Fue un día de finales de agosto, hace ya algunos años, cuando recibí
una llamada de teléfono que me hizo cambiar mi perspectiva, dinamitando la
estructura que la había venido sustentando y convirtiéndola en cenizas de las que
emergió otra, mucho más fiable y segura, infinitamente más poderosa. Me
encontraba en un anticuario de la zona de Tribunal, curioseando entre los miles
de artículos que allí se encontraban expuestos para su venta a los impenitentes
amantes de lo antiguo, sin terminar de decidirme cuál sería el que finalmente
llevara conmigo, pues todos presentaban un valor único y exclusivo, pese a
verme en la ineludible necesidad de tomar una decisión, cuando el móvil empezó
a vibrar en el interior de mi bolso. Una conversación breve, de apenas unos
minutos, no más de tres, un monólogo al otro lado de la línea, que culminó,
para mí, con una indescriptible sensación de alivio extremo, la determinación, tan pletórica como férrea, de dar inicio a una etapa nueva y unas cañas, poco
después y a modo de festivo colofón, en un garito en la Plaza Vázquez de Mella,
prolegómeno de una continua y renovada celebración vital que se ha dilatado,
felizmente, hasta hoy. Pues fue, en las postrimerías de aquél verano, cuando
llegó el final de los días inciertos…
Me encanta Madrid, suelo
realizar viajes con frecuencia y cierta periodicidad, no sólo para asistir a la
ópera o al teatro, sino para perderme en largos paseos que, irremisiblemente, me
llevan a visitar anticuarios, otra de mis grandes pasiones.
Hace algunos años, a finales
de verano, me encontraba precisamente allí. Fue el término del viaje que hice durante mis
vacaciones, tres o cuatro días en esa ciudad a mi vuelta, para disfrutar de los últimos de
descanso, antes de retornar a la actividad laboral, con fuerzas renovadas. Me
costaba decidir, no sabía si comprar aquél elegante bureau inglés del siglo XIX con infinidad de cajones secretos y un fino
escritorio en piel verde integrado en el delicado tablero o, bien, la silla
austríaca de macizos reposabrazos en madera de caoba. Un zumbido oscilante en el
interior de mi bolso, irremediable preludio del aviso de llamada entrante, me
sacó de mis cavilaciones sobre los condicionantes, positivos y negativos, de los
dos artículos que, desde hacía diez minutos habían captado, poderosamente, toda
mi atención. Difícil elección. Fue un
rápido vistazo a la pantalla lo que me hizo excusarme ante el solícito
dependiente que, con paciencia, iba narrando las excelsas cualidades de ambos
artículos y salir a la calle en busca de intimidad. Descolgué, se sucedió
entonces un rápido intercambio de frases, por pura y mera cortesía, más que por
sincero interés y un par de minutos, luego, escuchando las palabras que se vertían desde el auricular,
como una refrescante lluvia de verano, empapándome de un profundo sentimiento
de alivio que me fue embargando paulatinamente hasta posarse en lo más
recóndito de mi ser desde el que empezó a desplegarse invadiendo cada pequeño
rincón. Recuerdo que antes de colgar, sólo dije: “Venga, perfecto. Hasta luego” y volví, tranquilamente, a entrar en
el establecimiento, dejando suspendido en el aire, a mi paso, el alegre
tintineo de la campanita de cobre colocada en el dintel de la puerta que volvió
a darme la bienvenida ya no sólo a aquél espacioso ambiente, sino a lo que
sería un nuevo tiempo vital.
… (…) …
Aquella tarde terminó, con la entrañable compañía de amigos, en un tugurio de vermouth
casero en la Plaza Vázquez de Mella, me embargaba un solazado sentimiento de
incontenible alegría, de libertad desbocada, de tranquilidad absoluta que aún,
hoy, perdura. Supongo que los acontecimientos sólo pueden producirse en el
preciso instante en el que los mismos tienen lugar y me pregunto por qué
determinadas decisiones no pueden ser tomadas mucho tiempo antes, por qué no
seremos capaces de ver la realidad cuando una venda nos cubre los ojos del alma.
Obligándonos a permanecer a la inquieta espera de ese, ansiado, final que
vaticinamos desde hace tiempo… He vuelto después, una infinidad de veces, a ese
mismo anticuario y siempre recuerdo aquél momento como uno de los mejores de mi
vida, el establecimiento se convirtió, aquél afortunado día, en el bastión de
una renovada existencia, equilibrada, positiva y tranquila. Y no renuncio, no
sería justo, a mantenerlo entre uno de mis predilectos, sin duda por el
significado que, desde aquél pasado mes de agosto, encierra para mí.
Supongo que la vida consiste
en un camino que, irremisiblemente, ha de consumirse por etapas, cada una de ellas representa un
grado de nuestra evolución que nos regala experiencia y sabiduría exigiendo a
cambio, únicamente, el fin completo de la anterior como vestíbulo a la que le
sucede. He aprendido que el inicio y el fin de cada tramo no depende, en la
mayoría de las ocasiones, de nuestra voluntad a la que sólo se le puede pedir
no retroceder al estadio previo.
Hoy, sentada en una silla
austriaca de caoba, plasmo estas reflexiones sobre el fino escritorio en piel
verde de un elegante bureau inglés,
ambos, recuerdo vívivo del final de los días inciertos que me hace tener
presente que no debemos, jamás, basar nuestras decisiones en los consejos de
personas que no tendrán que lidiar con sus resultados y es inevitable que éstos
siempre se produzcan, consecuencia insoslayable de la acción que los motiva.
“La sabiduría nos llega cuando ya no nos sirve de nada”.
(Gabriel García Márquez)
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