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miércoles, 28 de agosto de 2024

O mio babbino caro (De Neniae, I)

 


Releo, aunque es muy tarde, cada una de las muestras de condolencia recibidas en una atmósfera irreal, lechosa y difuminada, asegurándome de que todas tienen ya una respuesta de agradecimiento; “caballero”, “señor”, “generosidad”, “bonhomía”, “dedicación”, “honradez”, “inteligencia” son conceptos que, sin duda, definen su esencia.

 

“O mio babbino caro

Mi piace è bello, bello

Vo'andare in Porta Rossa

A comperar l'anello!”

 

Esta noche la ginebra destila un inusual gusto salado. No puedo dejar de mirar esa fotografía en blanco y negro desde la que sonríe un hombre joven de atractivos rasgos físicos a través de unas gafas similares a las que ahora yo utilizo.

 

-        “¿Papá…?” 

-        “¿Sí?” – creo percibir de modo amortiguado mientras una sucesión de instantáneas se desliza ante mis ojos como un efecto lisérgico:

 

Papá y el gel de baño infantil que huele a chicle en un bote con forma de orondo pez. Papá y la tortuguera que el Ratón Pérez le ha pedido que me entregue al perder el primer diente en casa de los abuelos. Papá y los libros de Historia. Papá y las Matemáticas. Papá llevándonos a los Baños Árabes: las lucernas. Papá y el Museo provincial: Haníbal Barca e Imilce, Guerras Púnicas, Escipión… Papá y sus castigos, tan breves como el reinado franco del mismísimo Pipino pues acaba levantándolos tan pronto como asumiendo la autoría y responsabilidad lo miras fingiendo pucheros e implorando perdón. Los poderosos brazos de papá lanzándome al agua como si de una catapulta se tratara. Papá y las luces de Navidad en Madrid: la calidez de su mano cubre la mía y ambas en el bolsillo derecho del loden verde. Papá y el Planetario: “Esas tres de ahí conforman el cinturón de Orión, el cazador”. Papá sujetando el sillín de la bicicleta: “No me sueltes. No te suelto”… Papá y el tablero bicolor: “Abren las blancas, protege a la Reina”. Papá y el último examen de la carrera: “Cuando, en un rato, salgas por la puerta del aula, serás Licenciada en Derecho. Entra y acaba lo que empezaste, yo te espero en Don Sancho para celebrarlo”. Papá en mi Jura aplaudiendo con esa sonrisa aprobatoria preñada de orgullo: "Ahora sí, Letrada, ahora sí". Papá absorto en la lectura mientras sostiene en los labios su pipa, que ahora es mía, propagando en densas volutas sinuosas el inconfundible aroma Borkum Riff Cherry. La imponente anatomía hercúlea de papá emergiendo del mar. Papá asegurándose de que apoyo el rifle en el lugar correcto para no dislocarme el hombro. Papá y yo paladeando un buen Ribera mientras charlamos un día cualquiera. Papá y el campo: “Es, al amanecer y al atardecer, cuando mejor huele”. El mentón anguloso y pulcramente rasurado a la espera del beso que, indefectiblemente, se convierte en una sonora ráfaga... Papá y su laboriosidad. Papá y su generosidad. Papá y su honestidad. Papá y su sentido de la justicia y del deber. Papá y su templanza. Papá y su protección. Papá y su valentía. Papá.

 

Papá y su esposa. Papá y sus hijas: "Don Juan Millán, el de las cuatro niñas rubias". Papá y sus nietos: ”Te queremos, Caqui!”. Papá y sus amigos. PAPÁ…

 

Papá bajo la luz oblicua de un mediodía de agosto que entra tamizada por el estor gris de una habitación blanquísima. Un corazón que se detiene definitivamente al tiempo que los dos que lo acompañan estallan en mil pedazos rotos. Un atronador ruido de cristales quebrándose que sólo percibo yo. Lágrimas amargas de dos de sus edecanes. “Vete tranquilo papá. Estamos bien, estaremos bien. Te quiero, papá, te quiero infinito”. Paz. Calma. Su paz. Su calma. La luz, triste, de un mediodía de agosto que se estanca y el tiempo que, como si de otro corazón se tratara, también se detiene. Debe ser la forma de presentar sus respetos, de honrar la memoria de papá, imagino.

 

Papá aferrando, al iniciar ese último viaje, el sobrecito de celofán que contiene la Tierra Santa y que le acompaña los últimos días como antesala a su llegada a la Tierra Prometida.

 

Papá, su elegante y rotunda presencia. Papá y un extraño olor a lavanda. Un último beso marmóleo. Un “hasta luego, papá” antes de dejar de verlo para siempre. Mis hermanas. Mamá. 

Paz. Calma. 

Su paz. Su calma.

La voz de María Callas que acaricia este momento ficticio y algodonoso se silencia repentinamente por un grito desgarrador, me sobresalto al ser consciente de que procede de mi garganta, donde se encontraba atascado desde ese aciago lunes: ¡PA-PAAAAAAAAAAAAAAAAAÁ!, parpadeo intentando mitigar el escozor de ojos que termina derramándose en dos surcos ardientes abriendo paso, así, a ese tan necesario, y hasta ahora reprimido, llanto. Un llanto quedo, liberador, lenitivo. Procedente de algún lugar de mi memoria olfativa creo advertir esa sutil fragancia a bergamota, cítricos y madera, se acentúa hasta envolverme mientras una mano vigorosa se apoya, delicada, sobre mi hombro:

 

-        “Estoy aquí. Estaré siempre aquí”…

 

A mi alrededor, quedan suspendidas las últimas estrofas del aria de Puccini, gravitan sobre mi cabeza y se elevan como una aterciopelada columnilla de humo azulado que asciende hacia el infinito decantándose en las aristas de la memoria de otros tiempos ya vividos, jamás olvidados:

 

“Mi struggo e mi tormento

O Dio, Vorrei morir!

Babbo, pietà, pietà!

Babbo, pietà, pietà!”

 

 

“No me sueltes. No te suelto”.

 

Gracias, papá, por tanto. No te veo pero estás y sin buscarte siempre te encuentro… cerca de Orión, mi bello cazador.


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