Salí de la
Estación de Tower Hill
con la reconfortante sensación de estar llegando a casa. El día era apacible
sin llegar a ser caluroso y la vida seguía su devenir normal de prisas y
trasiego en la City a esas horas de
la mañana. Aspiré, como intentando aprehenderlo, el aroma propio de esa parte
de la ciudad, a caballo entre el olor del Támesis y la comida basura preparada
en los abundantes puestos callejeros que tanto habían proliferado en aquellos
últimos años en la zona. Para mi sorpresa, seguía habituada a ese olor
característico que aún permanecía intacto en algún lugar de mi memoria
olfativa.
Me dirigí, con paso lento, hacia The Minories, deleitándome en la cotidianeidad de la ciudad.
Absorbiendo su vida: sus sonidos, su gente, su color y sus altos edificios,
cuyas soberbias siluetas recortándose contra ese familiar cielo plomizo, permanecían indelebles en mi retina. Quería
demorar un poco más la vuelta a mi antiguo apartamento, así que decidí tomar
una pinta de Stella en aquél viejo Pub, el olor a madera y moqueta se
mantenía intacto, según pude comprobar al atravesar la puerta.
Tras la barra, cuán aguerrido capitán de nao, no sé por
qué me sorprendió tanto, continuaba Danny, el legendario y barbudo camarero de
aspecto fiero – debido a la gran cantidad de piercings y tatuajes que adornaban su cuerpo -, pero de
corazón y sentimientos tan nobles que,
al poco de conocerle ya se había ganado, por derecho propio, el título de “una
de las mejores personas que he conocido nunca”. No se había percatado aún de mi
presencia, afanado, como estaba, en secar los vasos que acaba de extraer del
lavavajillas, mientras tarareaba la canción de The Monkees “I’m a Believer”
que sonaba en aquél momento y tuve que llamar su atención con un impostado “Hi there!. You’re rite, mate, yeah?”, levantó
la mirada que, en apenas unos instantes, se iluminó con la amplia sonrisa que
se dibujó en su cara tan pronto como terminé la frase y de un salto, casi
acrobático, se colocó a mi lado. Un abrazo efusivo y un par de exclamaciones de
asombro después, nos encontrábamos sentados en una de las mesas en compañía de
sendas cervezas. Aún era temprano y el local estaba vacío. Nos pusimos al día
de lo que habían sido nuestras vidas durante los últimos años y tras un rato
que se me antojó, en realidad, más fugaz, tuve que prescindir de su siempre
agradable presencia. Tan pronto como el reloj anunció que era ya más de
mediodía. En breve empezarían a acudir los empleados de las oficinas cercanas
en busca de su receso para el almuerzo, lo que significaba que, para Danny, ya
había concluido el suyo.
Terminé la bebida y cogiendo la pequeña maleta de mano me
encaminé hacia Goodman’s Yard,
despidiéndome de aquél pintoresco y viejo amigo, con la promesa de una pronta
visita. Cuando abandoné el local, empecé a experimentar un leve hormigueo de
impaciencia por reencontrarme con el que había sido mi hogar durante una de las
épocas más felices y enriquecedoras de mi vida en aquella Babel. Noté como
había acelerado el paso inconscientemente y me obligué a ir más despacio, sólo
me llevaría un par de minutos acceder a aquella calle tranquila donde se
ubicaba, en la primera planta de un moderno edificio, el apartamento.
Alex, el solícito conserje de color, me mostró con su
saludo una hilera de dientes blancos y perfectos, antes de ayudarme,
diligentemente, con el equipaje y acompañarme hasta la puerta, momento éste, en
el que ofreciéndose amablemente para lo que pudiera precisar, volvió a su
puesto escaleras abajo. Agradecí el gesto, pues necesitaba estar sola cuando,
tras marcar mi código de seguridad, la puerta se abriera y me diera de bruces
con mi pasado. Respiré hondo un par de veces, intentando hacer acopio de todo
el valor para recibir, de nuevo, a mi antigua vida. Marqué los cuatro dígitos, se encendió
una lucecita verde y el picaporte cedió para dejarme entrar en el alma de mi
hogar en Londres.
Me tomé unos segundos más, sólo para echarle un vistazo desde la entrada. Todo permanecía igual. Sonreí. Aquella estructura
diáfana de apenas cuarenta acogedores metros cuadrados seguía manteniendo el
mismo aspecto que cuando la dejé, si no fuera porque el trabajo concienzudo de
la asistenta, el día anterior, había dejado sin una mota de polvo el mobiliario
que se encontraba dispuesto en el mismo orden, casi maniático y obsesivo, con
el que lo abandoné a mi marcha. Dejé la maleta sobre la cama y me dirigí hacia
el ventanal para subir el estor y permitir que la luz del día inundara la
estancia. Sonreí, de nuevo, mirando el río que, con reflejos irisados,
proyectaba la tenue luz solar que, a intervalos, se filtraba entre las nubes.
Abrí el cajón del escritorio, y saqué aquella libreta, de ajadas cubiertas en
piel marrón, que durante mi vida allí, había sido testigo de todos mis
pensamientos y cavilaciones. La ojeé, despreocupada, recorriendo los renglones de
tinta negra que la poblaban y que recogían episodios pasados: una noche de
fiesta en Camden, las divertidas
aventuras que habían tenido lugar en Notting
Hill durante un Carnaval ya olvidado, los ociosos paseos por el corazón de
la ciudad antigua, mis relatos cortos susurrados al oído por la brisa de primavera en Saint James Park… Aquél concierto de Sinead O'Connor… Volví a dejarla en su sitio y
cerraba ya el cajón cuando el timbrazo estridente del teléfono me sobresaltó, desterrándome,
inopinadamente, del nebuloso reino de mis ensoñaciones. Descolgué y la
cantarina voz de Obs me daba la bienvenida a la ciudad, sin dejar opción a una
negativa, me anunciaba que en veinte minutos pasaría a recogerme, estaba en
camino y lo evidenciaba el estruendoso sonido de claxons que se oía de fondo.
Habíamos quedado en The
Plough, según me indicaba, nuestros amigos habían pedido permiso en el
trabajo, unos, o se habían organizado en sus quehaceres, otros, y estaban
deseando encontrarse conmigo. En ese momento fue cuando la tarjeta del móvil
inglés, que había insertado unos minutos antes en la BlackBerry, comenzó a
avisar de múltiples mensajes de WhatsApp: Kate, Ciaram, Rob, Anna me comunicaban
que, en apenas media hora, estarían esperándome en The Plough… “just as old times
was”…
Volví a sonreír una vez más. Fui consciente de mi
felicidad. Una vez me fui de Londres, pero todo seguía igual allí. Nada parecía haber cambiado. Como
cualquier otro día iba a disfrutar de mis amigos, los que habían estado ahí
siempre, esperándome.
Cuando salí del coche, Obs galantemente se había
adelantado a abrirme la puerta ya, no tenía la sensación de que hubiera
transcurrido más que un par de días desde la última vez. Sonó la señal de
activación de alarma del cierre del vehículo y bajo el brazo protector de mi
amigo – siempre me he sentido muy segura a su lado, el casi 1’95 de su estatura
me reconforta hasta otorgar a su presencia un evidente sentimiento de seguridad
– caminé hacia la puerta del local. Me sujetó la puerta sonriente guiñándome un
ojo mientras con un ademán me invitó a entrar, cediéndome el paso. Instintivamente
miré hacia la mesa del fondo: la nuestra, la que ocupábamos siempre y… allí
estaban todos.
Entonces supe que, a pesar del tiempo, nada había
cambiado en Londres, en ese preciso instante tuve, también, el convencimiento
de que, una vez más, había regresado a mi pasado y me reencontraba con él.
Se dice que las almas de los melancólicos terminan vagando eternamente por sus calles, obligados a caminar por ellas como un soplo de brisa...
“This
melancholy London.
I
sometimes imagine that the souls of the lost
are
compelled to walk through its streets perpetually.
One
feels them passing like a whiff of air”.
(William
Butler Yeats)
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