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lunes, 5 de diciembre de 2016

Ni pan, ni libertad, miseria y hambre en el Edén de Pepo.



“Ni pan sin libertad, ni libertad sin pan”, proclamaba el Comandante en Jefe, Fidel Alejandro Castro Ruz, el 24 de abril del 54, erigiéndose así en el líder de una victoriosa revolución libertadora que pondría fin, no ya al cambio del yugo imperialista tras la pérdida de Cuba por España, sino al descarnado latrocinio de Batista y la fallida toma de posesión, luego, de Rivero Agüero. Tras numerosos intentos de quebrar el espinazo de la oligarquía cubana, finalmente fue un abogado, ajeno hasta entonces a las ideas comunistas y de origen español, quien se convirtiera en el instaurador de una “pseudodemocracia” que pronto se despojaría de su máscara: fusilamientos masivos, expropiaciones colectivas, provocaciones continuas a Estados Unidos bajo el auspicio de la antigua URSS o desesperados éxodos clandestinos de familias enteras. Pero de las numerosas tropelías cometidas por este ególatra dictador, sin duda, la peor fue el secuestro de su propio país, a aquél Edén, a cuyo malecón se han dedicado tantas estrofas acompasadas, en cálidos ritmos, con el secuenciado arrullo de las olas, en estrelladas noches de sabor a ron, tabaco puro y sinuosos bailes de negros, se le extirpó, con la crueldad del carnicero, toda posibilidad de futuro, de progreso, con el fulminante cierre de fronteras. El encarcelamiento indiscriminado y la tortura arbitraria supusieron la aniquilación de cualquier vestigio de libertad y democracia. Ese reparto, equitativo, de la más absoluta miseria que muerde las entrañas de los cubanos hasta provocar la desesperada venta de su belleza de ébano, caribeña y sensual, a turistas sin escrúpulos a cambio de un puñado de monedas que mitiguen su hambre. Hambre prolongada a lo largo de los años en los que el gigante barbudo, henchido de sí, denostador impenitente de ese capitalismo en el que él mismo vivía instaurado, rodeado de lujo y placeres carnales y desde el que cargó, impune, sobre las magulladas espaldas de sus compatriotas, el triunfo de su revolución: un satrapismo burgués, tirano y despiadado que se transmitió con el relevo del poder a su hermano, Raúl, infame custode del legado conferido y a quien esa agónica revolución ha encomendado el vergonzante cometido de amnistiar los execrables crímenes que pesan sobre la memoria de Fidel, que era ya la de un muerto en vida desde que se retirara de la vida política para refugiarse en la comodidad del chándal. Mucho se ha especulado, desde entonces, acerca del delicado estado de salud de Castro y muchos, también, han sido los frustrados amagos especulativos, con su esperada muerte, de libertar del exilio en Miami a millones de cubanos que hoy celebran la auténtica liberación de su isla, tras el estertor de uno de los últimos reductos de la autocracia más deshumanizada y nociva de nuestra Historia Moderna. Salvas de honor y una fastuosa procesión de sus cenizas por tierra cubana,  exequias en una tierra prometida para unos, que ansían volver allí de donde jamás quisieron huir, sangrante de infortunio para otros que, desconocedores de la existencia de algo más que carestía y penuria, lloran al opresor, aquejados de ese síndrome de Estocolmo que implica el desconcierto, el miedo y el desasosiego de no saber gestionar una libertad de la que han estado privados. Miro a los ojos risueños, pequeños y negros, de Pepo, mi amigo cubano, jamás han perdido su brillo pese a las innumerables arrugas que los enmarcan, desde su marcha, en balsa, de La Habana con una bolsa de plástico que contenía todas sus pertenencias atada a la trabilla del pantalón, hace hoy más de cuarenta años, eleva un vaso con ron de caña mientras me dice, sin dejar de sonreír: “Tanta gloria lleve, como paz nos deja el Comandante, ¡salud, mi amol!” engullendo, de un trago, el dulce licor de su anhelada felicidad.

Publicada en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en VIVA JAÉN el 05/12/2016

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