Supongo que los niños tienen el don de enternecernos el corazón, todos, en
general y los nuestros, en particular. No hay ninguna otra noticia que me
afecte tanto como la relacionada con ellos, ni crimen más atroz y cobarde que aquél
que se comete contra la infancia, me parece a mí.
Tengo, en realidad, tenía hasta hoy, cinco sobrinos, ya son seis, por fin
ha llegado Victoria, la pequeña GRAN Victoria, jamás un nombre resultó tan
idóneo para quien lo lleva como éste que, dejando aparte, la arraigada
tradición familiar, es el mejor, sin duda, que podría ostentar este nuevo
pequeño ser, rubio y sonrosado que hoy ha pasado a engrosar mi familia.
Victoria es la primera hija de mi hermana pequeña, también Victoria, así
que ya la llamamos “Victoria2” o “Victoria chiquitita”, cuando en realidad
representa el mayor de todos los triunfos ante las contrariedades, la
fortaleza, la constancia ,la valentía, la esperanza y… el AMOR.
Si de algo me siento orgullosa es de mi familia, sé que no hay mérito
alguno en ello, porque, a diferencia de nuestros amigos, no la elegimos
nosotros, aunque cuando pienso en ello, es decir, en el hecho de poder elegir,
jamás habría elegido ni otros padres, ni otras hermanas, ni por supuesto otros
sobrinos distintos a los que tengo.
Mis niños, mis “duendes locos”, todos distintos y cada uno especial… A
todos los quiero por igual, con alguno tengo mayor afinidad o comparto algo
más, aunque los quiero muchísimo a cada uno de ellos. Si bien, mi pequeña Victoria es especial, no quiero
decir con esto que la quiera más que a cualquiera de sus cinco primos, porque
en modo alguno es así, es simplemente que hoy no sólo la VIDA, sino la más ANSIADA
VICTORIA ha llamado a la puerta…
Me revuelvo inquieta en la cama. Ha
sido un día largo de trabajo, intenso y como siempre, cargado de
complicaciones. Pero no es eso lo que me impide conciliar el sueño esta noche,
vuelvo a echar un vistazo en la oscuridad al teléfono por si hay algún indicio
de aviso. Sé que es algo absurdo, lo he mirado hace apenas unos minutos y la
pantalla no mostraba nada más allá de la foto de THE QUEEN’S WALK de Londres que tengo como fondo.
… (…) …
Respiro hondo, tras dejar el teléfono
a mi lado, intentando relajarme… Me maravilla saber que tiene lugar ese milagro
de la vida que no consiste sino en la capacidad del ser humano para perpetuarse,
desde el inicio de los tiempos y así deberá seguir siendo hasta el final. No
deja de asombrarme cómo nos ha sido concedido el regalo de otorgar nueva vida y
cómo es algo inherente a nuestro instinto de supervivencia. Pienso en mis
duendes locos, sin duda a estas horas aún deben estar durmiendo, también ellos
parecen excitados por la llegada de la primita nueva, de “Victoria chiquitita”,
que está a punto de nacer. Es un tema recurrente en sus conversaciones
infantiles últimamente e, incluso, se disputan cuál de ellos va a cuidarla y a
jugar con ella. Sonrío, es inevitable no hacerlo cuando me imagino a esas
personitas esperando inquietos para conocer a Victoria…
Me levanto, nerviosa y agitada, el
teléfono no suena, lo que significa que no hay novedad alguna… Quedan aún un
par de horas para que amanezca, pero no puedo estar en la cama. Me levanto, me
ducho, desayuno y me siento a escribir, supongo que ya es lo único que puede
aplacar mis nervios.
… (…) …
Son las cuatro y media de la tarde
del viernes, 20 de septiembre de 2.013, parecía que iba a ser un poco más
rápido, pero la tensión acumulada desde esta mañana empieza a hacer mella en
todos nosotros. Intentamos pasar el tiempo en la sala de espera, llenando las
horas de conversaciones banales, mis padres, mis otras dos hermanas y los
suegros de Victoria.
Pienso en mi hermana. Es mi hermana
pequeña la que está dentro, aguardando la llegada de su primera hija. Y pese a
saber bien que es una mujer adulta, tenaz, fuerte y luchadora, no consigo
apartar de mi memoria aquél día de primeros de mayo de hace treinta y dos años.
Cuando una niña de ocho años, acompañada por su padre y por sus otras dos
hermanas menores, cruzaba el umbral de una habitación en una Clínica para
conocer a la más pequeña que acababa de nacer: Victoria. Si hago un esfuerzo
puedo recordar incluso el olor suave que desprendía aquél bebé sonrosado y
regordete que mi madre depositó en mis brazos con sumo cuidado.
Sentí el calor de su cuerpecito,
próximo al mío y entonces, sólo entonces, fui consciente de mi deber: proteger
a aquella niña pequeñita el resto de mi vida… Yo me sentía tan mayor a su lado
y la veía tan pequeña e indefensa… Ahora es ella, la que tras un embarazo de
los denominados “de alto riesgo”, por otras complicaciones ajenas a la
gestación y mucho sufrimiento y dolor, se encontraba dando a luz…
Una oleada de angustia me invadió,
cuando ví salir a Gabriel, mi cuñado, inquieto. Se derrumbó en una silla y
rompió a llorar. Algo iba mal, ¿por qué estaba él allí cuando se suponía que
iba a asistir al parto?. La explicación fue breve y más que simple: “No saben
si finalmente tendrán que practicar una cesárea por el riesgo que supone...”,
dejé de oír. Miraba a Gabriel que hablaba o, al menos, movía los labios pero yo
no era capaz de entender nada de lo que estaba diciendo. No recuerdo si me dejé
caer sobre una silla o fue con posterioridad a sentarme, cuando todo a mi
alrededor comenzó a girar. Noté el calor de las lágrimas resbalando por mis
mejillas, la tensión había terminado saliendo. Me invadió la incertidumbre, la
ansiedad por el desconocimiento de lo que ocurría detrás de aquella puerta, el
miedo… Sí, me invadió un miedo amargo y desgarrador, atenazando mi cuerpo y
aguijoneando mi mente con negros temores. La impotencia, el sufrimiento de mi
hermana… Yo me juré protegerla de todo daño hace tanto tiempo y ahora yo no
podía evitarle aquello. Pero sentía que su dolor, era, debía ser, mi dolor y
que mi fuerza era, debía ser, su fuerza. Me concentré en eso: tenía que darle
toda la fuerza de que fuera capaz, ya estábamos al final de la senda, no podía
rendirse ahora. Yo no se lo iba a permitir.
Cuatro horas después, mi cuñado
volvió a entrar cuando una enfermera lo llamó, al pasar pudimos oír con
absoluta claridad: “Enhorabuena, una niña preciosa, grande y rubia. Las dos
están bien”. Después, todos fuimos entrando para saludar al nuevo miembro de
nuestra familia, la pequeña Victoria, que ya se encontraba tranquila durmiendo
sobre el pecho de su madre. No pude evitar nuevamente las lágrimas, pero éstas
ya de emoción y de alegría, mi Victoria pequeñita se había hecho grande, para
dar paso a una nueva Victoria que pasaba así a ser la menor. Cuando la cogí en
brazos, un antiguo sentimiento volvió a asaltarme:
mi obligación de proteger a ese pequeño ser que sostenía, durante el resto de
mi vida. Aspiré ese aroma, el mismo que mantenía en mi memoria olfativa y, por
un momento, nada había cambiado: yo tenía ocho años y abrazaba, emocionada, el
cuerpecito cálido de un bebé recién nacido. Abrazaba a Victoria...
“Me pregunto cómo es posible querer a alguien a quien acabas de ver por
primera vez,
pero por quien ya estarías dispuesta,
sin dudarlo, a dar la propia vida…”
(Yo misma cuando cogí a Victoria en brazos).
Me has hecho llorar. Tus palabras son preciosas. Gracias por describir con esa profundidad tus sentimientos, nuestros sentimientos. Es muy bello lo que dices de mis dos amores y yo lo siento igual que tú. Guardaré siempre una copia en mi memoria de esta maravillosa reflexión de butaca. Un beso muy fuerte. Gabriel
ResponderEliminarGracias a tí y gracias a mi hermana por vuestra generosidad de compartir con todos nosotros vuestro PEQUEÑO GRAN TESORO. Tú la guardas en la memoria y yo la archivaré con mis demás Reflexiones y algún día, dentro de un tiempo, se lo daré a leer a Victoria, así sabrá cuánto la quiere su familia y cómo la esperábamos... Otro beso aún más fuerte para tí PAPÁ.
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