Hace sol pero sigo teniendo
frío. La manta que nos han dado al llegar y que me recuerda a la que ponen sobre
los muertos en los accidentes de auto que salen en los noticiarios, la he usado
para arropar a mi hermano pequeño; estaba aterrado y se orinó encima cuando nos
traían. Ahora duerme, rendido por el llanto del que aún quedan restos en sus
mejillas regordetas, respira de forma entrecortada en un sueño inquieto. Pongo
mi mano en su cabeza, como hace mamá conmigo cuando tengo pesadillas, y le
retiro despacio el pelo que tiene pegado a la frente, puede que así se
sosiegue. Hay policías a nuestro alrededor y hablan, entre ellos, en una lengua
que no entiendo, las escasas veces que se dirigen a nosotros lo hacen en un
español muy raro. Gritan y, a menudo, dan golpes con la porra en la malla
metálica que nos rodea diciendo que nos callemos, que no lloremos más. Hay
muchos niños, algunos como yo, otros mayores y, los menos, pequeños, muy
pequeños. Están asustados, lloran en silencio y tiemblan llamando a sus padres.
Cierro los ojos y pienso en mi abuela María Fernanda, antes de marcharnos me
dio una medalla de la Virgen de Guadalupe para que me protegiera, meto la mano
en mi camiseta y la aprieto fuerte, le suplico que papá y mamá vengan pronto a
buscarnos. No sé dónde pueden estar. Cuando íbamos por la carretera dos coches
de policía nos impidieron el paso, nos hicieron bajar de la camioneta y nos
separaron: los niños por un lado, los papás por otro y las mamás, aparte.
Lágrimas y lamentos, mamá implorando que no nos llevaran. Angustia, miedo,
desesperación. No sé qué pasó, papá nos dijo que íbamos a un lugar muy bonito donde
había casas con césped y niños jugando a baseball en la calle. Que comeríamos
hamburguesas e iríamos al colegio en bus y no caminando durante horas. Que
allí, a donde íbamos, yo no tendría que repartir periódicos para ganarme unas
monedas y que, tanto mi hermano como yo, podríamos ser lo que quisiéramos de
mayores, incluso astronautas. Íbamos a tener zapatillas de deporte para jugar
al balón y él trabajaría mucho para comprar un auto y puede que hasta un perro,
dijo, pero aquí no hay nada de eso, sólo hay una tela metálica. Me llamo Santiago,
tengo once años, no sé qué hago aquí ni dónde están mis papás. Mi hermano abre
los ojos y me pregunta de nuevo por mamá, cuándo va a venir. No lo sé. En ese
momento dos hombres hablan y oigo un nombre: Donald. Le sonrío a mi hermano
mientras le limpio los mocos resecos, que permanecen sobre su labio, con los
restos del agua de la botella que una señora muy amable me ha dado antes de
cerrar la puerta metálica, “¿Ves, José?, ¿lo has oído?, esos policías están
diciendo algo del Pato Donald, a lo mejor esto es sólo la sala de espera para
entrar a Disneyland… Papá y mamá seguro que ya están dentro y nos están
esperando con Coca colas y perritos calientes. Venga, tranquilo, estamos en la
antesala de un mundo mágico, ¿acaso no quieres ver a Mickey y a Pluto?. No
llores, hombre… No llores, José, que Donald no te vea nunca así”.
“Una de las trampas de la infancia es que no hace falta comprender algo
para sentirlo. Para cuando la razón es capaz de entender lo sucedido, las
heridas en el corazón ya son demasiado profundas…” (Carlos Ruiz Zafón).