“Ni
pan sin libertad, ni libertad sin pan”, proclamaba el Comandante en Jefe, Fidel
Alejandro Castro Ruz, el 24 de abril del 54, erigiéndose así en el líder de una
victoriosa revolución libertadora que pondría fin, no ya al cambio del yugo
imperialista tras la pérdida de Cuba por España, sino al descarnado latrocinio
de Batista y la fallida toma de posesión, luego, de Rivero Agüero. Tras
numerosos intentos de quebrar el espinazo de la oligarquía cubana, finalmente
fue un abogado, ajeno hasta entonces a las ideas comunistas y de origen español,
quien se convirtiera en el instaurador de una “pseudodemocracia” que pronto se
despojaría de su máscara: fusilamientos masivos, expropiaciones colectivas,
provocaciones continuas a Estados Unidos bajo el auspicio de la antigua URSS o
desesperados éxodos clandestinos de familias enteras. Pero de las numerosas
tropelías cometidas por este ególatra dictador, sin duda, la peor fue el
secuestro de su propio país, a aquél Edén, a cuyo malecón se han dedicado
tantas estrofas acompasadas, en cálidos ritmos, con el secuenciado arrullo de
las olas, en estrelladas noches de sabor a ron, tabaco puro y sinuosos bailes
de negros, se le extirpó, con la crueldad del carnicero, toda posibilidad de
futuro, de progreso, con el fulminante cierre de fronteras. El encarcelamiento
indiscriminado y la tortura arbitraria supusieron la aniquilación de cualquier
vestigio de libertad y democracia. Ese reparto, equitativo, de la más absoluta
miseria que muerde las entrañas de los cubanos hasta provocar la desesperada venta
de su belleza de ébano, caribeña y sensual, a turistas sin escrúpulos a cambio
de un puñado de monedas que mitiguen su hambre. Hambre prolongada a lo largo de
los años en los que el gigante barbudo, henchido de sí, denostador impenitente
de ese capitalismo en el que él mismo vivía instaurado, rodeado de lujo y
placeres carnales y desde el que cargó, impune, sobre las magulladas espaldas
de sus compatriotas, el triunfo de su revolución: un satrapismo burgués, tirano
y despiadado que se transmitió con el relevo del poder a su hermano, Raúl, infame
custode del legado conferido y a quien esa agónica revolución ha encomendado el
vergonzante cometido de amnistiar los execrables crímenes que pesan sobre la
memoria de Fidel, que era ya la de un muerto en vida desde que se retirara de
la vida política para refugiarse en la comodidad del chándal. Mucho se ha
especulado, desde entonces, acerca del delicado estado de salud de Castro y
muchos, también, han sido los frustrados amagos especulativos, con su esperada
muerte, de libertar del exilio en Miami a millones de cubanos que hoy celebran
la auténtica liberación de su isla, tras el estertor de uno de los últimos
reductos de la autocracia más deshumanizada y nociva de nuestra Historia
Moderna. Salvas de honor y una fastuosa procesión de sus cenizas por tierra
cubana, exequias en una tierra prometida
para unos, que ansían volver allí de donde jamás quisieron huir, sangrante de infortunio
para otros que, desconocedores de la existencia de algo más que carestía y
penuria, lloran al opresor, aquejados de ese síndrome de Estocolmo que implica
el desconcierto, el miedo y el desasosiego de no saber gestionar una libertad
de la que han estado privados. Miro a los ojos risueños, pequeños y negros, de
Pepo, mi amigo cubano, jamás han perdido su brillo pese a las innumerables
arrugas que los enmarcan, desde su marcha, en balsa, de La Habana con una bolsa
de plástico que contenía todas sus pertenencias atada a la trabilla del
pantalón, hace hoy más de cuarenta años, eleva un vaso con ron de caña mientras
me dice, sin dejar de sonreír: “Tanta
gloria lleve, como paz nos deja el Comandante, ¡salud, mi amol!” engullendo,
de un trago, el dulce licor de su anhelada felicidad.
Publicada en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en VIVA JAÉN el 05/12/2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tu participación en este Blog, recuerda que tu comentario será visible una vez sea validado.