Seguir este Blog

jueves, 28 de noviembre de 2013

Retratos de una pasión bohemia: dos estancias, dos vidas y la Literatura. (El poder del pensamiento libre).



Un sofá claro, de líneas rectas. Una mesa bajita, de ratán y madera de teca, sosteniendo un cenicero y un vaso de whiskey de malta. Unos vaqueros usados hasta el límite del deterioro extremo y una camiseta del revés – para evitar el molesto roce de las costuras interiores y de las etiquetas acrílicas -. Los pies desnudos, desprovistos, como es usual, de las babuchas amarillas que suelo utilizar en casa, cuando no estoy descalza. Me encanta caminar percibiendo el tacto, rugoso y cálido, de la madera.

Horas de anhelada soledad en la mejor compañía: la de los libros. Y aunque, en su día y lo reconozco, fui reacia al uso del libro electrónico, que venía a considerar, entonces, una aberración por suponer la supresión del papel y con ello – creía yo- la cruenta  abolición del deleite de pasar cada una de las hojas impresas, aspirando ese peculiar aroma que desprende la tinta, al  beber con fruición las historias contenidas en cada ejemplar, escuchando el suave y rítmico crujido de las guardas, hoy, tengo que admitirlo, soy su mayor defensora.


Es un sábado por la tarde, como cualquier otro. Me encuentro plácidamente tumbada en el sofá de mi casa, leyendo en el e-reader. El silencio reinante lo acaricia la aterciopelada voz de María Callas que interpreta el aria Casta Diva de V. Bellini. La estancia se encuentra en esa semipenumbra que tanto me agrada, rota, en algunos puntos, por las múltiples velas que, en lugares estratégicos, proyectan tenues halos de luminosidad que atraviesan las sombras. Sobre la mesa, diseminados sin ningún orden, otros C.D.’s aguardando su introducción en el reproductor, un paquete de Camel y los restos de whiskey en un vaso labrado en cristal grueso. La luz led de la BlackBerry parpadea, avisando de la silente recepción de algún WhatsApp. Levanto la vista de aquellas líneas que, hasta hace un segundo, me tenían absorta en otra realidad distinta, aquella que nació en la mente de su autora para vivir luego en la de los lectores, transmitiéndose en su errático devenir con diferentes interpretaciones y rostros de los personajes que sólo presentan determinadas facciones, únicas, para cada uno de quienes les ofrecen vivir en su pensamiento, confiriéndoles así el perpetuo poder de una inmortalidad nómada.

Intento imaginarme la sublime delectación de aquellas horas a solas, en alguna habitación de la planta superior de una casa de campo ubicada en el Condado de Sussex, próxima al río Ouse. Desde cuya ventana, probablemente, se tuvieran las más bellas vistas de la campiña inglesa. La chimenea devora dos grandes troncos mientras una mujer de extrema delgadez se afana en su trabajo: un elegante tintero de plata nutre su pluma que se desliza con ágil rapidez sobre unos pliegos que, poco a poco, van perdiendo su nívea virginidad, albergando los renglones, trazados con movimientos casi espasmódicos pero firmes. No ha advertido, aún, mi presencia y decido no interrumpirla, observo sus rasgos desde el perfil izquierdo que se recorta sobre la ventana que enmarca un atardecer de invierno inflamado en tonos violáceos. A pesar de que la atmósfera es cálida, se cuela el leve aroma de la tierra mojada, matizando el de las flores frescas del jarrón de cristal que refleja las crepitantes llamas naranjas. Huele a madera y a tabaco. No me atrevo, si quiera, a moverme para no perturbar su concentración, pero creo que ella acaba de ser consciente de que alguien la observa, levanta la vista del papel y la dirige directamente hacia donde me encuentro, clava su mirada en la mía y sonrío pero parece no reparar en mí, pues vuelve a introducir la pluma en el tintero y continúa escribiendo de un modo que me atrevería a calificar de frenético.

Se oyen unos pasos al otro lado de la puerta y una voz masculina que se aclara la garganta antes de preguntar, al tiempo que da unos tímidos golpecitos, de modo medroso y titubeante:

-          “Hi, darling, you ok?. You’ve been there for hours, take a rest. You should eat something”.

-          “Yes, dear, I’m fine, just trying to do some work… - contesta la mujer, con total apatía y en evidente tono cansino, elevando los ojos al techo -. I don’t need a rest by the moment. Don’t worry about me, please. Maybe later, I’m totally right. Thank you hun”.

Supongo que le molestan las interrupciones, no imagina cuanto la puedo entender, a mí me ocurre igual cuando estoy concentrada en algo. La oigo resoplar contrariada y mascullar, entre dientes, algo que me resulta inaudible desde el lugar en el que aún permanezco. Deja caer la pluma y recuesta la frente sobre la mesa, sin duda es el efecto natural que ha provocado esa inoportuna preocupación de quien, supongo, debe ser su esposo. Se levanta y pasea inquieta por la habitación, enciende un cigarrillo y se detiene delante de la chimenea, clavando sus ojos en el fuego mientras parece hablar para sí misma en un imperceptible murmullo.
Gira, repentinamente, sobre sus talones y vuelve hacia la mesa de donde coge las hojas sueltas que ha dejado esparcidas y sin ningún orden aparente, las ojea un momento tras el cuál las arruga de modo exasperado y las arroja al interior de la chimenea, para salir, a continuación, dando un sonoro portazo. He tenido que apartarme para no ser arrollada a su vigoroso paso.

A pesar de mi rápida reacción, la mayor parte del papel ya ha resultado consumida cuando con cuidado lo extraigo, liberándolo de las llamas, aún así, se leen con claridad las palabras escritas con una letra picuda y ligeramente inclinada hacia la izquierda:

“Three years is a long time to leave a letter unanswered, and your letter has been lying without an answer even longer than that. I had hoped that it would answer itself, or that other people would answer it for me. But there it is with its question — How in your opinion are we to prevent war? — still unanswered.
It is true that many answers have suggested themselves, … (…)…”

Acabo de reconocer en esos renglones, sin el menor género de dudas, el inicio del maravilloso libro “Tres Guineas”, aquella mordaz radiografía de la realidad social vivida por Virginia Wolf que plasmara en 1.938 como respuesta a la pregunta que, en una misiva, le era formulada. Reflexiono, sin deshacerme de los pliegos dañados que aún sostengo, sobre el contenido de aquella obra que sólo puede resumirse como el lúcido recorrido de una inteligencia brillante por la época, equivocada, en la que le tocó vivir, abogando por el servicio incondicional del intelecto a la libertad y a la igualdad. No encuentro respuesta a mi interrogante de cómo se puede tachar de enferma o desordenada una mente que es capaz de tener tan preclara visión. Sonrío mirando la puerta cerrada por la que Virginia acaba de irse, me pregunto si no tuvo lugar la mayor de todas sus liberaciones aquél frío día en el que se sumergió en las aguas del río Ouse buscando en ellas, quizás, el reposo a las inquietudes y profunda desazón generadas por el comportamiento, zafio y rudimentario por convencional, de sus semejantes.

“Authority has every reason to fear the skeptic,
 for authority can rarely survive in the face of doubt”
(Vitta Sackville-West).


martes, 19 de noviembre de 2013

Rosa cielo, azul piedra. Corazones de tiza.



  

Fue a la vuelta de un viaje cuando me sorprendió, en la carretera de La Mancha,  el atardecer de un gélido día de invierno. El cielo lucía un color rosáceo, de un tono tan intenso que sólo es posible apreciar en las frías tardes en las que el ocaso tiñe con esa peculiar tonalidad el firmamento, justo en el preciso instante que antecede a la caída de la oscuridad más profunda.

Iba mirando distraída por la ventanilla, embelesada en el espectáculo cromático que tenía lugar sobre las ruinas de una fortaleza militar medieval, situada en un montículo de aquella extensa llanura, cuando me vino a la memoria, – no sé por qué - en aquél momento el recuerdo, claro y vívido, de una pizarra de color verde oscuro, cuyo margen superior, a modo de zócalo, se encontraba dividido por un cuadrícula de líneas rojas sobre la que se articulaban en hilera, alternándose en su representación de mayúsculas y minúsculas, cada una de las letras del abecedario. Recordé con total nitidez la caja, de un brillante y achalorado color amarillo, que contenía las tizas de colores…

Debió ser durante una de aquellas tediosas convalecencias infantiles de alguno de esos ataques agudos de amigdalitis que te mantienen tres días en cama, con una fiebre alta y tres días, luego, fuera de ella: aburrida y deambulando por cada habitación con total hastío y un profundo sentimiento de frustrado aburrimiento, derramando zumo de naranja sobre las alfombras o saltando en el sofá, pero sin poder ir al Colegio, por temor al contagio de tus condiscípulos, cuando alguien me la regaló durante su visita. Pude incluso, desde algún recóndito lugar de mi memoria olfativa, rememorar el peculiar aroma de la tiza, aspirándolo hasta provocarme un ligero e irritativo picor en la nariz mientras escuchaba el chirriar del yeso sobre la superficie plana al tiempo que los trazos iban tomando forma. Me trasporté a aquella época, en la que pasaba, en pijama y zapatillas de paño de Tarta de Fresa, los tediosos días de mejoría, huyendo en vano por los pasillos de las medicinas, en sobrecitos de granulado para suspensión oral de sabores imposibles, y del termómetro. Reviví, de nuevo, las horas que llenaron de imaginación y divertimento infantil aquél cuarto de juegos en el que se amontonaban los juguetes pero en el que, inopinadamente, pasó a tener un indiscutible protagonismo la pizarra verde.

Supongo que acababa de descubrir, en aquella época de mi vida, las apasionantes aventuras del Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda porque si había un dibujo, recurrente en la pizarra verde, era el de un castillo medieval, con troneras y estandartes, de un estridente azul cobalto – que, por aquél entonces, yo debía asemejar con el color de los bloques de piedra, dentro del limitado abanico de coloristas posibilidades que ofrecía la caja amarilla de tizas -, con una dama que caía rendida ante su príncipe, quien la había rescatado tras dar muerte al malvado dragón que la mantenía cautiva, presa de temores y miedos que la atenazaban entre los inexpugnables muros de piedra. Escena ésta - recuerdo - que tenía lugar, siempre, bajo un cielo rosa que estaba, en mi dibujo, tachonado de innumerables corazones de tiza, de diferentes tamaños, simbolizando el amor entre el príncipe que finalmente había rescatado a la dama de aquél horrible monstruo que la retenía en las entrañas del castillo, y su rubia princesa. Pensé en aquél dibujo infantil, reproduciendo cada uno de sus detalles con la añoranza de una vida pasada y ya muy lejana.

…"Arturo, Morgana, Mordred, Lancelot, Gawain, Percival, Merlín, Excalibur… Camelot.." - todos esos nombres se arremolinaron en mi mente, formando un torbellino de colores, olores y sabores de mi niñez: Sugus de cereza, una pegajosa bola de Bang Bang ocupando toda la boca mientras se adhería a los dientes imposibilitando ser deglutida, el olor del chocolate caliente y de la colonia Nenuco… El Barco Pirata de los clics de Famobil, las películas Disney de Cinexin, las barras de plastilina Jovi… Y la omnipresente pizarra verde cobijando, eternamente, la misma escena.

Volví, sonriendo, a mirar hacia la, ya cada vez más, lejana fortaleza en ruinas, que se recortaba sobre un cielo que iba perdiendo su color, diluyéndose hacia tonalidades malvas y grises.

-          “Rosa cielo, azul piedra… Corazones de tiza” – debí pensar en voz alta -.
-          “Perdona, ¿qué has dicho?...”

Lancé una última mirada hacia las postrimerías de un rosa, ya extinto, y sonreí:

-          Nada, que soy feliz… Ya no hay dragones en el castillo. Rosa cielo, azul piedra… Y corazones de tiza.

Y así transcurrió plácidamente el viaje de retorno, atravesando las llanuras de La Mancha, mientras la noche caía, lenta y fría, engullendo al dragón, haciéndolo desaparecer en el silencio gris y sordo de los tiempos perdidos en el eco de la memoria. Cerrando, para siempre, la puerta de la mazmorra y dibujando corazones de tiza sobre la piedra azul.



“Knowest thou aught of Arthur’s birth?
Then spake the hoary chamberlain and said,
Sir King, there be but two old men that know:
And each is twice as old as I, and one
Is Merlin, the wisest man that ever served
King Uther thro’ his magic art, and one
Is Merlin’s master (so they call him) Bleys,
Who taught him magic…”

(The Corning of Arthur’
The Idylls of the King
 Alfred, Lord Tennyson).

viernes, 8 de noviembre de 2013

Yo, la Reina. Yo, Isabel.



Fue durante un paseo en una fría mañana de invierno, cuando desde las afueras de Granada, tuve la visión, imponente y soberbia, de la Alhambra. El día, un domingo como cualquier otro, comenzaba y la atmósfera era diáfana y fresca. Pensé en cuantas miradas, antes que la mía, se debían haber posado a lo largo de la historia en el Palacio Nazarí. ¿De cuantas vidas habrían sido testigo mudo las torres y alminares rojizos desde los que, sin duda, algún muecín efectuaba diariamente las cinco llamadas a la oración…?.
Repasaba mentalmente la historia del conjunto arquitectónico e imaginé cómo habría sido el refugio de Sawwar ben Hamrun en la Alcazaba, dibujé mentalmente la llegada del primer monarca nazarí siglos después: Mohamed I, al que le seguirían luego Mohamed II y III… Yusuf I, ..., Boabdil y, repentinamente, sin que aún hoy acierte a explicarme la razón,  me vino a la mente una imagen nítida: un rostro anguloso de tez clara, con unos penetrantes ojos verdes de largas pestañas me escrutaba desde algún recóndito punto de mi interior. Me asaltó una extraña sensación, una impetuosa y antagónica lucha debatiéndose en mi interior: temor- placidez, alegría – angustia, esperanza – desazón, razón – pasión, devoción - obligación…  No podría precisar cuanto duró aquella pugna, ni aún menos, su causa, sólo sé que fue un desgarrador graznido lo que me hizo elevar la vista al cielo: un águila imperial planeaba majestuosamente en círculos allá arriba, interponiéndose fugazmente sobre el disco solar que lucía con la languidez de una mañana invernal.

 
El temblor que, a estertores, sacude mi cuerpo en este acerbo amanecer, no obedece tanto a la gélida brisa que arrastra el olor, anaranjado y añil, del albor de un nuevo día, sino al miedo. Siento miedo. La noche ha sido tenebrosa y larga, poblada de temores que han aguijoneado mi reposo, cubriéndolo con la lóbrega escarcela del desasosiego de oscuros presagios.

Vuelvo a dirigir la mirada hacia Granada, aún permanece en mis labios el sabor de Fernando. Ha sido un beso fugaz antes de subir a su cabalgadura y dirigirse, al galope, hacia esa batalla final. Me envuelvo bien en el manto, aunque no consigo aprehender el calor de su abrigo. Hoy, las tenues hebras plateadas que afloran a mis sienes, me confieren la serena belleza de una madurez prematura. Helándose en mis labios la sonrisa que su recuerdo ha hecho aflorar, elevo la frente sintiendo, más que nunca, el peso de la corona que no debió pertenecerme jamás.

… Soy Isabel de Castilla por la gracia de Dios. Soy Isabel de Trastámara.

Diez años de guerras contra los moros han envejecido mi cuerpo, gastado ya por el dolor y el llanto de ver morir a quienes una vez amé y me abandonaron. Me asaltan, a efímeros retazos, episodios de una vida de felicidad muy lejana, tanto, que parece que jamás hubiera tenido lugar. ¿Alguna vez jugué con Alfonso bajo la atenta mirada de madre?, ¿aquellas risas infantiles existieron o son producto de mi imaginación?... Alfonso, mi Alfonso… ¡se fue tan pronto!.

Una lágrima resbala por la mejilla, abrasando mi piel a pesar del frío que, implacable, muerde cada uno de mis huesos lacerados.

… Soy la Reina Isabel de Castilla.

Estoy sola, no hay a mi alrededor indiscretas miradas ajenas que me impidan ser sólo Isabel. ¿Acaso una Reina no siente angustia ante los ataques de locura sufridos por su madre?, ¿no se permite, a una Reina, llorar la muerte del hermano niño?, ¿por qué no mostrar las cuitas por mi amado esposo, ante los peligros que le acechan en la batalla?, ¿quién prohíbe que me asalte la preocupación por el futuro, incierto, de mis hijos?... Una vez sólo fui la niña que recibía los tiernos abrazos de una madre que dejó de serlo cuando su juicio se quebrantó, sólo fui la niña que jugaba con su hermano en los campos de trigo de Castilla…
Mi madre se marchó, mi hermano también y aquella niña les siguió para no volver jamás.

… Soy Isabel, o quizás, lo fui.

Hoy, día que se cuenta veinte y uno del mes de diciembre del Año del Señor de mil cuatrocientos y noventa y uno, a una edad que no debería pero en la que me siento ya anciana, cansada de portar una carga que nunca debió corresponderme, huérfana de esperanzas, débil por la enfermedad y con el alma ajada por el sufrimiento de toda una vida, me difumino en los colores de un amanecer sobre el que se recorta la silueta de la fortaleza nazarí, me pregunto si después de tanta lucha y sacrificio, tanto estrago y dolor, ondeará sobre esas imponentes torres nuestro pendón... ¿Y él?, ¿volverá Fernando, salvo, tras esta batalla?... Una violenta basca asciende desde la boca del estómago instaurando en mi boca al amargo sabor de la bilis. Me llega, amortiguado, el siniestro sonido de una guerra: Mi guerra. Los ecos de las lombardas ahogan los gemidos y lamentos de los mutilados que claman por una muerte libertadora, el olor intenso de la pólvora mitiga el de la sangre. Mis tropas avanzan hacia un futuro inexorable que aún desconozco. Mis infantes y jinetes entregan la vida por su Reina Isabel. Desde esta atalaya, aterida por el frío de mis incertidumbres, yo, Isabel, lloro esas muertes. Soy Isabel, la madre; Isabel, la hija; Isabel, la hermana y también la esposa de esos valientes castellanos.

Mientras sola, aguardo el desenlace incierto, me abandono a ese Dios que hoy habrá de estar de nuestro lado.

Reparo en el planear majestuoso de un águila imperial que, sobre mí, surca el cielo violáceo iluminado por las primeras luces, su graznido descarnado me infunde un cierto auspicio: al tornase oscuro nuevamente, con la caída de este sol, poseeré el Reino de Granada…



“…Mi cuerpo sea sepultado en el monasterio de San Francisco que es en el Alhambra de la ciudad de Granada, en una sepultura baja que no tenga bulto alguno, salvo una losa en el suelo, llana, con sus letras en ella. Pero quiero e mando, que si el Rei eligiere sepultura en otra cualquier iglesia o monasterio de cualquier otra parte o lugar destos mis reinos, que mi cuerpo sea allí trasladado e sepultado junto”.


(Isabel I de Castilla)

miércoles, 6 de noviembre de 2013

El descubrimiento de la Solidaridad



Nuevamente he recibido una petición muy especial y como de costumbre, tampoco me he podido negar. Mi sobrina, toda una Agatha Christie en ciernes, me ha pedido que publique su último relato, el cuál no es producto de su voluntaria y espontánea iniciativa, sino un trabajo escolar sobre la SOLIDARIDAD. Lo he leído después de comer y, una vez más, me ha sorprendido el dominio de las reglas ortográficas, la riqueza de vocabulario y su facilidad para la construcción sintáctica… Marta esperaba expectante mi opinión, aunque tengo la sospecha de que era conocedora de la misma mucho antes de ofrecérsela. Le he sido muy sincera – aunque me vais a permitir que esas valoraciones queden en el ámbito de la privacidad entre la escritora y yo -, me ha dicho que soy su mejor crítica y tras haber concluido ambas en que “todo en la vida es manifiestamente mejorable” le he prometido que seguiré publicando en mi Blog sus relatos, si bien, con dos condiciones: la primera, deben ser de su total y plena autoría y, la segunda, deberá facilitarme, como mínimo, uno al mes. Ella, por supuesto y tal y como yo ya intuía, no ha puesto ninguna traba para asumir su parte del compromiso, por lo que, consiguiente y consecuentemente, yo tendré que cumplir, por mi parte, con lo convenido. Finalmente, he de reconocer que siento un íntimo orgullo por esta personita de sólo doce años que tanto me recuerda a la que yo era a esa edad, deseándole que encuentre en la literatura, al menos, la mitad de la satisfacción que yo he encontrado y tengo el más que profundo convencimiento de que lo hará y será antes que después...





Era una fría tarde de invierno. Elisa leía un nuevo libro cómodamente hundida en el sofá más cómodo de la casa, tapada con una manta. El libro lo había adquirido aquella misma mañana en una tienda de antigüedades, lo encontró por casualidad, escondido en un armario. Tan pronto como salió del establecimiento se dirigió a su casa, impaciente por descubrir los secretos de su interior. Se titulaba “El Tesoro de la Solidaridad” y tenía algunos pasajes escritos en un idioma extraño llamado rúnico, según le dijo el anticuario. Estuvo leyendo durante un buen rato, hasta que vencida, cayó en un sueño profundo… Se despertó sobresaltada con el ruido que hizo el libro al caerse al suelo y de él se había deslizado una hoja de papel, deteriorado y amarillento, doblado en cuatro partes. Sin pensárselo dos veces y tras la sorpresa, lo desdobló con cuidado y fue entonces cuando pudo ver su contenido: un texto escrito en lengua rúnica. Era el siguiente:

สมบัติที่แท้จริงของความเป็นน้ำหนึ่งใจเดียวกันคือการช่วยให้คนอื่น รู้

Tras dudar unos momentos, pues aquello le pareció muy extraño, se decidió a llamar a Mary, quien había descubierto en la Biblioteca un libro escrito en lengua rúnica, también por accidente, cuando se volcó la estantería. Mary era una chica inglesa que se había mudado a su barrio cuando era muy pequeña, desde entonces habían sido amigas. Cuando telefoneó a Mary preguntándole por aquél misterioso libro, ésta la invitó a su casa, en efecto seguía teniéndolo en préstamo. Por supuesto Elisa no olvidó el suyo y le explicó a Mary todo lo ocurrido. Más tarde buscaron en el libro de Mary algo sobre aquellas misteriosas letras que había en el viejo papel. Fueron encontrando, página tras página, todos los lenguajes rúnicos, pero ninguno coincidía… De repente, Elisa y Mary comprobaron como dos páginas habían sido arrancadas, supusieron que en ellas debería estar la clave de aquél lenguaje puesto que al final del libro de Mary había un índice que contenía palabras similares a las del pliego de Elisa, incluso o así lo creían la misma frase escrita en él. Algo desconcertadas se les ocurrió consultar a la bibliotecaria, posiblemente ella supiera algo. Así que salieron decididas en busca de Paqui que llevaba en su puesto tantos años que conocía cada libro mejor que a sí misma. La respuesta de Paqui las dejó heladas: “Hace tiempo que no veía estos dos libros”, parecía muy sorprendida: “¿Cómo es que los tenéis vosotras?, no lo entiendo, seguidme por favor”. Las dos amigas se miraron antes de ir tras la bibliotecaria que ya se encaminaba hacia la pequeña habitación de descanso donde los empleados solían tomar café. Cerró la puerta tras ellas y les dijo en voz baja: “Hace años se produjo un extraño robo aquí. Robaron exactamente ese libro que tú tienes, Mary, el de las lenguas rúnicas. Misteriosamente lo devolvieron a los pocos días, pero faltaban dos páginas. Más tarde volvió a desaparecer del estante, definitivamente en esa ocasión hasta hoy que lo he vuelto a ver. Por lo que sé, había dos únicos ejemplares que hablaban de estos extraños lenguajes, uno era el que había aquí, el otro, supongo que es el que tú tienes, Elisa. Aunque las páginas deberían estar en este último…”. Elisa recordó, en ese instante, que cuando lo compró al anticuario junto al libro había dos rollos de pergamino en el armario, a los que no les hizo mucho caso entonces. Salió corriendo en dirección a la tienda, seguida de cerca por Mary que estaba muy desconcertada. Entraron y  dándole unas breves explicaciones al propietario se lanzó a abrir el armario. Tras abrirlo soltó un suspiro de alivio: en efecto, los pergaminos seguían allí. Los cogió y con la promesa de devolverlos a la mayor brevedad posible se dirigió nuevamente a la Biblioteca. Mary no entendía nada y Elisa estaba tan excitada que tampoco acertaba a explicarle su intuición. Cuando con la ayuda de Paqui y mucho cuidado desenrollaron los pergaminos, usaron las claves del libro de Mary para descifrar el mensaje: “Si el tesoro de la Solidaridad quieres encontrar, en lo más profundo deberás buscar”.

Ninguna de ellas llegó a comprender su significado, así que acordaron que fuera Paqui quien investigara en profundidad un poco más y que las llamara en cuanto descubriera algo. Ambas amigas salieron a la calle, la luz de los escaparates deslumbraba a Elisa y se puso el pergamino que llevaba en la mano frente a los ojos para evitar la luz directa. Fue entonces cuando vio que había algo en el papel, escrito quizás, con algún tipo de tinta invisible, al observarlo con más detenimiento tuvo la certeza y dijo: “Mary, sé por donde empezar a buscar” y empezó a correr calle abajo.

“¿A dónde vamos ahora?, gritó Mary a sus espaldas más sorprendida aún que antes.
“Al antiguo Teatro! – Elisa se detuvo en seco - ¡Mira!”.

Un niño pequeño, de unos seis años de edad, caminaba con un gato también muy pequeño, se lo mostró y tenía una herida en la patita derecha. Mary se la vendó con un trocito de tela de un pañuelo que tenía en el bolsillo de los vaqueros. Decidieron que no era aconsejable que un niño tan pequeño andara solo por la calle a aquellas horas de la tarde, pues ya empezaba a oscurecer y se ofrecieron a acompañarlo a casa, iban de camino a ella cuando por fin llegaron al Teatro los cuatro. Mary se acercó a la salida de artistas y se cayó por una trampilla que había en el suelo, camuflada y apenas visible, los demás cayeron detrás sin poder evitarlo dado lo sorpresivo. El lugar estaba muy oscuro, se oían voces y Elisa tuvo que acostumbrar los ojos a la oscuridad para poder orientarse, al fondo de la estancia en una mesa iluminada por un flexo había dos personas que sostenían otros libros, parecían tan antiguos como los de ellas y entonces supo que eran los autores del “extraño robo” que Paqui les había relatado. Con cuidado se sacó el móvil y marcó el número de la policía que llegó apenas unos minutos después para proceder al arresto de los dos malhechores. Cuando acompañadas por dos agentes se aproximaron a aquella mesa, pudieron ver los libros que manipulaban los ladrones. Había una traducción en un corcho, clavada con chinchetas, junto al extracto en rúnico del original, en letras mayúsculas de tinta negra se leía:

“ EL VERDADERO TESORO DE LA SOLIDARIDAD ES… DESCUBRIR COMO AYUDAR A LOS DEMÁS”.

Marta Beltrán Millán – 1º ESO