Seguir este Blog

miércoles, 21 de enero de 2015

El final de los días inciertos.




Fue un día de finales de agosto, hace ya algunos años, cuando recibí una llamada de teléfono que me hizo cambiar mi perspectiva, dinamitando la estructura que la había venido sustentando y convirtiéndola en cenizas de las que emergió otra, mucho más fiable y segura, infinitamente más poderosa. Me encontraba en un anticuario de la zona de Tribunal, curioseando entre los miles de artículos que allí se encontraban expuestos para su venta a los impenitentes amantes de lo antiguo, sin terminar de decidirme cuál sería el que finalmente llevara conmigo, pues todos presentaban un valor único y exclusivo, pese a verme en la ineludible necesidad de tomar una decisión, cuando el móvil empezó a vibrar en el interior de mi bolso. Una conversación breve, de apenas unos minutos, no más de tres, un monólogo al otro lado de la línea, que culminó, para mí, con una indescriptible sensación de alivio extremo, la determinación, tan pletórica como férrea, de dar inicio a una etapa nueva y unas cañas, poco después y a modo de festivo colofón, en un garito en la Plaza Vázquez de Mella, prolegómeno de una continua y renovada celebración vital que se ha dilatado, felizmente, hasta hoy. Pues fue, en las postrimerías de aquél verano, cuando llegó el final de los días inciertos…

Me encanta Madrid, suelo realizar viajes con frecuencia y cierta periodicidad, no sólo para asistir a la ópera o al teatro, sino para perderme en largos paseos que, irremisiblemente, me llevan a visitar anticuarios, otra de mis grandes pasiones.

Hace algunos años, a finales de verano, me encontraba precisamente allí. Fue el término del viaje que hice durante mis vacaciones, tres o cuatro días en esa ciudad a mi vuelta, para disfrutar de los últimos de descanso, antes de retornar a la actividad laboral, con fuerzas renovadas. Me costaba decidir, no sabía si comprar aquél elegante bureau inglés del siglo XIX con infinidad de cajones secretos y un fino escritorio en piel verde integrado en el delicado tablero o, bien, la silla austríaca de macizos reposabrazos en madera de caoba. Un zumbido oscilante en el interior de mi bolso, irremediable preludio del aviso de llamada entrante, me sacó de mis cavilaciones sobre los condicionantes, positivos y negativos, de los dos artículos que, desde hacía diez minutos habían captado, poderosamente, toda  mi atención. Difícil elección. Fue un rápido vistazo a la pantalla lo que me hizo excusarme ante el solícito dependiente que, con paciencia, iba narrando las excelsas cualidades de ambos artículos y salir a la calle en busca de intimidad. Descolgué, se sucedió entonces un rápido intercambio de frases, por pura y mera cortesía, más que por sincero interés y un par de minutos, luego, escuchando las palabras que se vertían desde el auricular, como una refrescante lluvia de verano, empapándome de un profundo sentimiento de alivio que me fue embargando paulatinamente hasta posarse en lo más recóndito de mi ser desde el que empezó a desplegarse invadiendo cada pequeño rincón. Recuerdo que antes de colgar, sólo dije: “Venga, perfecto. Hasta luego” y volví, tranquilamente, a entrar en el establecimiento, dejando suspendido en el aire, a mi paso, el alegre tintineo de la campanita de cobre colocada en el dintel de la puerta que volvió a darme la bienvenida ya no sólo a aquél espacioso ambiente, sino a lo que sería un nuevo tiempo vital.

… (…) …

Aquella tarde terminó, con la entrañable compañía de amigos, en un tugurio de vermouth casero en la Plaza Vázquez de Mella, me embargaba un solazado sentimiento de incontenible alegría, de libertad desbocada, de tranquilidad absoluta que aún, hoy, perdura. Supongo que los acontecimientos sólo pueden producirse en el preciso instante en el que los mismos tienen lugar y me pregunto por qué determinadas decisiones no pueden ser tomadas mucho tiempo antes, por qué no seremos capaces de ver la realidad cuando una venda nos cubre los ojos del alma. Obligándonos a permanecer a la inquieta espera de ese, ansiado, final que vaticinamos desde hace tiempo… He vuelto después, una infinidad de veces, a ese mismo anticuario y siempre recuerdo aquél momento como uno de los mejores de mi vida, el establecimiento se convirtió, aquél afortunado día, en el bastión de una renovada existencia, equilibrada, positiva y tranquila. Y no renuncio, no sería justo, a mantenerlo entre uno de mis predilectos, sin duda por el significado que, desde aquél pasado mes de agosto, encierra para mí.

Supongo que la vida consiste en un camino que, irremisiblemente, ha de consumirse por etapas, cada una de ellas representa un grado de nuestra evolución que nos regala experiencia y sabiduría exigiendo a cambio, únicamente, el fin completo de la anterior como vestíbulo a la que le sucede. He aprendido que el inicio y el fin de cada tramo no depende, en la mayoría de las ocasiones, de nuestra voluntad a la que sólo se le puede pedir no retroceder al estadio previo.

Hoy, sentada en una silla austriaca de caoba, plasmo estas reflexiones sobre el fino escritorio en piel verde de un elegante bureau inglés, ambos, recuerdo vívivo del final de los días inciertos que me hace tener presente que no debemos, jamás, basar nuestras decisiones en los consejos de personas que no tendrán que lidiar con sus resultados y es inevitable que éstos siempre se produzcan, consecuencia insoslayable de la acción que los motiva.

“La sabiduría nos llega cuando ya no nos sirve de nada”.

(Gabriel García Márquez)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Gracias por tu participación en este Blog, recuerda que tu comentario será visible una vez sea validado.