Echó,
satisfecha, una última mirada recreándose, lentamente, de arriba abajo, en el espejo del
vestidor. La embargó un irreprimible sentimiento de euforia. Elevó la copa en un
ficticio brindis hacia la imagen que le devolvía aquella superficie pulida y la
apuró de un trago. No se podía negar que los carísimos emolumentos de aquél
cirujano plástico habían merecido la pena: párpados, labios, mentón, pómulos y
finalmente… el busto. “Sí – sonrió entornando los ojos para mostrar la más seductora de sus miradas -.
A mis, casi, cincuenta años, parezco, aún, más próxima a los cuarenta”. Pensó, con desprecio, en todos aquellos imbéciles que le habían vaticinado una vida de
fracasos y miseria, había hecho siempre lo que le había venido en gana, sin
importarle, jamás, las consecuencias de sus actos y ahora poseía todo cuanto
había deseado. Se sabía objeto de múltiples y agrias envidias y eso le
originaba una triunfal sensación de superioridad. Se retocó, una vez más, la
espesa capa de maquillaje que cubría su cutis – ese “pequeño retoque”
debería esperar, al menos, un año, estaba demasiado ocupada en aquellos
momentos, regodeándose en su triunfal situación y mostrando, indolente, al
mundo su suntuosa existencia desde aquél pedestal –. Aplastó el cigarrillo que se consumía, ignorado, sobre el cenicero de cristal. Se dispensó a continuación un poco de spray bucal
para mitigar los restos que, de alcohol y tabaco, pudieran quedar en su aliento y
sobre sus altísimos tacones de Manolo Blahnik,
se dirigió hacia el salón, donde ya deberían aguardar, expectantes, sus invitados aquella noche.
Asegurándose, a su paso, de que las llaves de su imponente automóvil resultaran
claramente visibles – a modo de “descuidado
olvido”- sobre la bandeja de plata de la mesita del pasillo, movió ligeramente la lamparita que proyectó su luz sobre éstas, sería, así, inevitable
no verlas cuando cualquiera de sus amigos se dirigiera hacia al baño, le dio la
vuelta al llavero, dejando a la vista el exclusivo anagrama comercial que se recortaba sobre la correspondencia, aún sin abrir, de aquél día. Sonrió
complacida mientras deseaba una nueva copa.
Le
llegaba, amortiguado, el rumor de la animada conversación que estaba teniendo
lugar en el salón y decidió no hacer esperar más a quienes, presumía,
aguardaban ansiosos su llegada, dispuesta a emborracharse con los efluvios de
los múltiples halagos que, con toda seguridad, le dispensarían, pues no podría ser
de otro modo. El vestido de Armani,
que dejaba al descubierto la espalda hasta un punto excesivamente bajo, sería,
sin la menor duda, objeto de profunda y sincera admiración, estaba convencida. Sobre su cuello,
bronceado, destacaba la gargantilla de
oro blanco y diamantes que despedía unos destellos cegadores. La embargó una
placentera sensación y pensó que no se podía deber a las tres copas de Hendrick's
que había tomado mientras se arreglaba. No, no era eso. Se sentía joven, se
sentía bella, se sentía deseada, envidiada, admirada… Era una triunfadora y
todos, era evidente, se habían equivocado en sus aciagos pronósticos. Decidió
anunciar sutilmente su presencia, incentivando así una hormigueante expectación
en los demás, ansiosos por posar sus ojos en ella, imprimió una mayor
presión a sus pasos, de manera que cada uno de ellos resultara audible,
superponiéndose a la conversación que inundaba la amplia estancia decorada, a
golpe de talonario, por afamados interioristas. A modo de cuenta atrás ralentizó,
ligeramente, el tiempo en alcanzar la entrada, con calculados y acompasados
golpes de tacón: tres, dos… uno. Compuso la más amplia de todas las sonrisas,
exhibiendo el primoroso trabajo de blanqueamiento dental al que acababa de
someterse, para presentarse ante sus amigos, envuelta en el fragante halo
floral de Chanel, se detuvo sólo un
instante, el tiempo justo, para que todos los ojos se volvieran hacia ella. Fue
su momento de gloria. Paladeó, interiormente y henchida de su propia vanidad,
las mieles de materializarse, cuán mitológica diosa, ante aquellos atónitos rostros como la “perfecta anfitriona” – atrás quedaron,
entonces, las largas horas de cocina, tras el elevado cargo realizado por la
adquisición de tan exquisitas viandas; el tedioso tiempo dedicado a su cuerpo
en aquél Salón de Belleza: depilación, manicura, pedicura, peinado… Todo había
merecido la pena sólo por gozar de aquél momento mágico, sublime y ansiado
-.
Sin
dejar de sonreír se dirigió a cada uno de sus amigos. Comenzó por Sole, quien
siempre había estado a su lado, desde hacía años, fue la primera en comprender que
tras aquél nuevo desliz, su matrimonio se hubiera ido al traste y había colmado, con su silenciosa compañía, todas las
horas de ausencia desde entonces, la besó en la mejilla. Y sin soltarla del
brazo fue, saludando, uno a uno, a los presentes, mientras se dejaba regalar
piropos y adulaciones que recibía con una estudiada, fingida y falsa humildad. En ese momento lo echó de menos. Reparó en que faltaba Al. Aquél
simpático truhán era el más impuntual del mundo, bien es cierto que jamás
faltaba a una cita, pero irremisiblemente, llegaba tarde a todas, inundando de
alegría, en compensación a su demora, cualquier reunión con sus continuas risas y bromas. El dueño del
arrollador carácter que lo caracterizaba y que siempre era bienvenido, también
hoy se hacía esperar, pero vendría, estaba segura. Al jamás le había fallado y no iba a hacerlo hoy.
Cogió una copa de la mesa y apenas si había probado su contenido cuando
él apareció, anunciando su presencia con esa potente y cantarina voz suya, las carcajadas y las risas
contagiosas no tardaron en aparecer y el ambiente, hasta el momento plácido y distendido,
se tornó alegre, despreocupado… Beodo.
Miró entonces al grupo, atónito y fascinado por el brillo que irradiaba, rivalizando tan sólo con el de aquella casa, elegante y chic. Sonrió complacida, siguiendo las expresas
indicaciones de su invitación, las mujeres acudieron impecablemente vestidas de
fiesta, en tonos oscuros y ellos en elegante y favorecedor traje de smoking.
“Ya
que, por fín, estamos todos – miró de soslayo a Al que, socarrón, hacía de las suyas mientras le dirigía amplias sonrisas - pasemos
al comedor”, dijo posando la mirada, distraídamente y sin ver la hora, en el Rolex de su muñeca. Conforme a las normas del más estricto y pulcro
protocolo, se había tomado la molestia de colocar el nombre de sus invitados en
el lugar que debían ocupar en la mesa. No pudo reprimir la tentación de conferir
los sitios preferentes: a su derecha e izquierda, respectivamente, a cada una de sus dos mejores
amigas. Ellas, jamás la habían defraudado, cuando las había necesitado, allí
habían estado. Siempre a su lado. Decidió que ambas merecían disfrutar de aquél gesto de público
agradecimiento y profunda estima que les dispensaba por igual.
Las
velas refulgían, proporcionado unos centelleantes destellos irisados a la vajilla,
los cubiertos de plata aguardaban, en simétrica disposición, su uso y la refinada
cristalería de Bohemia, lucía
espectacular sobre el mantel. Aspiró con delectación el envolvente aroma, aquél discreto bouquet de flores le pareció que otorgaba el toque de coqueta, aunque sobria, elegancia necesario en toda mesa de bien.
Cuando
en medio de aquella deliciosa velada, regada con abundante vino de Crimea y aderezada con una plácida conversación,
sonó el timbre, nadie se sobresaltó. Aún cuando no hubiera sido invitada, ni se
hubiera hecho, tampoco, referencia a ella, todos los presentes supieron quien aguardaba en la puerta.
Intercambiando miradas de complicidad, se dispusieron, con total naturalidad, a
que tuviera lugar su inevitable aparición, mientras el eco de la sonora carcajada de Al quedó
suspendido en el aire. La atmósfera se hizo pesada, casi irrespirable. Atenazadora. El aire pareció quedar estancado.
…
(…) …
Fue
a primera hora de la mañana, cuando la asistenta filipina entró en la casa, le
extrañó el inusual silencio que reinaba en ella. Sabía que la señora, así se lo dijo cuando la tarde anterior la despidió antes de lo habitual,
había convocado a sus amigos íntimos a una cena y,
probablemente, ésta se hubiera alargado hasta bien entrada la madrugada, pero
por tarde que se fuera a dormir, la señora nunca se quedaba en la cama más allá de
las ocho. Miró el reloj de pared para confirmar que eran, efectivamente, las nueve, a
esas horas solía estar ya deambulando incesantemente por la casa, dando órdenes e
instrucciones sobre las tareas domésticas que habían de acometerse, de manera
histérica e iracunda, pues nunca estaba nada a su gusto. Dado su variable
parecer, lo que un día debía hacerse de un modo determinado, al siguiente,
tenía que cambiarse. Lo que decidía que debía cocinarse según una receta
concreta, dejaba de gustarle para la siguiente ocasión. Y ello de forma cruel,
lacerando e hiriendo, de manera injustificada e innecesaria, la diligencia de la sumisa asistenta que lo
soportaba resignada y en absoluto mutismo. Sin levantar jamás la mirada.
Entró
en el salón donde pudo apreciar los restos de la fiesta: botellas medio
llenas, copas vacías y bandejas de canapés diseminadas sobre las mesas. La llamó pero no
obtuvo respuesta. Se dirigió a la cocina, no estaba allí tampoco. Fue, luego,
al dormitorio: la cama estaba perfectamente hecha, aunque sobre ella se
amontonaba, en desorden, una infinidad de antiguas prendas de vestir,
pasadas de moda – resopló, quejándose interiormente por la mañana que, sin duda,
le esperaba. Guardar y colocar todo aquello le iba a llevar un buen rato,
mientras aguantaba estoicamente las irritadas voces, insultos e improperios de la
histriónica propietaria de todo aquél montón de ropa en desuso-, tras acceder al baño
constató que nada parecía indicar que la ducha hubiera sido utilizada aquél
día. Volvió a llamarla encontrando, tras el eco de su voz quebrada, el más profundo silencio por toda respuesta.
Comenzó a preocuparse y, con cierto temor, se dirigió hacia el comedor, la
puerta se encontraba entreabierta, permitiéndole la visión parcial de la mesa
que ella misma había puesto durante la tarde anterior. La mano le temblaba
cuando la apoyó en el picaporte plateado. Percibió entonces un aroma acre, como
a almendras amargas o a flores marchitas impregnando la estancia.
La
horrible visión que tuvo en aquél instante no fue sino la confirmación del
agorero presentimiento que la había embargado momentos antes. La señora se
encontraba sentada, presidiendo una mesa inerte, vestida con aquél antiguo
vestido del que tanto solía hablar, refiriéndose a tiempos lejanos y que se
empecinaba en conservar como trofeo de alguna gloria pasada…o inventada, los
ojos los tenía abiertos, vítreos y sin vida, la tétrica mirada que fijaba en la
filipina se debía a aquella fallida operación de párpados, a la que se sometió
muchos años atrás, el fin era elevarle la incipiente caída que ya comenzaban a
experimentar, pero el celo del cirujano lo llevó a dejarlos tan cortos que, a
raíz de entonces, adoleció de una sequedad ocular que la obligaba a un parpadeo
continuo y un tanto artificial que, con el tiempo, se convirtió en un tic que intentaba esconder tras oscuras gafas de sol. Sin
poder reprimir el estremecimiento que sacudió todo su cuerpo, se aproximó al cadáver y fue cuando
reparó en las pequeñas tarjetas situadas sobre cada uno de los bajoplatos,
intactos y sin servir. Fue leyéndolas, comenzando por el que la difunta tenía a
su derecha: Soledad, Vanidad, Frustración, Envidia, Alcoholismo, Fracaso y…
la última: Infidelidad, que correspondía al servicio que se encontraba a su
izquierda, escritas a bolígrafo con la inconfundible letra, picuda y desmadejada,
de aquella excéntrica y despiadada anciana. El único servicio que parecía haber sido utilizado era el de la señora.
Tras
llamar a emergencias, se sentó junto al teléfono de la cocina,
mientras aguardaba a que el agua de la tetera comenzara a hervir. No podía
alejar de su mente aquél siniestro rostro, ajado y descompuesto en una mueca
tétrica. La mirada, fría y desprovista de párpados, le recordó a la de un
agónico pez fuera del agua. Reflexionó sobre la patética existencia que llevaba
la mujer, alcohólica, infeliz y sola, que tan mal solía tratarla y se
preguntó si aquella solitaria y anciana enferma mental no habría presentido su
final y quiso aguardarlo en la única compañía, miserable, que tenía: la de aquellos invitados imaginarios que, al final, resultaron ser muy reales. Después ya
no sintió nada, ni siquiera pena. Sólo un vacío gris, envolvente y silencioso. Se sirvió una taza de té que, poco después,
arrojó con decisión por el fregadero. Fue directamente hacia el salón y rescató una botella
de vino, aunque jamás bebía alcohol y era, además, demasiado temprano decidió que
necesitaba esa copa, la sirvió generosamente y elevándola en dirección al comedor amagó un
brindis: “¡Púdrete en el infierno, vieja loca!”, se sorprendió diciendo y esperó,
pacientemente, a que llegara el Servicio Sanitario con una profunda sensación de
alivio, no sabía por qué pero sintió que se había exorcizado de todos sus
demonios. Un intenso olor a flores frescas flotaba en el ambiente. La luz del sol entraba, en haces oblicuos, desde las ventanas y podía ver en ella una infinidad de partículas en alegre suspensión.
“Al palpar la cercanía de la muerte,
vuelves los ojos a tu interior y
no encuentras más que banalidad,
porque los vivos, comparados con los muertos,
resultamos insoportablemente banales”.
(Dijo Miguel Delibes, y yo me
atrevería a apostillar:
Algunos más que otros).
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