En ocasiones como ésta, la
empatía no resulta suficiente para llegar a comprender el dolor ajeno. Dolor de
una niña a quien, del modo más despiadado, cruel y atroz, le han arrebatado la
infancia y dolor, también, de la madre que le dio la vida. Una vida resquebrajada
a los 11 años, cuando comenzó a sufrir, en silencio, el más humillante de todos
los abusos, infligido por quien debía protegerla, aun a costa de la propia existencia:
su progenitor, discúlpenme si no lo llamo padre pero el término le viene muy
grande a un ser capaz de encontrar el disfrute en lascivos tocamientos
realizados a su propia hija. No puedo imaginar el sentimiento de vergüenza, de
repulsión y de angustia que la criatura debió experimentar, ni las amargas
lágrimas engullidas bajo la mordaza que la ha atenazado durante cinco años. El miedo,
su miedo, esa pegajosa sensación que se va apoderando, lentamente, de tus
músculos hasta paralizarte y que nadie debería jamás experimentar, mucho menos
un niño. Leí, estupefacta, la terrible noticia y si cualquier daño a un menor
me parece execrable, éste constituye la peor de todas las aberraciones que un
ser humano pueda cometer. Pese a que resuena aún el estallido, no termino de
digerirlo, no puedo, no DEBO, pues no escandalizarme ante semejante oprobio
significaría que me estoy desnaturalizando, que paso a engrosar esa larga lista
de enfermos sociales que hacen víctima de su delirio, siempre, al más vulnerable.
No soy penalista, nunca lo he sido, ni pretendo tampoco serlo ahora, pero habré
de reconocer el éxito profesional del abogado que ha conseguido semejante
reducción de pena quedándose, el tiempo que el autor de tan reprobable conducta
deba estar confinado, precisamente, en la mitad del que su hija vivió en el infierno:
sólo dos años y medio, una indemnización - ¿tiene, acaso, precio la feliz infancia?
-, la privación de la patria potestad - ¡qué menos! – y una orden de
alejamiento por ocho años a partir de su excarcelación. Me pregunto si no sería
más justo aplicar la Ley del Talión... Hoy, mientras escribo estas líneas, a la
pequeña valiente le deseo que el maravilloso resorte de autoprotección llamado
memoria selectiva cumpla pronto con su labor; la serenidad y el consuelo que
otorgan la certeza de que el monstruo ya no vendrá más a verla y, también, que
llegue el día en que, ojalá, comprenda que si la Naturaleza erró al darle
semejante padre, Dios la ha compensado con la mejor de las madres, a quien le
muestro mi sincera admiración por la entereza y el coraje que sólo aquellas a
quienes llamamos ‘MAMÁ’ poseen y que, instintivamente, enarbolan ante el ataque
a un hijo; no quiero, tampoco, olvidarme del delincuente confeso de semejante brutalidad,
para quien ruego que el tiempo de prisión le sea propicio y no se convierta en
un averno habitado por malignos espectros al acecho, durante las horas tristes de
oscura soledad, de obsequiarle con la misma acción de su propia culpa; pido porque
la indeleble huella de su pecado lo acompañe hasta el último de sus alientos y
que, más allá de esta falible justicia humana, purgue un día su doble falta: la
cobarde dejación en sus deberes de padre y la de la vileza de romper la vida de
aquella por quien debió estar dispuesto a perderla. Dijo, una vez, Jean A. Petit – Senn “los hijos se
convierten para los padres, según hayan recibido, en una recompensa o en un
castigo”… ¿le serán suficientes treinta meses para reflexionar sobre ello?.
Que la culpa lo ampare: salud y larga vida.
Publicado en la columna de los lunes, Reflexiones de butaca, en Viva Jaén 21/11/2016.
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