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lunes, 21 de noviembre de 2016

El monstruo que ya no vendrá a verla.




En ocasiones como ésta, la empatía no resulta suficiente para llegar a comprender el dolor ajeno. Dolor de una niña a quien, del modo más despiadado, cruel y atroz, le han arrebatado la infancia y dolor, también, de la madre que le dio la vida. Una vida resquebrajada a los 11 años, cuando comenzó a sufrir, en silencio, el más humillante de todos los abusos, infligido por quien debía protegerla, aun a costa de la propia existencia: su progenitor, discúlpenme si no lo llamo padre pero el término le viene muy grande a un ser capaz de encontrar el disfrute en lascivos tocamientos realizados a su propia hija. No puedo imaginar el sentimiento de vergüenza, de repulsión y de angustia que la criatura debió experimentar, ni las amargas lágrimas engullidas bajo la mordaza que la ha atenazado durante cinco años. El miedo, su miedo, esa pegajosa sensación que se va apoderando, lentamente, de tus músculos hasta paralizarte y que nadie debería jamás experimentar, mucho menos un niño. Leí, estupefacta, la terrible noticia y si cualquier daño a un menor me parece execrable, éste constituye la peor de todas las aberraciones que un ser humano pueda cometer. Pese a que resuena aún el estallido, no termino de digerirlo, no puedo, no DEBO, pues no escandalizarme ante semejante oprobio significaría que me estoy desnaturalizando, que paso a engrosar esa larga lista de enfermos sociales que hacen víctima de su delirio, siempre, al más vulnerable. No soy penalista, nunca lo he sido, ni pretendo tampoco serlo ahora, pero habré de reconocer el éxito profesional del abogado que ha conseguido semejante reducción de pena quedándose, el tiempo que el autor de tan reprobable conducta deba estar confinado, precisamente, en la mitad del que su hija vivió en el infierno: sólo dos años y medio, una indemnización - ¿tiene, acaso, precio la feliz infancia? -, la privación de la patria potestad - ¡qué menos! – y una orden de alejamiento por ocho años a partir de su excarcelación. Me pregunto si no sería más justo aplicar la Ley del Talión... Hoy, mientras escribo estas líneas, a la pequeña valiente le deseo que el maravilloso resorte de autoprotección llamado memoria selectiva cumpla pronto con su labor; la serenidad y el consuelo que otorgan la certeza de que el monstruo ya no vendrá más a verla y, también, que llegue el día en que, ojalá, comprenda que si la Naturaleza erró al darle semejante padre, Dios la ha compensado con la mejor de las madres, a quien le muestro mi sincera admiración por la entereza y el coraje que sólo aquellas a quienes llamamos ‘MAMÁ’ poseen y que, instintivamente, enarbolan ante el ataque a un hijo; no quiero, tampoco, olvidarme del delincuente confeso de semejante brutalidad, para quien ruego que el tiempo de prisión le sea propicio y no se convierta en un averno habitado por malignos espectros al acecho, durante las horas tristes de oscura soledad, de obsequiarle con la misma acción de su propia culpa; pido porque la indeleble huella de su pecado lo acompañe hasta el último de sus alientos y que, más allá de esta falible justicia humana, purgue un día su doble falta: la cobarde dejación en sus deberes de padre y la de la vileza de romper la vida de aquella por quien debió estar dispuesto a perderla. Dijo, una vez, Jean A. Petit – Senn “los hijos se convierten para los padres, según hayan recibido, en una recompensa o en un castigo”… ¿le serán suficientes treinta meses para reflexionar sobre ello?. Que la culpa lo ampare: salud y larga vida.

Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en Viva Jaén 21/11/2016.

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