Sentada en la mesa del fondo
de una cafetería, e-book en mano y un café enfriándose, levanto la vista cada
vez que el movimiento de un cuerpo se interpone entre la luz y mi lectura,
espero a mi amiga. Estoy diez minutos antes de la hora marcada, simple manía.
Llueve a intervalos rabiosos y, de vez en cuando, tras la violenta descarga de cada
uno de esos torrentes expelidos sin piedad por unas nubes grises arreciadas por
el viento, asoman tímidamente unos segundos de sol. Hay menos gente en el
establecimiento de lo que el estridente ruido de ambiente parece indicar. En la
mesa de al lado una familia, padre, madre y niña de unos cinco años. Él,
corpulento y con el rostro congestionado, probablemente la copa de coñac que
bebe a sonoros sorbos no sea ni la tercera ni, tampoco, la cuarta de ese día, está
pegado al móvil por el que habla a voces como queriendo participarnos, al resto,
la interesante conversación que mantiene con su amigo Lolín; la madre, entrada
en carnes y con cierta carencia de un retoque en el tinte desvaído, parte con
las manos grandes trozos de un croissant que se desmiga y que mete, casi a
presión, en la boca de la niña a quien le afloran lágrimas, supongo que por la
sofocación, apenas si le da tiempo a masticar aunque deglute a la misma
velocidad que la madre destripa el bollo. La niña tiene la vista fija en otro
teléfono móvil que reproduce alguna serie de animación a todo volumen. Las
conversaciones, telefónicas en su mayoría, se entremezclan en ruidosa pugna por
prevalecer sobre las demás, una irritante atmósfera cargada de la sonora lucha
de egos por imponer la soberanía del timbre de voz más rotundo que me va
alterando el sistema nervioso. Mi amiga no llega, normal, aún no es la hora.
Vaya tarde de perros y yo que buscaba un refugio tranquilo donde guarecerme de
esta inclemente lluvia en buena conversación… Es imposible concentrar la
atención en las líneas de la pantalla con tanto ruido. Desisto. De modo
distraído voy posando la mirada en las mesas ocupadas y detecto que, en la
mayoría de los casos, la gente no mira a los ojos de sus interlocutores, tiene
los propios clavados en el teléfono. El teléfono móvil, ese demoníaco aparato
que nos ha terminado esclavizando hasta el punto de omitir toda comunicación si
no es a través de su tecnológica anatomía, nada escapa a su férrea y opresiva
dictadura. El ruido sigue en aumento, fuera llueve como si estuviese próximo el
fin de los tiempos, el café se ha quedado frío y mi amiga no viene. Intento
llamar la atención del camarero que, con cara de tedio, se encuentra apoyado en
la barra, ajeno a las necesidades de la atronadora clientela y absorto en la
conversación que, sin duda, tiene lugar en su WhatsApp. Aguardo, esperanzada, a
que aun cuando sea de modo involuntario o por un simple acto reflejo levante la
mirada presta a hacerle señas para que me dé la cuenta. No aguanto más. Es la
oportuna carcajada que ha provocado alguna ocurrencia del tal Lolín en mi
vecino de mesa lo que le hace reaccionar, levanta la cabeza, aprovecho y le
hago el gesto. Se acerca con desgana y con el móvil en la mano escribiendo un
mensaje, apenas me mira cuando me dice el importe. Saco un par de monedas y las
dejo sobre la mesa, junto al café frío. Me sobresalta el aviso de la recepción
de un mensaje, se enciende la pequeña luz led que me anuncia la causa del
retraso, ahora ya sí, de mi amiga a nuestra cita: “He tenido que volver a por
el móvil, se me había olvidado. Ya voy ;oP”. Resoplo contrariada mientras
pienso en que las relaciones humanas en nuestros días se han terminado limitando
a no escuchar al de enfrente sino a embutir, a toda velocidad, palabras
tecleadas y absurdos iconos en sofisticadas maquinitas que, cada vez, nos
aíslan más de la realidad mermando nuestras habilidades sociales y
convirtiéndonos en desconsiderados prisioneros de una ficticia comunicación
virtual. ¡Bendita tecnología!.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, diario
VIVA JAÉN, 26/03/2018.