No falta quien dice que “no hay niño feo”, aserto éste que no puedo
compartir en modo alguno, pues los hay, al igual que entre los adultos, feos y
guapos, simpáticos y estúpidos, educados y maleducados, pero cuando un niño
poco favorecido, por no llamarlo directamente adefesio, concita en su nefasto
ser diminuto junto con unos rasgos faciales difíciles de mirar, un carácter
agresivo y cargante, el engendro en sí pasa a convertirse en una odiosa
criaturilla del mal. Ese pequeño monstruo que campa a sus anchas en su más
tierna infancia, sin conocer normas ni reglas, ni reconocer autoridad alguna, ajeno
al concepto de respeto a los demás, será luego un adolescente conflictivo y,
con toda probabilidad, un adulto delincuente. Es así, no hay más… Ser feo no
tiene remedio, pero ser un salvaje se puede corregir… o no, depende claro.
He decidido dedicarle a mi
sobrina Victoria mi último día de vacaciones disfrutando de su compañía y
llenando nuestro tiempo de pintura de dedos, helado de chocolate y juegos, hoy.
Ha cedido ya, un poco, el calor imperante en este último día de agosto y nos
dirigimos, a la caída de la tarde, hacia la zona infantil de un parque próximo
a mi casa. Victoria, al igual que su hermano y sus primos, está recibiendo una
educación basada en la disciplina y en el orden. Mis hermanas, con gran
acierto, intentan inculcarles a sus vástagos ya no sólo las más elementales normas
de comportamiento y civismo, comúnmente denominadas educación, sino que además
promueven valores como la generosidad, la tolerancia, el respeto, la
cooperación y ayuda al más débil… conceptos éstos, al parecer, desconocidos en
la actualidad. Nos aproximamos a ese hervidero de duendes vocingleros donde se
amontonan, entre mobiliario de juego anclado a una mullida superficie, pequeños
seres de diversos tamaños y sexo, pugnando por descalabrarse desde el barco
pirata o saltando entre pequeñas setas que provocarían, sin duda, el
descoyuntamiento de cualquiera que exceda de los 25 años. Ahí está la ruidosa manada de
funambulistas, cabrioleando y deslizándose por el tobogán que surge desde las
almenas de un castillo en miniatura. Mi sobrina, de apenas tres años, se
suelta de mi mano y entra despavorida en el recinto, la veo correr para, ordenada
y pacientemente, ponerse a la cola de ascenso al barco pirata, supongo que para
mitigar la tediosa espera, comienza entonces una conversación con la niña que
la precede, algo más pequeña, y, de forma cortés, no podría ser de otro modo,
se presenta solicitándole, a continuación, el nombre a esa espontánea compañera
de juegos, entablan, así, un diálogo en el que planean cómo subir entre la tela
de araña de cuerdas multicolor para coronar la cubierta, cuando llega un niño,
aproximadamente de la edad de Victoria, feo como la muerte y bruto como un
nativo de Borneo que, entre empujones al resto, se coloca el primero,
entorpeciendo en su violenta subida la de otro niño que casi pierde el
equilibrio al recibir un señor pisotón, del cafre, en ambas manos. El salvaje
en cuestión sale disparado luego por la barra, con la buena fortuna de no
estamparse contra suelo, para dirigirse, como poseído, hacia uno de los balancines
en el que juega otro y siguiendo lo que parece ser su normal forma de proceder,
lo tira al suelo de un empellón ante la estólida y silente mirada de quien,
supongo, debe ser la madre de aquél animalito con zapatillas de deporte, pues
porta en los brazos otro pequeño simio muy parecido, físicamente, al talibán.
Observo como mi sobrina ya
está subiendo ayudando a Julia, esa nueva e inopinada amiga cuya ascensión, al
ser más pequeña, le resulta tanto más dificultosa. Veo que, junto con otros
niños, empiezan a jugar y me despreocupo de ella fijando, nuevamente, mi
atención en el bárbaro de distraída belleza - ¡pero que niño más feo! - que se pasea en plan matón por la
zona de juego, desafiante, soltando golpes y mandobles a cualquiera que intente
evitar su voluble apetencia por disfrutar de los diversos elementos. Al parecer,
el pequeño patán, que aún no es consciente de que no puede jugar con todo a la vez
y debe tener la creencia de que es de su absoluta y exclusiva propiedad, está,
ahora, en pugna por tirar de la seta a otra niña que acaba de sentarse en ella.
Miro a la madre: nada. Ninguna reacción por su parte, ni reprende la actitud de
macarra que mantiene en ese absolutismo violento que, desde mi llegada, desprende
aquél enano cabrón, ni le afea, tampoco, su rudo comportamiento de sátrapa.
Se queda una de las setas
libres y llega Victoria – que ya se había hecho previamente merecedora de dos
empujones en el barco que quise interpretar como simples “lances” y a los que no
dí ninguna importancia, pese a tener ya en el punto de mira al niño-bestia-,
apenas se sienta, el horrendo cafre le propina un nuevo empujón en la espalda, ella se
queja a la indolente madre: “No deja de empujarme” quien no mueve un músculo de
la cara pero repara en el modo en que estoy mirando a su hijo, la interpretación,
obviamente, no podría ser otra que “Si pudiera, te soltaba dos guantazos que te
dejaba nuevo, ¡animal de bellota!” y es entonces cuando le dice, en el mismo
tono neutro que si le preguntara si el bocata lo quiere de Nocilla o de queso, “Ángel,
no se empuja”, ante la falta de sangre en aquella mujer le digo: “Mira, es que
no es el primero que se lleva, puede que debas explicarle a tu hijo que hay que
respetar a los demás niños y que el parque no es suyo”, me mira inexpresiva sin abrir la boca,
cuando la choni que la acompaña,
cigarrito en ristre pese a encontrarnos en una zona infantil y pelo bicolor:
frito en las puntas, de un estridente color amarillo pollo en llamativo
contraste con unas grasientas raíces negras sale al quite, “Son niños…” - intentando así justificar el comportamiento del tal Ángel, a quien le resultaría
más apropiado el nombre de Belcebú -, es cuando ya estallo: “Perdona, hablaba con
ella. No obstante, hoy son niños, pero si no se les reprende, en unos años, se
convierten en verdaderos delincuentes, agresivos matones de barrio”, éste ya me
barrunto yo que es carne de prisión y un psicópata en potencia, pensé, y vuelve, la choni a decir “¿No
ves que le está regañando?. Será que ella – dirigiéndose con un ligero cabeceo a
la madre modelada en plastilina – no tiene educación y vergüenza, vamos, y su
familia igual”, desisto de entrar en diatribas y respondo clavándole al
puñetero niño una mirada asesina: “Evidentemente, evidentemente… a la
vista está. Venga, Victoria, vamos a la otra zona a ver si allí encontramos
algo más de civismo o, al menos, restos de vida inteligente”, cojo la pequeña
mano de Victoria y paso entre la choni fumadora
y la madre con el mono llorón en brazos en dirección a otros toboganes instalados a
unos metros, le digo: “Victoria, tienes que espabilarte, no puedes permitir esa conducta de ningún abusón, si
te ha empujado aposta, devuélvele el empujón” y me contesta “Mami dice que
no hay que pelearse”, tras el episodio que, momentos antes, ha dejado en
evidencia que un simple parque infantil es el fiel reflejo de la realidad
actual, pues los niños son, por mimetismo, la réplica exacta de sus familias y desde
el convencimiento de que, en la vida, mis sobrinos deben aprender a defenderse
de los avasallamientos y a hacerse respetar, le sujeto la barbilla para mirarla:
“Me parece bien lo que dice mami y tiene razón: no hay que pelearse, aunque tu
tía te aclara que nunca debes pegarle a nadie pero si alguien te pega a tí primero, te defiendes.
Una pelea jamás se empieza, siempre se termina y ahora corre, mira que
cama elástica tan chula”.
“Es propio de aquellos de mentes estrechas EMBESTIR contra lo que
no les cabe en la cabeza”, dijo Antonio Machado y yo ahí lo dejo.