Las resoluciones judiciales han
de ser, siempre, merecedoras del mayor respeto debiendo acatarse aun cuando no
se compartan. Ningún Juez ni Magistrado dicta, a sabiendas, una Sentencia
injusta. Podrán estar, en sus razonamientos, más o menos acertados pero el
Derecho no es una ciencia exacta sino que se encuentra basado en la
interpretación siendo por ello, los pronunciamientos judiciales, susceptibles
de revisión ante instancias superiores. He de reconocer que la nefanda expresión
del Magistrado firmante del voto particular en la Sentencia de La Manada, que
no entraré ahora a valorar, de “ni dolor, ni asco, era excitación sexual… un
jolgorio” dada su falta de empatía con la víctima –apenas una adolescente aún,
frente a cinco fieras investidas de un licencioso desenfreno libidinoso en un
habitáculo poco transitado a esas horas y sin escapatoria posible -, me resultó
indecorosa por impropia de alguien que viste una toga, a la que se le debe recato
y honorabilidad, motivando mi espontánea afirmación de “ese comentario es
meritorio de inhabilitación profesional”. Es cierto que es la primera reacción
que una, no ya sólo como mujer sino como jurista, experimenta y es,
lógicamente, humana pero no es menos cierto que el visionado de una grabación
se presta a múltiples y muy variopintas interpretaciones, por lo que teniendo
presente, además, que la tipificación de conductas punibles –sin que puedan ser
subsumidas, en ellas, las hipotéticas reacciones que ante un hecho determinado
pueda presentar la propia víctima – se determinan en función de las
percepciones de los Juzgadores, hube, necesariamente, de rectificar: no merece
inhabilitación, el hombre, se ha limitado a cumplir con su labor que no es sino
la de juzgar y ha considerado, equivocada, o no, pero lícitamente, que la
actuación procesada no debe conllevar un reproche penal para sus autores. Un
juicio, el realizado por el Magistrado Ricardo González, que, insisto, podrá
ser más o menos afortunado pero, en todo caso, respetable. Uno de los pilares
de nuestro sistema judicial es la imparcialidad de los servidores públicos que
lo integran, encontrándose desprovistos de vinculaciones fácticas que garantizan
su absoluta independencia. Fue el propio Montesquieu quien en su obra “El
espíritu de las Leyes” determinó, entre otros muchos postulados aún hoy
vigentes en nuestras modernas democracias, que es precisamente esta división de
poderes la que atestigua que “los jueces sean la voz muda que pronuncia las
palabras de la Ley”. Siendo la razón, amigos lectores, por la que habremos de
buscar el fallo no tanto en el Poder Judicial como en el Ejecutivo quien, por obra
y gracia del Ministro de Justicia, ha cometido una injerencia imperdonable por
el daño irrogado a la Judicatura en su conjunto y a la sociedad en general, una
intromisión, la suya, tan zafia como vil al apuntar ladinamente hacia “ciertos
problemas singulares de este Juez” y puede también, pues todo así lo indica,
que previamente el error haya estado en el Legislativo que debe ocuparse, por
su parte, de regular el contenido de cada uno de los delitos, qué conductas, de
forma indubitada, los componen y las penas que, irremisiblemente, se le han de
aplicar a quienes los cometen. Pero, mientras tanto y a falta de su dimisión,
seguiremos teniendo un problema y ese problema es el Ilustre Ministro de
Justicia, el Sr. Rafael Catalá, junto con todos los que, de modo tan
irresponsable como ignorante, han participado en el linchamiento descarnado de Jueces
y Magistrados con la mezquina intención de sacar el rédito de un apoyo
electoral que, es evidente, hace tiempo perdieron anclados en ese maniqueísmo
que les hace posicionarse, indefectiblemente, en el lado del bien que es, y
será siempre, el suyo aunque ellos nunca lean a Montesquieu.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario VIVA JAÉN, 07/05/2018.
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