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miércoles, 4 de septiembre de 2013

Londoners (Looking back to my past just in front the eyes).





Salí de la Estación de Tower Hill con la reconfortante sensación de estar llegando a casa. El día era apacible sin llegar a ser caluroso y la vida seguía su devenir normal de prisas y trasiego en la City a esas horas de la mañana. Aspiré, como intentando aprehenderlo, el aroma propio de esa parte de la ciudad, a caballo entre el olor del Támesis y la comida basura preparada en los abundantes puestos callejeros que tanto habían proliferado en aquellos últimos años en la zona. Para mi sorpresa, seguía habituada a ese olor característico que aún permanecía intacto en algún lugar de mi memoria olfativa.

Me dirigí, con paso lento, hacia The Minories, deleitándome en la cotidianeidad de la ciudad. Absorbiendo su vida: sus sonidos, su gente, su color y sus altos edificios, cuyas soberbias siluetas recortándose contra ese familiar cielo plomizo,  permanecían indelebles en mi retina. Quería demorar un poco más la vuelta a mi antiguo apartamento, así que decidí tomar una pinta de Stella en aquél viejo Pub, el olor a madera y moqueta se mantenía intacto, según pude comprobar al atravesar la puerta.

Tras la barra, cuán aguerrido capitán de nao, no sé por qué me sorprendió tanto, continuaba Danny, el legendario y barbudo camarero de aspecto fiero – debido a la gran cantidad de piercings y tatuajes que adornaban su cuerpo -, pero de corazón  y sentimientos tan nobles que, al poco de conocerle ya se había ganado, por derecho propio, el título de “una de las mejores personas que he conocido nunca”. No se había percatado aún de mi presencia, afanado, como estaba, en secar los vasos que acaba de extraer del lavavajillas, mientras tarareaba la canción de The Monkees “I’m a Believer” que sonaba en aquél momento y tuve que llamar su atención con un impostado “Hi there!. You’re rite, mate, yeah?”, levantó la mirada que, en apenas unos instantes, se iluminó con la amplia sonrisa que se dibujó en su cara tan pronto como terminé la frase y de un salto, casi acrobático, se colocó a mi lado. Un abrazo efusivo y un par de exclamaciones de asombro después, nos encontrábamos sentados en una de las mesas en compañía de sendas cervezas. Aún era temprano y el local estaba vacío. Nos pusimos al día de lo que habían sido nuestras vidas durante los últimos años y tras un rato que se me antojó, en realidad, más fugaz, tuve que prescindir de su siempre agradable presencia. Tan pronto como el reloj anunció que era ya más de mediodía. En breve empezarían a acudir los empleados de las oficinas cercanas en busca de su receso para el almuerzo, lo que significaba que, para Danny, ya había concluido el suyo.

Terminé la bebida y cogiendo la pequeña maleta de mano me encaminé hacia Goodman’s Yard, despidiéndome de aquél pintoresco y viejo amigo, con la promesa de una pronta visita. Cuando abandoné el local, empecé a experimentar un leve hormigueo de impaciencia por reencontrarme con el que había sido mi hogar durante una de las épocas más felices y enriquecedoras de mi vida en aquella Babel. Noté como había acelerado el paso inconscientemente y me obligué a ir más despacio, sólo me llevaría un par de minutos acceder a aquella calle tranquila donde se ubicaba, en la primera planta de un moderno edificio, el apartamento.

Alex, el solícito conserje de color, me mostró con su saludo una hilera de dientes blancos y perfectos, antes de ayudarme, diligentemente, con el equipaje y acompañarme hasta la puerta, momento éste, en el que ofreciéndose amablemente para lo que pudiera precisar, volvió a su puesto escaleras abajo. Agradecí el gesto, pues necesitaba estar sola cuando, tras marcar mi código de seguridad, la puerta se abriera y me diera de bruces con mi pasado. Respiré hondo un par de veces, intentando hacer acopio de todo el valor para recibir, de nuevo, a mi antigua vida. Marqué los cuatro dígitos, se encendió una lucecita verde y el picaporte cedió para dejarme entrar en el alma de mi hogar en Londres.

Me tomé unos segundos más, sólo para echarle un vistazo desde la entrada. Todo permanecía igual. Sonreí. Aquella estructura diáfana de apenas cuarenta acogedores metros cuadrados seguía manteniendo el mismo aspecto que cuando la dejé, si no fuera porque el trabajo concienzudo de la asistenta, el día anterior, había dejado sin una mota de polvo el mobiliario que se encontraba dispuesto en el mismo orden, casi maniático y obsesivo, con el que lo abandoné a mi marcha. Dejé la maleta sobre la cama y me dirigí hacia el ventanal para subir el estor y permitir que la luz del día inundara la estancia. Sonreí, de nuevo, mirando el río que, con reflejos irisados, proyectaba la tenue luz solar que, a intervalos, se filtraba entre las nubes. Abrí el cajón del escritorio, y saqué aquella libreta, de ajadas cubiertas en piel marrón, que durante mi vida allí, había sido testigo de todos mis pensamientos y cavilaciones. La ojeé, despreocupada, recorriendo los renglones de tinta negra que la poblaban y que recogían episodios pasados: una noche de fiesta en Camden, las divertidas aventuras que habían tenido lugar en Notting Hill durante un Carnaval ya olvidado, los ociosos paseos por el corazón de la ciudad antigua, mis relatos cortos susurrados al oído por la brisa de primavera en Saint James Park… Aquél concierto de Sinead O'Connor… Volví a dejarla en su sitio y cerraba ya el cajón cuando el timbrazo estridente del teléfono me sobresaltó, desterrándome, inopinadamente, del nebuloso reino de mis ensoñaciones. Descolgué y la cantarina voz de Obs me daba la bienvenida a la ciudad, sin dejar opción a una negativa, me anunciaba que en veinte minutos pasaría a recogerme, estaba en camino y lo evidenciaba el estruendoso sonido de claxons que se oía de fondo.
Habíamos quedado en The Plough, según me indicaba, nuestros amigos habían pedido permiso en el trabajo, unos, o se habían organizado en sus quehaceres, otros, y estaban deseando encontrarse conmigo. En ese momento fue cuando la tarjeta del móvil inglés, que había insertado unos minutos antes en la BlackBerry, comenzó a avisar de múltiples mensajes de WhatsApp: Kate, Ciaram, Rob, Anna me comunicaban que, en apenas media hora, estarían esperándome en The Plough… “just as old times was”…

Volví a sonreír una vez más. Fui consciente de mi felicidad. Una vez me fui de Londres, pero todo seguía igual allí. Nada parecía haber cambiado. Como cualquier otro día iba a disfrutar de mis amigos, los que habían estado ahí siempre, esperándome.

Cuando salí del coche, Obs galantemente se había adelantado a abrirme la puerta ya, no tenía la sensación de que hubiera transcurrido más que un par de días desde la última vez. Sonó la señal de activación de alarma del cierre del vehículo y bajo el brazo protector de mi amigo – siempre me he sentido muy segura a su lado, el casi 1’95 de su estatura me reconforta hasta otorgar a su presencia un evidente sentimiento de seguridad – caminé hacia la puerta del local. Me sujetó la puerta sonriente guiñándome un ojo mientras con un ademán me invitó a entrar, cediéndome el paso. Instintivamente miré hacia la mesa del fondo: la nuestra, la que ocupábamos siempre y… allí estaban todos.

Entonces supe que, a pesar del tiempo, nada había cambiado en Londres, en ese preciso instante tuve, también, el convencimiento de que, una vez más, había regresado a mi pasado y me reencontraba con él. 

Se dice que las almas de los melancólicos terminan vagando eternamente por sus calles, obligados a caminar por ellas como un soplo de brisa...

“This melancholy London.
I sometimes imagine that the souls of the lost
are compelled to walk through its streets perpetually.
One feels them passing like a whiff of air”.
(William Butler Yeats)

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