Releo, aunque es muy tarde, cada una de las muestras de
condolencia recibidas en una atmósfera irreal, lechosa y difuminada,
asegurándome de que todas tienen ya una respuesta de agradecimiento;
“caballero”, “señor”, “generosidad”, “bonhomía”, “dedicación”, “honradez”,
“inteligencia” son conceptos que, sin duda, definen su esencia.
“O mio babbino caro
Mi piace è bello, bello
Vo'andare in Porta Rossa
A comperar l'anello!”
Esta noche la ginebra destila un inusual gusto salado. No puedo
dejar de mirar esa fotografía en blanco y negro desde la que sonríe un hombre
joven de atractivos rasgos físicos a través de unas gafas similares a las que
ahora yo utilizo.
-
“¿Papá…?”
-
“¿Sí?” – creo
percibir de modo amortiguado mientras una sucesión de instantáneas se desliza
ante mis ojos como un efecto lisérgico:
Papá y el gel de baño infantil que huele a chicle en un bote con
forma de orondo pez. Papá y la tortuguera que el Ratón Pérez le ha pedido que me
entregue al perder el primer diente en casa de los abuelos. Papá y los libros de Historia. Papá y
las Matemáticas. Papá llevándonos a los Baños Árabes: las lucernas. Papá y el
Museo provincial: Haníbal Barca e Imilce, Guerras Púnicas, Escipión… Papá y sus
castigos, tan breves como el reinado franco del mismísimo Pipino pues acaba levantándolos tan pronto como asumiendo la autoría y responsabilidad lo miras
fingiendo pucheros e implorando perdón. Los poderosos brazos de papá
lanzándome al agua como si de una catapulta se tratara. Papá y las luces de
Navidad en Madrid: la calidez de su mano cubre la mía y ambas en el bolsillo derecho del
loden verde. Papá y el Planetario: “Esas
tres de ahí conforman el cinturón de Orión, el cazador”. Papá sujetando el
sillín de la bicicleta: “No me sueltes. No te suelto”… Papá y el tablero
bicolor: “Abren las blancas, protege a la
Reina”. Papá y el último examen de la carrera: “Cuando, en un rato, salgas por la puerta del aula, serás Licenciada en
Derecho. Entra y acaba lo que empezaste, yo te espero en Don Sancho para celebrarlo”.
Papá en mi Jura aplaudiendo con esa sonrisa aprobatoria preñada de orgullo: "Ahora sí, Letrada, ahora sí". Papá absorto en la lectura mientras sostiene en los labios su pipa, que ahora
es mía, propagando en densas volutas sinuosas el inconfundible aroma Borkum Riff Cherry. La imponente
anatomía hercúlea de papá emergiendo del mar. Papá asegurándose de que apoyo
el rifle en el lugar correcto para no dislocarme el hombro. Papá y yo
paladeando un buen Ribera mientras charlamos un día cualquiera. Papá y el campo:
“Es, al amanecer y al atardecer, cuando
mejor huele”. El mentón anguloso y pulcramente rasurado a la espera del beso
que, indefectiblemente, se convierte en una sonora ráfaga... Papá y su
laboriosidad. Papá y su generosidad. Papá y su honestidad. Papá y su sentido de
la justicia y del deber. Papá y su templanza. Papá y su protección. Papá y su valentía. Papá.
Papá y su esposa. Papá y sus hijas: "Don Juan Millán, el de las cuatro niñas rubias". Papá y sus nietos: ”Te queremos, Caqui!”. Papá y sus
amigos. PAPÁ…
Papá bajo la luz oblicua de un mediodía de agosto que entra
tamizada por el estor gris de una habitación blanquísima. Un corazón que se
detiene definitivamente al tiempo que los dos que lo acompañan estallan en mil
pedazos rotos. Un atronador ruido de cristales quebrándose que sólo percibo yo.
Lágrimas amargas de dos de sus edecanes. “Vete tranquilo papá. Estamos bien,
estaremos bien. Te quiero, papá, te quiero infinito”. Paz. Calma. Su paz. Su
calma. La luz, triste, de un mediodía de agosto que se estanca y el tiempo que,
como si de otro corazón se tratara, también se detiene. Debe ser la forma de
presentar sus respetos, de honrar la memoria de papá, imagino.
Papá aferrando, al iniciar ese último viaje, el sobrecito de
celofán que contiene la Tierra Santa y que le acompaña los últimos días como
antesala a su llegada a la Tierra Prometida.
Papá, su elegante y rotunda presencia. Papá y un extraño olor a lavanda. Un último beso marmóleo. Un “hasta luego, papá” antes de dejar de verlo para siempre. Mis hermanas. Mamá.
Paz. Calma.
Su paz. Su calma.
La voz de María Callas que acaricia este momento ficticio y algodonoso se silencia repentinamente por un grito desgarrador, me sobresalto al ser consciente de que procede de mi garganta, donde se encontraba atascado desde ese aciago lunes: ¡PA-PAAAAAAAAAAAAAAAAAÁ!, parpadeo intentando mitigar el escozor de ojos que termina derramándose en dos surcos ardientes abriendo paso, así, a ese tan necesario, y hasta ahora reprimido, llanto. Un llanto quedo, liberador, lenitivo. Procedente de algún lugar de mi memoria olfativa creo advertir esa sutil fragancia a bergamota, cítricos y madera, se acentúa hasta envolverme mientras una mano vigorosa se apoya, delicada, sobre mi hombro:
-
“Estoy aquí.
Estaré siempre aquí”…
A mi alrededor, quedan suspendidas las últimas estrofas del aria
de Puccini, gravitan sobre mi cabeza y se elevan como una aterciopelada columnilla de
humo azulado que asciende hacia el infinito decantándose en las aristas de la
memoria de otros tiempos ya vividos, jamás olvidados:
“Mi struggo e
mi tormento
O Dio, Vorrei
morir!
Babbo, pietà,
pietà!
Babbo, pietà,
pietà!”
“No me
sueltes. No te suelto”.
Gracias,
papá, por tanto. No te veo pero estás y sin buscarte siempre te encuentro…
cerca de Orión, mi bello cazador.
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