Ya he hablado en anteriores ocasiones de lo que conlleva esta profesión
mía, narrando experiencias positivas y negativas, que de todas ha habido, a lo
largo de estos años de carrera. Ayer, precisamente ayer, obtuve lo que no
puede calificarse sino como de una “apabullante e incontestable victoria
moral”, el triunfo de la decencia y la dignidad sobre la aplastante vileza de
aquél que se llama Abogado, cuando no deja de ser un simple sicario, pues no
merece calificativo distinto, el estúpido que se opone a la lícita reclamación
de Honorarios de un Compañero. Un sayón, deslucido y cínico, que se vende por
unas monedas, prestándose al deleznable juego del “todo vale”, considerándose
por encima del bien, del mal y del resto de la Humanidad. Hoy, a pesar de esa
victoria, un nuevo nombre engrosa la lista de “persona non grata” a las que,
lejos de atacar, veré, no obstante algún día, arrastrarse entre el lodo, pues
así ha venido siendo hasta el momento, sin sentir pena alguna, más allá del
asco provocado por la basca que ascienda, entonces, desde la boca del estómago,
motivada por el hedor que desprende el despojo humano que, como Judas, vendió
su decencia por un puñado de monedas, olvidándose de la máxima “los Clientes,
pasan… los Compañeros, quedan…”.
No soporto la prepotencia, la
falta de formas ni, mucho menos aún, las exigencias, no lo he hecho nunca. Así
que, tras el colgar el teléfono, me cuestioné – como suele ser habitual en mí –
si realmente merecía la pena asumir la defensa de los intereses de un cretino
integral que era tal y como habían definido sus propias palabras al “Sr.”
J.S.M., la decisión apenas me llevó un par de segundos, los justos para dejar
el teléfono en el soporte. Calculé los honorarios devengados hasta la fecha y
le dirigí una comunicación instándolo a la recogida de la documentación que me
había hecho entrega a la encomienda del asunto, así como a la preceptiva
liquidación de lo que me adeudaba. Un absoluto mutismo se extendió durante más
de un mes, reserva que sólo podía tener una única lectura, así que, como de lo
que se trataba era de una cuestión de dignificar el trabajo realizado y el
tiempo perdido con semejante patán, redacté la reclamación judicial, adjuntando,
obviamente, la documentación original “en prueba de mi efectiva intervención
profesional”, por unos honorarios devengados y no satisfechos.
Unos días después se me notificó
su admisión a trámite, había resultado turnada a un Juzgado en el que,
afortunadamente, su titular se caracteriza no sólo por un apabullante sentido
común, rasgo evidente de certera inteligencia, sino además, por su gran
practicidad. Sería cuestión de tiempo, pero tuve la certeza de que no sólo
cobraría mi trabajo, sino que se dignificaría mi labor profesional. Para mi
estupor, a la semana siguiente, recibí la llamada de quien, se dice, aún hoy, cínicamente
entiendo, Compañero, intentando condescendientemente “llegar a un acuerdo aunque tenía
instrucciones de oponerse a la reclamación”, “claro que es posible el acuerdo,
estimado Compañero – solté una bocanada de humo del cigarrillo a modo de pausa - pagando
íntegramente lo que se me debe”… “Bueno pues lo consulto con mi Cliente y te
llamo de nuevo con lo que sea…”. He de reconocer que esa llamada no
tuvo lugar jamás, por el contrario, un escrito oponiéndose a la reclamación fue
lo que recibí, tras haber visto como ese “compañero abogado” se escondía de mí,
ridículamente, cuando nos cruzábamos por la calle. Sonreí en mi fuero interno,
pues si bien es cierto que, estatutariamente, no puede retenérsele la
documentación a nadie como medio de presión para forzar el pago, yo había
tenido la prevención de adjuntar, a la reclamación, la totalidad de la que se me
había facilitado. Si el moroso tenía prisa por interponer el procedimiento que
yo había declinado asumir, iba, necesariamente, a pagar su deuda, pues mezquino
y ridículo como ya quedaba acreditado que era, no iba a desembolsar ni un solo euro
en solicitar la expedición, respecto de Notarías y Colegios Técnicos, de
documentos originales que, en prueba de la realización de mi trabajo, estaban
ya en el Juzgado. Paladeé una vez más la venganza pasiva, que es la más eficaz,
al no precisar de acto alguno por mi parte, dejándome un gusto dulce en el
paladar y una profunda tranquilidad en la conciencia, mientras apuntaba en mi
agenda el señalamiento para celebrar el juicio oral, a más de cinco meses vista.
Sería una lenta y tediosa agonía el castigo impuesto a aquél miserable – me barruntaba yo
-, un juego de desgaste psicológico en el que vencería quien no desistiera: yo
quería cobrar mi trabajo, la otra parte, quería su documentación, ¿quién
cedería primero?, estaba claro que yo no.
El día anterior a la cita
judicial, un Compañero y sin embargo gran amigo mío, vino a mi Despacho pues
sería él quien defendiera mis intereses (mi DIGNIDAD PROFESIONAL) en el estrado, ya se sabe
que “el
Abogado que se tiene a sí mismo por Cliente, tiene un tonto por Cliente”,
de manera que renuncié, en aras de la objetividad, a mi defensa,
encomendándosela a él. Le vaticiné, aquella tarde, lo que probablemente
ocurriría…
Y se cumplió.
Al día siguiente, mi amigo,
entre risas, al otro lado del teléfono, me reproducía el episodio mientras, una
vez más, yo, por mi parte, me regodeaba en el triunfo. Los acontecimientos se
desarrollaron exacta y fielmente a cómo yo los había previsto: el reclamado no
se presentó, pero sí su flamante abogado (el sicario) y
haciendo gala de su más falsa y artera simpatía propuso a mi amigo llegar a un
acuerdo “Quítame aunque sea 20 euros y me allano”, la respuesta fue la
que, en prevención de ello, ya le había indicado al bueno de este compañero: “No
es una cuestión de dinero, sino de dignificar el trabajo de Carmen, así que, llegados a este punto, será la Juez quien determine si se debe o no y cuánto es lo que se debe
por tu Cliente”, me contó que apenas había terminado de hablar, cuando
la respuesta fue “¿Sabes lo que te digo?, ¡que me allano de todos modos!. Que sí, que
debe la cantidad que se reclama y que la va a pagar, pero por favor… No te
opongas a que nos entreguen, ahora mismo, la documentación para poder poner el otro procedimiento cuanto antes…”
A ver sicario: si reconoces
que estoy reclamando el importe de mi trabajo, ¿por qué te opusiste en su
momento alegando que no era así?. Continúo, sayón: ¿alguien que se niega a pagar a su
abogado anterior, crees que va a pagarte a ti?, pero voy más allá, necio: ¿qué
clase de ética tienes para hacer un juicio frente a un Compañero que reclama el
fruto de su labor que ya no sólo consiste en el estudio del asunto sino en el,
incuantificable, esfuerzo de soportar a semejante besugo?... Eres un estúpido:
te vendes por las migajas que yo, previamente y dada la catadura moral del cliente,
he desechado, pues sigo teniendo la absoluta facultad de elegir los asuntos y
los clientes, me pregunto si la ostentas tú. Al parecer, NO.
Me contó, finalmente, mi amigo que cuando entraron a la sala de vistas, únicamente con el objeto de poner en
conocimiento del Juzgado que se había llegado al “acuerdo” del
allanamiento del moroso; el sicario, ruborizado y tartamudeando, intentaba
explicarle a la Juez – “excusatio non petita accusatio manifesta” -
que “Bueno…
fíjese Vd. Señoría, ¿yo qué le voy a cobrar al Cliente por oponerme a esto?,
pero… claro, como me ha encomendado el otro asunto también… pues…” PUES
TIENES QUE QUEDAR COMO LO QUE ERES, concluyo yo ahora su absurdo discurso, tú,
carroñero, como un mal compañero y peor persona, yo, simplemente, como alguien que tras hacer
su labor, exige el pago de lo que le es debido. A tu “cliente” le urgía la
documentación, yo, en cambio, lo que menos tenía era prisa en que se me reconociera mi
gestión, pues sé lo que hago, cómo y por qué, así que a mayor tiempo
transcurrido, mayor victoria conseguida. ¿Qué has conseguido tú?.
Hoy, con un gin tonic delante,
escribo esta Reflexión, brindando por la mezquindad de un cliente que hizo aún
más ruin a su abogado el sicario, aquél, el de la mala conciencia…
“Grave es el peso de la propia conciencia…”
(Marco Tulio Cicerón)