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lunes, 7 de mayo de 2018

Catalá no lee a Montesquieu.


Las resoluciones judiciales han de ser, siempre, merecedoras del mayor respeto debiendo acatarse aun cuando no se compartan. Ningún Juez ni Magistrado dicta, a sabiendas, una Sentencia injusta. Podrán estar, en sus razonamientos, más o menos acertados pero el Derecho no es una ciencia exacta sino que se encuentra basado en la interpretación siendo por ello, los pronunciamientos judiciales, susceptibles de revisión ante instancias superiores. He de reconocer que la nefanda expresión del Magistrado firmante del voto particular en la Sentencia de La Manada, que no entraré ahora a valorar, de “ni dolor, ni asco, era excitación sexual… un jolgorio” dada su falta de empatía con la víctima –apenas una adolescente aún, frente a cinco fieras investidas de un licencioso desenfreno libidinoso en un habitáculo poco transitado a esas horas y sin escapatoria posible -, me resultó indecorosa por impropia de alguien que viste una toga, a la que se le debe recato y honorabilidad, motivando mi espontánea afirmación de “ese comentario es meritorio de inhabilitación profesional”. Es cierto que es la primera reacción que una, no ya sólo como mujer sino como jurista, experimenta y es, lógicamente, humana pero no es menos cierto que el visionado de una grabación se presta a múltiples y muy variopintas interpretaciones, por lo que teniendo presente, además, que la tipificación de conductas punibles –sin que puedan ser subsumidas, en ellas, las hipotéticas reacciones que ante un hecho determinado pueda presentar la propia víctima – se determinan en función de las percepciones de los Juzgadores, hube, necesariamente, de rectificar: no merece inhabilitación, el hombre, se ha limitado a cumplir con su labor que no es sino la de juzgar y ha considerado, equivocada, o no, pero lícitamente, que la actuación procesada no debe conllevar un reproche penal para sus autores. Un juicio, el realizado por el Magistrado Ricardo González, que, insisto, podrá ser más o menos afortunado pero, en todo caso, respetable. Uno de los pilares de nuestro sistema judicial es la imparcialidad de los servidores públicos que lo integran, encontrándose desprovistos de vinculaciones fácticas que garantizan su absoluta independencia. Fue el propio Montesquieu quien en su obra “El espíritu de las Leyes” determinó, entre otros muchos postulados aún hoy vigentes en nuestras modernas democracias, que es precisamente esta división de poderes la que atestigua que “los jueces sean la voz muda que pronuncia las palabras de la Ley”. Siendo la razón, amigos lectores, por la que habremos de buscar el fallo no tanto en el Poder Judicial como en el Ejecutivo quien, por obra y gracia del Ministro de Justicia, ha cometido una injerencia imperdonable por el daño irrogado a la Judicatura en su conjunto y a la sociedad en general, una intromisión, la suya, tan zafia como vil al apuntar ladinamente hacia “ciertos problemas singulares de este Juez” y puede también, pues todo así lo indica, que previamente el error haya estado en el Legislativo que debe ocuparse, por su parte, de regular el contenido de cada uno de los delitos, qué conductas, de forma indubitada, los componen y las penas que, irremisiblemente, se le han de aplicar a quienes los cometen. Pero, mientras tanto y a falta de su dimisión, seguiremos teniendo un problema y ese problema es el Ilustre Ministro de Justicia, el Sr. Rafael Catalá, junto con todos los que, de modo tan irresponsable como ignorante, han participado en el linchamiento descarnado de Jueces y Magistrados con la mezquina intención de sacar el rédito de un apoyo electoral que, es evidente, hace tiempo perdieron anclados en ese maniqueísmo que les hace posicionarse, indefectiblemente, en el lado del bien que es, y será siempre, el suyo aunque ellos nunca lean a Montesquieu.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 07/05/2018.



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