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viernes, 23 de enero de 2015

La Hija de la Hidra.



Hay personas desequilibradas, ya sea, este desequilibrio, provocado por causas exógenas a ellas o bien, endógenas, al tener su origen en alguna patología mental, si bien suelen ser, las últimas, algo menos frecuentes. Ese desorden lo transmiten, genéticamente o por simple mimetismo, a sus vástagos, quienes terminan convirtiéndose, así, en fieles aprendices que superan, un día, al maestro. Presentando, al alcanzar su desarrollo adulto, un grado mucho más profundo de las taras y manías con las que se encuentra aquejado el propio progenitor. Al menos es como yo lo vengo observando en la mayoría de los casos que conozco. De manera que de un ser despreciable sólo puede provenir otro, aún más, despreciable. Truman Capote en sus Cuentos, todos ellos deliciosos aunque desgarradores, culmina, en mi opinión, el elevado arte de encontrar belleza donde sólo hay hediondez, diseccionando psicológicamente a los personajes más viles a los que reviste con la atractiva belleza de su narrativa, me vienen ahora a la mente, algunos pasajes de “Las paredes están frías”, “Miriam” o “El Halcón Decapitado”, haciendo convivir, en sus páginas, lo más deleznable del ser humano con la plasticidad de un lenguaje que podría llegar a hacer parecer, a ese mismo ser, sublime, pese a las miserias que lo ornan. Hoy me atrevo, humildemente, a emularlo. Os presento, así, a “La Hija de la Hidra”…

A modo de cruel venganza hacia la despiadada Humanidad, con quien la enfrentaba, ya desde su nacimiento, una guerra abierta de complejos y suspicacias, la Hidra decidió castigar a sus semejantes con aquella hija del odio y la mentira que trajo al mundo hace años. Un pequeño ser, blanquecino – casi verdoso –, enfermizo y huesudo que dejó de ser una niña flacucha, caprichosa y consentida, para convertirse en una adolescente rebelde y rencorosa. Hoy es tan sólo un engendro de mujer, “muy chic”, apenas con la inteligencia suficiente como para someter a la Hidra, quien adolece completamente de ella, pero no como para ser nociva, pese a sus frustrados intentos, fermentados en una ira compulsiva y el recalcitrante temor lentamente inoculado a lo largo de muchos años. Engreída y envidiosa. Falsa y desconfiada. Impertinente. Execrable. Plena y funcionalmente inútil. Abyecta.

Hace poco me la encontré, por casualidad, contoneando su divina existencia en una cafetería del centro, me fulminó con la mirada, a la que respondí con una amplia sonrisa, no muy sincera, habré de reconocer, pues lo que se escondía tras ella era la carcajada que, finalmente, quedó atascada en mi garganta, mientras le sostenía, indiferente, los afilados cuchillos que clavaba en mis ojos. Se giró, luego, enérgicamente, dándome la espalda en un amago de desprecio que, a mí, más me resultó un alivio pues su mera visión me resultaba repugnante y aunque el aire viniera cargado de puntiagudas tachuelas, se me antojó que una cálida brisa atravesaba la estancia.

Retorné, entonces, a la interesante lectura de aquél artículo sobre los huertos urbanos al que había dado inicio a mi llegada, aunque entonces no me percatara de la presencia del ser, enfrascándome en la revista con un intenso sabor a moka en el paladar, ajena al mundo, ajena a la tétrica descendiente de la despiadada Hidra. No puedo precisar el tiempo que transcurrió hasta que el estruendo, motivado por una taza de porcelana al estrellarse, jalonando el impoluto suelo brillante de añicos que nadaban entre restos de café con leche y el grito, aquél grito desgarrador y agudo, que sucedió al estallido, emitido por la garganta inhumana de la envidia y la soberbia más oscuras, me sacaron de las técnicas de optimización del espacio de cultivo. Levanté los ojos hacia la esquina donde un rato antes, la hija de la Hidra me había ofrecido su curvada espalda: los globos oculares, inyectados en sangre, parecían a punto de salírsele de las cuencas, las manos terminaban en afiladas uñas rojas que se asemejaban a los crueles garfios de la de Lerna, se crispaban, de manera espasmódica, a escasos centímetros de la cara de su joven acompañante que, aterrorizado, asistía a tan esperpéntico espectáculo, víctima del horror y la más sonrojada vergüenza ante tan desproporcionado comportamiento. Natural, siempre, en este tipo de bestias.

Aparté la mirada, ruborizada, dirigiéndola entonces hacia la calle, muy transitada a aquellas horas y, escudriñando en los laberintos olvidados de mi memoria, descubrí episodios similares enclavados en un pasado lejano. Sonreí, no pude evitar hacerlo. Pues tuve el convencimiento de que aquél ser vanidoso, inestable y neurótico, era digno sucesor de su madre, la Hidra. Poco después salió del local, caminando firmemente sobre dos pétreas columnas salomónicas, demasiado gruesas, quizás, para el tronco desgarbado sobre el que flotaba un pelo teñido y tocado con un ridículo sombrerito que pretendía ser, no obstante, fashion-hipster. La cara, demasiado ovalada, recordaba ligeramente a un inmaculado huevo, sobre el que destacaban unos labios rojos, muy rojos, apretados en un rictus de ira sofocada y las cejas excesivamente depiladas que le conferían una extraña expresión facial, completaban el esperpéntico conjunto anatómico que acababa de abandonar aquella plácida cafetería, dejando tras de sí tanto estupor como vergüenza ajena en los rostros de los incrédulos espectadores que, paulatinamente, fueron retornando a las bondades de sus consumiciones mientras cruzaban, entre sí, azoradas miradas de asombro.

Cuando lo recuerdo ahora se sucede una serie, imaginaria, de instantáneas que recogen, con el encuadre perfecto, cada segundo. En la última de ellas: la hija de la Hidra, de espaldas, en plena calle, paseando sus altaneras miserias como antes, también, lo hiciera su predecesora. “De tal palo, tal astilla” – pensé – y continué mi lectura justo donde la había dejado “por lo que es indiscutible que la ventaja que presenta el cultivo en vertical es maximizar el espacio del que se dispone, posibilitando de este modo la siembra de un mayor número de variedades”… Aunque para mí, he de reconocer, sólo se distinguen dos en la especie humana, si bien con diferente nomenclatura: las buenas y las malas personas. El ser o el parecer… la Hidra y su hija o el resto.

“One doesn’t stop seeing. One doesn’t stop framing.
It doesn’t turn off and turn on.
It’s on all the time”.

(Annie Leibovitz)

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