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lunes, 12 de diciembre de 2016

Intxaurrondo, ese último bastión de honor y dignidad que resistió a Caín.


Fue durante la sobremesa de un caluroso día de agosto, apenas si tenía seis años pero mi recuerdo es nítido, los juegos y risas infantiles con mis hermanas se vieron interrumpidas por la melodía del avance informativo de la 1 – no teníamos entonces tantos canales -, la afectada presentadora comunicó la perpetración de un atentado en el aeropuerto de Sondica con el resultado de tres guardias civiles heridos, uno, finalmente, muerto. Su nombre: Antonio Nieves Cañuelo. Jamás olvidaré la reacción de mi padre al levantarse y dar un fuerte puñetazo contra la pared que hizo volar un cuadro próximo, derrumbándose, después, abatido sobre un sillón. Recuerdo también sus sollozos, no lo he vuelto a ver llorar. ETA había matado a Antonio, quien unos años antes, pocos, había sido su alumno. La serie “El Padre de Caín”, basada en el libro del mismo nombre de Rafael Vera ha levantado, me ha levantado, ampollas. Los llamados “años de plomo” no tuvieron, en realidad, esos efluvios tan románticos como edulcorados que se desprenden de una ficción con cierta, pero lejana, inspiración en el sufrimiento de 209 familias que dejaron a algún miembro en el País Vasco, 100 en Intxaurrondo. Asistí, atónita, a ese alarde de equipamientos de protección de los ficticios agentes de la Guardia Civil protagonistas de esta versión televisiva: cascos, chalecos antibalas, guantes anti-corte y vehículos blindados que aparecen, flamantes, en esa simulada recreación de lo que fue un infierno para ellos, los auténticos, para sus familias y para todos los españoles de bien. Me cuenta hoy, exhibiendo las cicatrices que la metralla de la muerte de sus Compañeros dejó en su alma perforada quien prestó servicio allí en los 80, que tampoco jamás se empleó la tortura, no era precisa, cuando detenían a un terrorista, éste, después de esputar su desprecio con el consabido “txakurra” – perro – en un último estertor de ese odio lentamente inoculado en ikastolas y solidificado, más tarde, en herriko tabernas, terminaba orinándose en los pantalones confesando lo inconfesable, incluido las más oscuras y viscosas miserias de su progenitora, tal era la ‘valentía’ de estos asesinos al verse acorralados. Tampoco es cierto que se celebraran esos fastuosos funerales; en Intxaurrondo tenían su propio Capellán castrense, para no despojar al caído de ese último honor póstumo de cubrir su féretro con la bandera por la que había entregado su vida en cumplimiento del deber, pues con frecuencia los sacerdotes exigían que la misma se retirase del ataúd durante sus exequias como modo de “evitar hacer política en la iglesia”, la misma iglesia que, días antes, había cobijado a terroristas “acogidos a sagrado”. Esos asesinos confesos, de cuyas fauces aún gotea la sangre de sus víctimas, ocupan hoy cargos en las mismas Instituciones Públicas de las que una vez abjuraron, cuyos sueldos pagamos todos; los asesinados – esos grandes olvidados del Estado – yacen en sus tumbas, tras clandestinos funerales pagados por sus familias, que han asistido impotentes a una doble ejecución: la de la bala y la del olvido, siendo ésta última la más cruenta. No hablemos, pues, de “guerra sucia”, ni tan siquiera de “guerra”, se trató de viles asesinatos de inocentes que llevaban, digna y honradamente, el pan a su casa. Mantengamos el decoro en memoria de nuestros muertos. Y aunque es cierto que ETA ya no mata, esto no absuelve al Estado del pecado del olvido de sus víctimas. Permítanme que hoy, mientras escribo estas líneas, me hierva la sangre pero es que yo la tengo verde. Hay que tener honor, mucho honor, para tener delante a Caín y no descerrajarle dos tiros entre los ojos. ¡Viva siempre, honrada, nuestra Guardia Civil!.

In memoriam de nuestros héroes caídos.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en VIVA JAÉN el día 12/12/16.

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