Hay personas desequilibradas, ya sea, este desequilibrio, provocado por
causas exógenas a ellas o bien, endógenas, al tener su origen en alguna patología
mental, si bien suelen ser, las últimas, algo menos frecuentes. Ese desorden lo transmiten, genéticamente o por simple mimetismo, a sus vástagos, quienes
terminan convirtiéndose, así, en fieles aprendices que superan, un día, al maestro.
Presentando, al alcanzar su desarrollo adulto, un grado mucho más profundo de
las taras y manías con las que se encuentra aquejado el propio progenitor. Al
menos es como yo lo vengo observando en la mayoría de los casos que conozco. De
manera que de un ser despreciable sólo puede provenir otro, aún más,
despreciable. Truman Capote en sus Cuentos, todos ellos deliciosos aunque
desgarradores, culmina, en mi opinión, el elevado arte de encontrar belleza
donde sólo hay hediondez, diseccionando psicológicamente a los personajes más
viles a los que reviste con la atractiva belleza de su narrativa, me vienen
ahora a la mente, algunos pasajes de “Las
paredes están frías”, “Miriam” o “El Halcón Decapitado”, haciendo convivir, en
sus páginas, lo más deleznable del ser humano con la plasticidad de un lenguaje
que podría llegar a hacer parecer, a ese mismo ser, sublime, pese a las
miserias que lo ornan. Hoy me atrevo, humildemente, a emularlo. Os presento, así,
a “La Hija de la Hidra”…
A modo de cruel venganza hacia
la despiadada Humanidad, con quien la
enfrentaba, ya desde su nacimiento, una guerra abierta de complejos y suspicacias,
la Hidra decidió castigar a sus semejantes con aquella hija del odio y la
mentira que trajo al mundo hace años. Un pequeño ser, blanquecino – casi
verdoso –, enfermizo y huesudo que dejó de ser una niña flacucha, caprichosa y
consentida, para convertirse en una adolescente rebelde y rencorosa. Hoy es tan
sólo un engendro de mujer, “muy chic”,
apenas con la inteligencia suficiente como para someter a la Hidra, quien
adolece completamente de ella, pero no como para ser nociva, pese a sus
frustrados intentos, fermentados en una ira compulsiva y el recalcitrante temor lentamente inoculado a lo largo de muchos años. Engreída y envidiosa. Falsa y
desconfiada. Impertinente. Execrable. Plena y funcionalmente inútil. Abyecta.
Hace poco me la encontré, por
casualidad, contoneando su divina existencia
en una cafetería del centro, me fulminó con la mirada, a la que respondí con
una amplia sonrisa, no muy sincera, habré de reconocer, pues lo que se escondía
tras ella era la carcajada que, finalmente, quedó atascada en mi garganta,
mientras le sostenía, indiferente, los afilados cuchillos que clavaba en mis
ojos. Se giró, luego, enérgicamente, dándome la espalda en un amago de desprecio
que, a mí, más me resultó un alivio pues su mera visión me resultaba repugnante
y aunque el aire viniera cargado de puntiagudas tachuelas, se me antojó que una cálida
brisa atravesaba la estancia.
Retorné, entonces, a la
interesante lectura de aquél artículo sobre los huertos urbanos al que había
dado inicio a mi llegada, aunque entonces no me percatara de la presencia del ser, enfrascándome en la revista con un
intenso sabor a moka en el paladar, ajena al mundo, ajena a la tétrica
descendiente de la despiadada Hidra. No puedo precisar el tiempo que
transcurrió hasta que el estruendo, motivado por una taza de porcelana al estrellarse,
jalonando el impoluto suelo brillante de añicos que nadaban entre restos de
café con leche y el grito, aquél grito desgarrador y agudo, que sucedió al
estallido, emitido por la garganta inhumana de la envidia y la soberbia más
oscuras, me sacaron de las técnicas de optimización del espacio de cultivo.
Levanté los ojos hacia la esquina donde un rato antes, la hija de la Hidra me
había ofrecido su curvada espalda: los globos oculares, inyectados en sangre,
parecían a punto de salírsele de las cuencas, las manos terminaban en afiladas
uñas rojas que se asemejaban a los crueles garfios de la de Lerna, se crispaban, de manera espasmódica, a escasos centímetros
de la cara de su joven acompañante que, aterrorizado, asistía a tan
esperpéntico espectáculo, víctima del horror y la más sonrojada vergüenza ante tan
desproporcionado comportamiento. Natural, siempre, en este tipo de bestias.
Aparté la mirada, ruborizada,
dirigiéndola entonces hacia la calle, muy transitada a aquellas horas y,
escudriñando en los laberintos olvidados de mi memoria, descubrí episodios
similares enclavados en un pasado lejano. Sonreí, no pude evitar hacerlo. Pues
tuve el convencimiento de que aquél ser vanidoso, inestable y neurótico, era
digno sucesor de su madre, la Hidra. Poco después salió del local, caminando
firmemente sobre dos pétreas columnas salomónicas, demasiado gruesas, quizás,
para el tronco desgarbado sobre el que flotaba un pelo teñido y tocado con un
ridículo sombrerito que pretendía ser, no obstante, fashion-hipster. La cara, demasiado ovalada, recordaba ligeramente
a un inmaculado huevo, sobre el que destacaban unos labios rojos, muy rojos,
apretados en un rictus de ira sofocada y las cejas excesivamente depiladas que
le conferían una extraña expresión facial, completaban el esperpéntico conjunto
anatómico que acababa de abandonar aquella plácida cafetería, dejando tras de
sí tanto estupor como vergüenza ajena en los rostros de los incrédulos espectadores
que, paulatinamente, fueron retornando a las bondades de sus consumiciones
mientras cruzaban, entre sí, azoradas miradas de asombro.
Cuando lo recuerdo ahora se
sucede una serie, imaginaria, de instantáneas que recogen, con el encuadre
perfecto, cada segundo. En la última de ellas: la hija de la Hidra, de
espaldas, en plena calle, paseando sus altaneras miserias como antes, también,
lo hiciera su predecesora. “De tal palo,
tal astilla” – pensé – y continué mi lectura justo donde la había dejado “por lo que es indiscutible que la ventaja
que presenta el cultivo en vertical es maximizar el espacio del que se dispone,
posibilitando de este modo la siembra de un mayor número de variedades”…
Aunque para mí, he de reconocer, sólo se distinguen dos en la especie humana,
si bien con diferente nomenclatura: las buenas y las malas personas. El ser o
el parecer… la Hidra y su hija o el resto.
“One doesn’t stop seeing. One doesn’t stop framing.
It doesn’t turn off and turn on.
It’s on all the time”.
(Annie Leibovitz)
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