Un sofá claro, de líneas rectas. Una mesa bajita, de ratán y madera de
teca, sosteniendo un cenicero y un vaso de whiskey de malta. Unos vaqueros usados
hasta el límite del deterioro extremo y una camiseta del revés – para evitar el
molesto roce de las costuras interiores y de las etiquetas acrílicas -. Los pies
desnudos, desprovistos, como es usual, de las babuchas amarillas que suelo
utilizar en casa, cuando no estoy descalza. Me encanta caminar percibiendo el
tacto, rugoso y cálido, de la madera.
Horas de anhelada soledad en la mejor compañía: la de los libros. Y aunque, en su
día y lo reconozco, fui reacia al uso del libro electrónico, que venía a considerar,
entonces, una aberración por suponer la supresión del papel y con ello – creía
yo- la cruenta abolición del deleite de
pasar cada una de las hojas impresas, aspirando ese peculiar aroma que
desprende la tinta, al beber con
fruición las historias contenidas en cada ejemplar, escuchando el suave y
rítmico crujido de las guardas, hoy, tengo que admitirlo, soy su mayor defensora.
Es un sábado por la tarde, como
cualquier otro. Me encuentro plácidamente tumbada en el sofá de mi casa,
leyendo en el e-reader. El silencio reinante lo acaricia la aterciopelada voz
de María Callas que interpreta el aria Casta Diva de V. Bellini. La estancia se
encuentra en esa semipenumbra que tanto me agrada, rota, en algunos puntos, por
las múltiples velas que, en lugares estratégicos, proyectan tenues halos de
luminosidad que atraviesan las sombras. Sobre la mesa, diseminados sin ningún
orden, otros C.D.’s aguardando su introducción en el reproductor, un paquete de
Camel y los restos de whiskey en un vaso labrado en cristal grueso. La luz led de
la BlackBerry
parpadea, avisando de la silente recepción de algún WhatsApp. Levanto la vista
de aquellas líneas que, hasta hace un segundo, me tenían absorta en otra realidad
distinta, aquella que nació en la mente de su autora para vivir luego en la de los
lectores, transmitiéndose en su errático devenir con diferentes
interpretaciones y rostros de los personajes que sólo presentan determinadas
facciones, únicas, para cada uno de quienes les ofrecen vivir en su
pensamiento, confiriéndoles así el perpetuo poder de una inmortalidad nómada.
Intento imaginarme la sublime
delectación de aquellas horas a solas, en alguna habitación de la planta
superior de una casa de campo ubicada en el Condado de Sussex, próxima al río
Ouse. Desde cuya ventana, probablemente, se tuvieran las más bellas vistas de
la campiña inglesa. La chimenea devora dos grandes troncos mientras una mujer
de extrema delgadez se afana en su trabajo: un elegante tintero de plata nutre
su pluma que se desliza con ágil rapidez sobre unos pliegos que, poco a poco,
van perdiendo su nívea virginidad, albergando los renglones, trazados con
movimientos casi espasmódicos pero firmes. No ha advertido, aún, mi presencia y
decido no interrumpirla, observo sus rasgos desde el perfil izquierdo que se
recorta sobre la ventana que enmarca un atardecer de invierno inflamado en
tonos violáceos. A pesar de que la atmósfera es cálida, se cuela el leve aroma
de la tierra mojada, matizando el de las flores frescas del jarrón de cristal
que refleja las crepitantes llamas naranjas. Huele a madera y a tabaco. No me
atrevo, si quiera, a moverme para no perturbar su concentración, pero creo que
ella acaba de ser consciente de que alguien la observa, levanta la vista del
papel y la dirige directamente hacia donde me encuentro, clava su mirada en la
mía y sonrío pero parece no reparar en mí, pues vuelve a introducir la pluma en
el tintero y continúa escribiendo de un modo que me atrevería a calificar de
frenético.
Se oyen unos pasos al otro lado de la
puerta y una voz masculina que se aclara la garganta antes de preguntar, al
tiempo que da unos tímidos golpecitos, de modo medroso y titubeante:
-
“Hi,
darling, you ok?. You’ve been there for hours, take a rest. You should eat
something”.
-
“Yes, dear, I’m
fine, just trying to do some work… - contesta la mujer, con total apatía
y en evidente tono cansino, elevando los ojos al techo -. I don’t need a rest by the moment.
Don’t worry about me, please. Maybe
later, I’m totally right. Thank you hun”.
Supongo que le molestan las
interrupciones, no imagina cuanto la puedo entender, a mí me ocurre igual
cuando estoy concentrada en algo. La oigo resoplar contrariada y mascullar,
entre dientes, algo que me resulta inaudible desde el lugar en el que aún
permanezco. Deja caer la pluma y recuesta la frente sobre la mesa, sin duda es
el efecto natural que ha provocado esa inoportuna preocupación de quien,
supongo, debe ser su esposo. Se levanta y pasea inquieta por la habitación,
enciende un cigarrillo y se detiene delante de la chimenea, clavando sus ojos
en el fuego mientras parece hablar para sí misma en un imperceptible murmullo.
Gira, repentinamente, sobre sus
talones y vuelve hacia la mesa de donde coge las hojas sueltas que ha dejado
esparcidas y sin ningún orden aparente, las ojea un momento tras el cuál las
arruga de modo exasperado y las arroja al interior de la chimenea, para salir,
a continuación, dando un sonoro portazo. He tenido que apartarme para no ser
arrollada a su vigoroso paso.
A pesar de mi rápida reacción, la
mayor parte del papel ya ha resultado consumida cuando con cuidado lo extraigo,
liberándolo de las llamas, aún así, se leen con claridad las palabras escritas
con una letra picuda y ligeramente inclinada hacia la izquierda:
“Three
years is a long time to leave a letter unanswered, and your letter has been
lying without an answer even longer than that. I had hoped that it would answer
itself, or that other people would answer it for me. But there it is with its
question — How in your opinion are we to prevent war? — still unanswered.
It is true that many answers have
suggested themselves, … (…)…”
Acabo
de reconocer en esos renglones, sin el menor género de dudas, el inicio del
maravilloso libro “Tres Guineas”, aquella mordaz radiografía de la realidad
social vivida por Virginia Wolf que plasmara en 1.938 como respuesta a la
pregunta que, en una misiva, le era formulada. Reflexiono, sin deshacerme de
los pliegos dañados que aún sostengo, sobre el contenido de aquella obra que
sólo puede resumirse como el lúcido recorrido de una inteligencia brillante por
la época, equivocada, en la que le tocó vivir, abogando por el servicio
incondicional del intelecto a la libertad y a la igualdad. No encuentro
respuesta a mi interrogante de cómo se puede tachar de enferma o desordenada una
mente que es capaz de tener tan preclara visión. Sonrío mirando la puerta
cerrada por la que Virginia acaba de irse, me pregunto si no tuvo lugar la mayor
de todas sus liberaciones aquél frío día en el que se sumergió en las aguas del
río Ouse buscando en ellas, quizás, el reposo a las inquietudes y profunda
desazón generadas por el comportamiento, zafio y rudimentario por convencional,
de sus semejantes.
“Authority
has every reason to fear the skeptic,
for authority can rarely survive in the face
of doubt”
(Vitta
Sackville-West).