mis padres, apliqué el oído a la madera, a través de la cuál pude
percibir la respiración sosegada y, casi casi, acompasada de los dos. Me
dí la vuelta y entré de nuevo para coger
la cámara de fotos y la linterna que guardaba en el cajón de los calcetines
para las ocasiones en las que mi madre apagaba la luz y yo seguía leyendo bajo el mullido y cálido edredón.
Unos minutos después me
encontraba, cómodamente, en el hueco que había preparado, dispuesta a capturar
la instantánea que me haría laureada merecedora, sin duda, de las envidias – sanas y
malsanas – de todas las niñas de la clase de 2º A. Había llegado el momento
cumbre de mi existencia: probar que podía verse a los Reyes Magos y que, aún
así, te dejaban tus juguetes siempre que ellos no te vieran a tí, claro, eso
era evidente. Tendría que ser más lista que ellos…
… (…) …
Las voces cantarinas de mis
hermanas y sus risas nerviosas, al rasgar el papel en el que venían envueltos
los regalos, me despertaron… Abrí un ojo y luego el otro, parpadeé varias veces
y fui consciente, entonces, de que me había quedado dormida esperando la visita nocturna.
Tenía las piernas entumecidas y la cámara sobre el regazo, en algún momento
debí apretar el disparador porque había algunas polaroids a las que ni presté
atención en aquél instante. Salí y me dirigí hacia donde mis hermanas
continuaban abriendo paquetes con gran alboroto, bajo la atenta mirada de mi
madre que sostenía en brazos, sonriente, a la más pequeña, aún un bebé, y mi
padre inmortalizaba para nuestros anales de la historia familiar tan festivo
episodio.
Para mi sorpresa y estupor
constaté que no había nada junto a mis zapatos Gorilas, pulcramente
abrillantados, más allá de dos grandes trozos de carbón, ninguna carta o nota explicativa…
Nada más que dos tristes trozos de carbón. Atónita miré a mi madre.
-
“¿Qué pasa?... ¿no te han dejado nada…?. Vaya,
debe ser porque, sin duda, debieron verte anoche, ahí escondida cuando debías
estar en la cama…”
-
“Pero… pero… mamá… Todos los años me dejan el
carbón y además mis juguetes…”
-
“Pero todos los años te han venido avisando –
intervino mi padre sin dejar de mirar
por el objetivo de la cámara Super8 – y creo que éste has debido
sobrepasar ya todos los límites… ¿a quién se le ocurre esconderse para intentar
fotografiar a los Reyes mientras hacen su trabajo…?.
Lo que más me fastidió fueron
las caras de suficiencia de mis hermanas, parecían mirarme con cierta
conmiseración, es cierto, pero podía oir el toniquete de “si es que...ya te lo había dicho
yo…” mientras sostenían en sus brazos la rebosante materialización de sus respectivas
cartas. Suspiré resignada pensando que había desperdiciado la oportunidad de
tener, al fín, el tan ansiado Halcón Milenario, mientras intentaba calcular los
meses que aún faltaban hasta mi cumpleaños, la voz de mi padre interrumpió mis
pensamientos:
-
“Anda, ve a ponerte las zapatillas… te vas a
enfriar…”.
Miré mis pies, cubiertos sólo
con los calcetines de Spiderman que usaba para dormir, había decidido
prescindir de todo elemento que pudiera emitir el menor sonido delator cuando
la noche anterior había dado inicio, a hurtadillas, tan infructuosa aventura. Me dirigí a mi
cuarto, más por sufrida inercia que por un repentino impulso de obediencia,
cuando abrí la puerta me quedé petrificada bajo el dintel… A los pies de mi
cama, se amontonaban múltiples cajas envueltas en papel de colores y sobre
todas ellas, refulgiendo desde su privilegiada posición, estaba la soñada y anhelada nave espacial, junto a
las reproducciones de Han Solo y del peludo Chewbacca. Tras ese primer momento
de desconcierto me embargó una profunda euforia que me hizo bailar, frenéticamente, al ritmo de
una inaudible samba.
He visto muchas veces, después, aquella vieja filmación y siempre consigue sacarme la mayor de las sonrisas al
verme a mí misma, con siete años bailando en pijama y calcetines de Spiderman
alrededor de una cama atestada de cajas mientras el Halcón Milenario sobrevolaba pilotado por Han Solo. Conservo, también, dos recuerdos más
de aquella Noche de Reyes: una misiva que, junto con las advertencias
habituales sobre el comportamiento que debía observar en lo sucesivo, terminaba
con un sabio consejo: “No olvides nunca
que la curiosidad mató al gato… SSMM Los Reyes Magos de Oriente” y algunas
instantáneas veladas, en una de ellas aparecen unas extrañas formas que, no sin
cierta dosis de imaginación, podrían recordar las siluetas de unos
camellos, si bien distorsionadas y algo más alargadas…
Y ahora, amigos lectores,
aunque es cierto que me gustaría seguir compartiendo estos recuerdos infantiles
con vosotros, tengo una ineludible tarea pendiente que no puedo desatender: bajo mi árbol
hay un sitio, aguardando a un par de zapatos relucientes que habré de dejar
antes de irme a la cama, pues hace tiempo que desistí de aquella idea de
sorprender a los Magos de Oriente durante la Noche de Reyes…
¡Feliz Noche de Reyes! y... no olvidéis que "la curiosidad mató al gato..."
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